Nadie puede escapar al amor, tampoco elegimos de quien nos enamoramos, simplemente ocurre. La causa: una mirada, una apariencia, una actitud, un olor, una sonrisa, algo difícil de explicar. El amor es caprichoso, una fuerza centrípeta, un ciclón que te arrastra y que en ocasiones arrasa todo a su paso. A mí las flechas de ese dios, invencible en la batalla, me sacudieron y devastaron mi vida y la de los que me rodeaban. No pretendo justificar aquí mis actos, pero me gustaría que intentaseis entenderme, sé que es difícil, mi historia ha traspasado los siglos como ejemplo de mujer despechada y vengativa, capaz de desencadenar la más cruel de las desgracias.
Teseo, un nombre que une nuestras vidas: asesino de mi hermanastro Asterio, el llamado Minotauro, amante traicionero de mi hermana Ariadna y mi marido. Fue uno de mis hermanos, Deucalión, que había sido nombrado sucesor de Minos, quien, considerando que mi matrimonio le aportaría ventajas políticas en sus relaciones con Atenas, me ofreció a él, su rey Teseo, como esposa. Las mujeres de mi posición no tenemos margen de maniobra y somos consideradas como un instrumento político, no cuentan nuestros sentimientos, nuestros deseos, solo somos objetos con los que mercadear y no fue diferente en mi caso. Acepté aquel matrimonio con un hombre mucho mayor que yo y que me causaba rechazo y me resigné a no conocer el amor, entonces tenía trece años.
Teseo, que aún estaba casado, consideró no solo las ventajas políticas de aquella unión, sino también mi belleza y juventud, así que repudió a su esposa, Antíope, una amazona que le había dado un hijo. Ella no soportó el repudio y el mismo día de nuestros esponsales se presentó con el resto de las amazonas, sembrando el pánico y la muerte entre los compañeros del rey. Nuestro matrimonio comenzó teñido con su sangre, pues Teseo acabó con la vida de la que era aún su esposa y madre de su hijo, Hipólito. El drama se nos sirvió frío a todos.
Hipólito, entonces un niño de diez años, fue enviado lejos de la corte, a Trecén. Allí creció, dedicando sus horas a la caza y al culto de la diosa virgen, Artemisa. A ella consagró su juventud y su virginidad y se dedicó a la vida asceta, en la que cultivó el amor y la lealtad por su padre. Mientras, nosotros, en Atenas, vimos cómo la vida nos sonreía con una fuerte y robusta prole. Dos hijos le di a Teseo: Acamante y Demofonte.
Pero esa vida aparentemente tranquila a la que ya me había resignado se derrumbó en el mismo instante que sus ojos cándidos y brillantes se cruzaron con los míos. Yo tenía veinte años, él diecisiete. Fue en el mes de Boedromion, cuando los campos comienzan a recibir la siembra y el calor ha abandonado la tierra. Se celebraban en Eleusis los grandes misterios, y como la tradición exige a los iniciados, recorrimos la Via Sagrada que va desde el Cerámico hasta la villa. Yo iba rodeada de mi séquito y con mis dos pequeños, agitando nuestros backchoi y gritando obscenidades, como es costumbre, cuando la misma imagen del primer amor se presentó ante mí vestida con una clámide de color blanco, el pelo revuelto y la piel tostada por el sol. Lo reconocí, aunque llevaba años sin verlo, era él, el hijo de Antíope, Hipólito.
A la vuelta a palacio el desasosiego me invadió, la noche se convirtió en una constante para mi alma, el sueño me abandonó y perdí todo apetito por la vida. Su imagen, su rostro aniñado e imberbe, sus ojos almendrados del color de la miel, sus labios gruesos y su nariz larga se presentaban ante mí cada vez que cerraba los ojos. Necesitaba tenerlo cerca, acariciarlo, sentir su aliento, olerlo como un animal en celo. Convencí a Teseo de que debía vivir con nosotros, que yo lo amaría como lo hace una madre, igual que a mis propios hijos, y Teseo se dejó convencer.
La cercanía y la costumbre acrecentaron mi deseo y mi ansia. Él se mostraba totalmente indiferente a mis encantos, al mirarme no veía una mujer, sino a una madre y a la esposa de su padre. Era un hombre insólito, no se dejaba llevar por las pasiones y el placer y el sexo no le interesaban. Yo, sin embargo, vivía por y para acariciar su imagen y anhelar su presencia. Durante el tiempo que convivimos todos juntos intenté esconder mis sentimientos bajo una capa de falso amor maternal, pero la ocasión me la propició la propia Afrodita, enojada con Hipólito por menospreciarla. Nos quedamos solos en palacio, mi marido salió de viaje y no pude seguir fingiendo, necesitaba consumar carnalmente aquella pasión que me abrasaba.
—Hipólito—le dije, alejados de oídos indiscretos—, ésta que aprecias como madre, está deseosa de que la ames como mujer. La pasión me abrasa, un beso de tu boca podría apagar el incendio de mi pecho, bésame. Fundamos nuestros cuerpos, unamos nuestras almas.
—Insensata, mujer. Eres la esposa de mi padre, el hombre al que más admiro y respeto, el deber obliga y es mi obligación mantener su honor. Tú que ahora lo deshonras con proposiciones prohibidas. Eres una abominación para esta casa y tu crimen ha de ser conocido y resarcido.
Dio media vuelta y me dejó de rodillas, abrigada por el manto del desconsuelo y la desolación, mientras un torrente manaba de mis ojos enrojecidos y tristes. Sus palabras laceraron mi alma como la cruel guadaña siega la vida. No tenía escapatoria, era una mujer, una extranjera, cuyo valor radicaba en su virtud y en la fidelidad debida, y con aquellas imprudentes palabras provocadas por un amor desmedido y desbocado había cavado mi propia fosa. Pensé en mis propios hijos, el deshonor de su madre los perseguiría el resto de su vida y la mía ya no valía nada. Decidí que su futuro era lo más importante, que debía asegurarme de que Teseo no los repudiaría en favor de Hipólito. Al final debemos ser responsables de nuestros propios actos y, una vez cometida una imprudencia, pensar cómo paliar sus consecuencias, y así lo hice.
Tomé una tablilla del despacho de mi marido y en ella escribí.
Yo Fedra decido morir. El honor mancillado por Hipólito es mi verdugo.
Tomé una cuerda, una maroma gorda y recia que pasé por una de las vigas de la sala del Trono. La até a mi cuello, me subí en el sillón real, de madera, oro y alabastro y cuando creí estar preparada dejé mi cuerpo caer al vacío con la tablilla entre mis manos.
Allí, aún caliente y tambaleante, quisieron los dioses que me encontrara Teseo, los gritos de mi nodriza lo alertaron cuando llegó a palacio tras su viaje. La incredulidad y el desconcierto recorrieron las mentes de todos cuantos presenciaron el espectáculo de mi muerte.
Teseo tomó la tablilla entre sus manos y leyó las causas de mi muerte y entendió lo que yo quería que entendiese. Culpó a su hijo de mi desgracia: él había abusado de mí y yo había respondido con la propia muerte ante tal tropelía. ¡Qué sensatez la mía! ¡Qué altura de miras!¡Cuánta dignidad en sus actos!
No lo dudó, Hipólito debía pagar por su crimen, debía ser castigado.
—Hipólito, a ti te hago responsable de esta muerte y de mancillar mi honor— lo confrontó ante mi cuerpo exánime.
Hipólito no supo ni pudo defenderse y aceptó el injusto castigo.
—El exilio. Te condeno al exilio. Parte ahora mismo, no quiero volver a verte.
Pero Teseo no se contentó con aquella punición y pidió consumir uno de los tres deseos que su padre divino, el dios Poseidón, le había otorgado. Le mandó la muerte y la destrucción a su hijo. Y se arrepintió de su decisión para el resto de su vida.
Fue un mensajero el que trajo la funesta noticia. Había muerto arrastrado por los caballos de su carro, desbocados por el miedo provocado por un monstruo marino, la maldición que él le había mandado. Aquella noticia se precipitó sobre el corazón de Teseo como las negras Keres lo hacen con los guerreros moribundos. Lo había perdido todo: su mujer, su hijo y su honor, pero aún la desgracia no había abandonado el palacio.
Mi nodriza, a la que nada le había pasado desapercibido, decidió contarle al rey lo que sabía. Éste se dio cuenta de que su orgullo, el honor que creía burlado por su hijo, había sido el culpable de su desdicha. Nos enterró a los dos: a su hijo lo consideró un mártir y a mí su verdugo.
Jamás pensó que el maldito honor me arrastró a tales actos. Creyó que fue el despecho de una mujer herida y vengativa, arrastrada por el desconsuelo de un amor no correspondido. Como dije, no pretendo hallar el perdón ni excusarme con esta confesión, lo único que quiero es que comprendáis mis motivaciones y entendáis que uno de los males que salieron del ánfora de Pandora, campa por la tierra disfrazado de virtud y es en nombre de él, del honor, que se cometen los mayores desvaríos.
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