Me sirve el verso de Dylan Thomas que encabeza este texto para hablar de la estupenda novela de Marc Colell. Reino vegetal nos adentra en un ecosistema peculiar, en una urbanización de clase media española de principios de los 80. Esa clase media que empezaba a despertar del letargo de la larga transición y que definía su estilo propio, siempre esa ultracorrección burguesa de la apariencia. La gran esperanza de toda gran democracia, los alcances de la burguesía, que permitían diseñar un mapa de progreso en una España que debutaba en las grandes ligas del capitalismo, el Mundial del 82, verdadera prueba de fuego de cualquier economía pujante, a pesar de que significó justo lo contrario, especulación y crisis, y marcó además el modelo productivo de toda democracia que se precie, el ladrillo, los grandes hoteles que destrozaron las líneas de costa en nombre del progreso más rancio, la construcción de urbanizaciones en pequeñas ciudades olvidadas de la costa que ahora se extienden como macrourbes longitudinales; de todo eso habla Colell en esta obra de mano de Carlota, la joven protagonista que se pasea indolente, casi sin peso, la chica “sin atributos” que quisiera desaparecer de la escena y que, sin embargo, le da carga sentimental y emotiva a la historia, pues es a través de sus ojos y de sus pensamientos como conocemos al dramatis personae de esta historia.
Está relatada a manera de memorias furtivas, en segunda persona, casi relatando en directo lo que sucede, y simultáneamente montando en retrospectiva un recuerdo de lo sucedido lejano, en aquel ambiente que no es tan idílico como pueden pensar ahora todos los que aman el revival de momentos estelares de aquella humanidad triste, y me refiero a los nostálgicos de los sistemas educativos tan precarios como la EGB, que se recibe ahora, en la distancia, sin criticismo alguno, con todas las deficiencias de los sistemas educativos que pretenden ser unificadores, pero que no son sino una forma de salir del paso y pretender entrar en la modernidad.
Deficiencias que también podían verse en una televisión que se enfrentaba con la libertad más absoluta tras el régimen, sin una censura necia que cortase los contenidos, de ahí el machismo manifiesto que recuerda Carlota en las azafatas de aquel Un, dos, tres, sus caras de satisfacción, su mínimo atuendo para satisfacer la libido medio liberada y aburguesada del nuevo espectador español. La música popular entre Georgie Dann, Rocío Jurado, la Orquesta Mondragón, mientras proliferaban los apartamentos en la playa como regalo supremo de ese concurso. Mientras Inglaterra construía una tradición de modernidad en la música, basada en The Housemartins, The Smiths o The Cure, en España se fantaseaba aún con las bulerías de Manolo Escobar.
Todo eso está presente en la novela de Colell, pero se pasean los personajes entre series de televisión, en una urbanización interminable y recurrente que se establece como modelo de felicidad para la clase media, donde se esconde la cara amarga de una sociedad que está conectándose a una Europa diferente.
Carlota, la invisible, la sutil, parece desplazarse sin hacer ruido, se recompone por la pérdida de un amigo, entre la indolencia y el recuerdo. Protagonista silenciosa, hace que los demás hablen por ella, es el detonante de las acciones y los diálogos.
Sin embargo, otro de los logros de esta novela es la forma de la narración, porque escoge el autor la segunda persona, tradicionalmente reservada a la poesía y a la expresión sentimental, por lo que la novela parece hacernos atender al sentido épico de la trama, a la unicidad de lo narrado, sabiendo que solo podría contarse de esa manera, ya que así se le aporta a la historia veracidad y cercanía.
“Tú siempre te quedas un poco al margen, pero te gustan las variaciones que la fiesta suele propiciar en la aparente monotonía de los veranos: caras distintas, trabajadores entrando y saliendo, preparativos por aquí y por allá, como si las dos barreras de la urbanización, la de entrada y la de salida relajaran también sus costumbres […]”
Estos aportes del narrador se ven mezclados a lo largo de todo el libro con otra voz en cursiva, que parece responder a la voz real de la protagonista, en primera persona, que dialoga con su amigo muerto en una explicación catártica posterior, en realidad con ella misma. Ambas voces dialogan, se entremezclan, dando un ritmo quebrado, alterno, ya que nunca se juntan, lo que produce en el lector reflexión y añoranza de lo narrado.
“[…] Yo quería bañarme también, pero prefería quedarme con Olivia. Estaba entre los dos —en cuanto a la edad, quiero decir—, pero quería estar de su lado, del lado de los mayores, sonreír al niño que juega, que se entretiene con las novedades ambientales, físicas, con las cabriolas y los placeres de la respiración.”
Repleta de actividades iniciáticas la novela, experiencias tremendas como la muerte del amigo, su recuerdo; actividades propias del paso de la adolescencia a la primera madurez, el momento de reflexión del ser como persona distinta. Carlota pasea su indolencia entre los vecinos, se reúne con sus amigos, piensa sobre la amistad y el papel que desempeña en su vida, calibra, sopesa cada una de las personas que ve y con las que habla. Viaje iniciático en la tierna adolescencia de aquellos veranos en la costa:
“También tuve un amigo […]. Yo sigo viva […]”.
Construyendo la persona que será en el futuro, sopesando el valor de la tristeza como parte que nos construye a lo largo de la vida que vive a expensas del amigo difunto que nadie parece recordar ese verano.
Todo discurre apacible en aquella urbanización donde se juega al frontón con fines casi olímpicos, donde en cada casa se sigue leyendo la Biblia de la clase media, el espejo donde mirarse: el Pronto, el ¡Hola! y el Diez Minutos.
“[…] Cuando la presentadora les pregunta algo, responden con candidez. Simulan ser niñas en cuerpos de mujer. Atrapadas ahí en esa carrocería sorprendente […] Tu madre va y viene con los buñuelos, el pan con tomate, los embutidos. […] A veces cuando conoce una respuesta, la dice en voz baja, pero tu padre la hace callar con un soplido. Ella levanta los hombros y se aprieta los labios con el índice y el pulgar, sellándose la boca. No tengo remedio, parece decir, qué tonta soy, siempre se me escapa”.
Todo se parece en esta urbanización al piso piloto, a un laboratorio de posibilidades donde la felicidad y la ultracorrección se mezclan y da como resultado una sociedad maniatada a las costumbres. Solo basta apretar un poco para ver qué frágil es todo este equilibrio social e intrafamiliar. Sin embargo, la novela funciona perfectamente como una maquinaria exacta: la voz que nos conduce a cada uno de los actos, a cada una de las escenas, nos muestra la fragilidad de los jóvenes, la amabilidad de los mayores, esa responsabilidad adquirida a lo largo de los años y en la que Carlota está empezando a entrar, pero también a conocer sus fallos y desperfectos.
Salvando las distancias, sobre todo de carácter social, la novela se acerca, a veces, a ese estilo llano y casi naïf de El Jarama, principalmente por ese estilo despreocupado del habla de los jóvenes, por esa aparente sencillez de los discursos pero que esconden una buena dosis de amargura y crítica social.
Y también, es inevitable la conexión, a pesar de sus diferencias, con Holden Caulfield, el joven protagonista de El guardián entre el centeno, por la carga reflexiva y la mezcla de inocencia y madurez en el comportamiento de los protagonistas.
Una juventud, la de la novela, que nos vale también para interpelarnos a nosotros mismos, sobre todo si vivimos aquellos años felices, para volver atrás con cierta dosis de crítica y comprobar, para aquel que quiera hacerlo, que esos años no fueron más que la respuesta de la historia a una nueva coyuntura temporal, extirpando toda la épica de la nostalgia, ya que quizá la juventud actual no tenga capacidad de volver sobre sus lugares de afecto, toda vez que se han visto destruidos por la máquina tecnológica y abisal de las nuevas tecnologías y las redes sociales, que solo devuelven un espejo vacío e inerte. Y ahora que el recuerdo es un puñado de bytes colgados en la nube, como dijo Cernuda:
“¿Volver? Vuelva el que tenga,
tras largos años, tras un largo viaje,
cansancio del camino y la codicia
de su tierra, su casa, sus amigos,
del amor que al regreso fiel le espere.”
—————————————
Autor: Marc Colell. Título: Reino vegetal. Editorial: Ya lo dijo Casimiro Parker. Venta: Todos tus libros.
Muchas gracias, Joaquín!!