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La fuga, un cuento de Julia de Asensi

La fuga, un cuento de Julia de Asensi

La fuga es un cuento que pertenece a la colección de Relatos de amor y desesperación (uvebooks), historias sobrenaturales o increíbles donde habitan antiguos fantasmas, oscuras leyendas y promesas incumplidas… Son relatos inquietantes donde la locura, el miedo, la pérdida y el amor juegan un papel esencial, todos ellos imbuidos del romanticismo tardío que invadió las letras españolas a mediados del siglo XIX.

La autora, Julia de Asensi (Madrid 1859-1921), según la biografía que escribió Matilde Gómez en Las españolas americanas, «desde los siete años olvidó las muñecas y los juegos para dedicarse a la lectura de libros didácticos”.

Zenda publica La fuga.

La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.

Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas amapolas y sus poéticas margaritas.

¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.

Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.

Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.

Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.

¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?

Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.

—¿Estás sola? —le preguntó en voz baja.

La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.

—¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? —prosiguió él—. No temas, está lejos, muy lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?

—No es ese su proyecto ahora —contestó la joven con apasionado acento—. Viendo que no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere que sea monja.

—¿Y lo serás?

—Nunca. La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu recuerdo al de Dios.

—¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos en nuestra infancia?

—Desde la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.

»¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?

—Sí —murmuró él—, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?

La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.

—Mira el mío —prosiguió el apasionado doncel—; jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá quitado…

—Silencio, Salvador —interrumpió Aurora—, alguien se acerca.

Se separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los rosales.

El anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y luego continuó su camino.

—¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto! —exclamó Aurora—. ¿Por qué habré nacido tan desgraciada?

Cinco minutos después Salvador se encontraba de nuevo al lado de ella.

—Esta vida que llevamos no es soportable —murmuró el joven—; vigilados a todas horas por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?

—No me atrevo.

—Yo abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una casita humilde pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No consientes?

—Nos hallarán.

—No temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.

Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la puerta pequeña.

Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.

—¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia? —continuó él.

Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.

La llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin abrir.

—¡Libres! —exclamó el joven—, libres y para siempre.

Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió de buen grado a su amante. Anduvieron por espacio de más de dos horas sin cambiar más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada por fin, y quiso descansar.

Se sentaron en el campo, cerca de un arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor, casi un niño, comiendo con excelente apetito un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.

Sus cabras triscaban entre la verde hierba, sin que él las perdiese de vista.

—¡Qué feliz eres, muchacho! —exclamó Salvador—. Te contentas con vivir al aire libre, tomando una miserable comida y en una eterna soledad. ¿No lees nunca?

—No sé leer —contestó el niño.

—¿No hablas jamás?

—Sí, señor, con mis cabras. Les pongo nombres, por los que atienden; las acaricio y noto que me lo agradecen, mientras que los hombres me pegan o se ríen de mí.

—¿No tienes padres?

—No, señor; no los he conocido.

—¿Y amigos tampoco?

—¿Quién había de querer ser amigo de un miserable como yo?

—¿Ni amores?

Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios del pastorcillo, que dijo:

—No me disgusta Anica, la pastora.

—¿Y se lo has dicho?

—Sí.

—Y ella, ¿qué te ha contestado?

—Que soy un animal.

—Es decir, ¿que te desprecia?

—Mi amo asegura que es muy difícil saber lo que siente y lo que piensa una mujer, y que a veces quieren más las que parecen amar menos. ¡Como no podemos ver lo que pasa en su corazón!

—Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho una cosa más cierta.

Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo, Aurora, rendida por el cansancio de aquella larga caminata, y quizá también por sus emociones, se había quedado dormida. Su hermosa e interesante cabeza descansaba sobre uno de sus brazos y parecía estar tan tranquila como si reposase sobre un mullido lecho.

Algunas pardas nubes empañaban el puro azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían reemplazado al sofocante calor de aquel día, que más bien parecía de estío que primaveral.

Continuados suspiros se escapaban del pecho de Salvador, algo agitado por lo extraño de la situación en que se encontraba. ¿Dónde pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por aquellos contornos alguna morada conocida en la que ambos pudieran pasar la noche? Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.

La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.

—Todas mis cabras son dóciles menos una —dijo—, vea usted esa, siempre busca la ocasión de escaparse, y el día en que menos lo espere me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!

Pero la llamada Negrilla, que era obscura como la noche, lejos de atender a la voz del niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez hacia otro rebaño muy distante.

El pastor entonces dejó el resto de su pan y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose en persecución de la fugitiva.

—¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón de Aurora!… —exclamó Salvador, recordando las palabras del muchacho—, y sin embargo, nada más fácil, ella duerme y puedo averiguar si es mi imagen la que reina en él.

Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho de la joven y allí, donde oyó sus acompasados latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda punta. Ella no hizo ni el menor movimiento, sus labios conservaron su sonrisa, su rostro, su serena expresión.

—No tiene más que sangre —murmuró—, en su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima! ¡Yo creí que me adoraba!

Contemplando a la joven, no vio venir al pastor seguido del caballero anciano, del que paseaba con él y de otros dos hombres.

—¡Por fin los encontramos! —exclamó el que Salvador llamaba padre de Aurora—, allí los veo.

—¿Y dice usted que son dos locos que se han escapado de la casa donde por orden de sus familias los tenía usted con otros enfermos de la misma clase? —preguntó el pastor con trémula voz.

—Sí, mientras acudíamos a otro demente que estaba en un acceso de furor, han huido sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se hablasen, porque padecían el mismo mal, eran dos locos de amor; temía graves consecuencias si se reunían alguna vez.

—Por fortuna llegamos a tiempo —dijo uno de los criados—, mírelos usted allí, señor doctor, parecen tranquilos.

Antes de aproximarse al loco vieron el horrible desenlace de aquel drama.

—¿Qué has hecho, Aurelio? —preguntó el anciano acercándose al supuesto Salvador, nombre del amante de la niña.

—Ver el corazón de Aurora —contestó impasible—, pero su amor era un sueño, no he hallado mi imagen en él.

—¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre niña! ¡Infortunada Clotilde!

—Se llamaba Aurora y era mi amada, la que tú, su infame padre, me negaste en matrimonio porque no era rico.

Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos criados se lo impidieron.

—Sujetadle —ordenó el compañero del anciano, que era un médico más joven.

A viva fuerza se llevaron al demente; mientras los dos sabios conducían el inanimado cuerpo de la niña.

El pastor contempló los dos grupos con su mirada estúpida y oyó la extraña orden que daba el viejo a los demás:

—La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula.

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Autora: Julia de Asensi. Título: Relatos de amor y desesperación. Editorial: uvebooks. Venta: Amazon, FnacCasa del Libro.

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