La furia del Kolibri, de Cristina Redondo, es un relato estremecedor: de un momento histórico y también de nosotros mismos cuando, a fuerza de convivir con el horror, dejamos de sentir escalofríos.
Pido permiso para hablar de esta novela empezando por el final. No la destriparé, no. Me refiero al fin de su final, a lo que viene después del último punto. Es decir, a lo que sucede cuando el lector llega a la página en blanco que sigue a la página en la que todo termina: que necesita lo que se necesita cuando se leen grandes obras, un tiempo de reflexión para llegar a la conclusión de que acaba de leer una novela rotunda. Y redonda.
Si la contamos solo a través de su hecho original, quiero decir el que da origen a todo, es la historia de un anciano en coma al que no le ha dado tiempo, antes de caer en la inconsciencia, de explicar a su familia que tiene un helicóptero robado, modelo Fl 282 Kolibri, enterrado en el jardín de su casa de Madrid.
Pero, a partir de ahí, lo que se suceden son, además de hechos rotundos, retrocesos y avances en un tiempo que fue tan rotundo como sísmico y del que asusta pensar que pueda volver a ser.
El mecánico Hans Spranger, que salió de Alemania en 1945 cargado con la aeronave desmontada a piezas, recorre el territorio de una Europa convulsa, la de la Segunda Guerra Mundial y la de los años inmediatamente anteriores, y también la España de la posguerra, el país más adecuado (posiblemente el único) para acoger en aquellos años atroces a alguien acostumbrado a decir «heil, Hitler» en lugar de «buenos días».
Cristina Redondo nos enseña a un Hans niño que pasa de no entender «qué tipo de violencia le arranca a un hombre el deseo de asestar un puñetazo o darle un navajazo a otro hombre» a convertirse en «un niño con dos cabezas», «la figura inventada de un libro de fantasía protegido por un poder que me conocía mejor que yo mismo». Describe a un joven inducido a «pensar qué lugar ocupo yo en todo este universo, averiguar para qué me quiere mi país, y cómo puedo servir a mi padre y a Hitler». Le despierta el recuerdo de su hermano Günter, que «se alistó por un empeño bastante confuso que identificaba patria con poesía». Y consigue que su personaje termine creyendo que «la obediencia hace libre al ser humano» y que el Mesías Führer salvará al pueblo alemán, porque, si «promete dinero en los bolsillos, pan en la mesa, un fin común», lo cumplirá y todos gritarán: «Bravo. Bravo. ¡Bravo!».
El Hans de Cristina Redondo, desde su coma y su memoria aprisionada, nos lleva a todos hoy, menos de un siglo después, a lugares conocidos y cotidianos. Demasiado conocidos. Y ojalá no vuelvan a ser demasiado cotidianos.
La autora describe con agudeza el camino que anduvieron las gentes corrientes, los hombres y mujeres de un país corriente, residentes en calles normales con vidas normales, hasta llegar a creer y respaldar ciegamente a un salvador que les convenció de que su vecino debía dejar de ser su vecino y de que, para distinguir a los buenos de los monstruos, había que coserles al alma estrellas amarillas.
Y de que combatir a los monstruos les convertía a ellos, seres corrientes, en excepcionales, «hombres y mujeres valientes» al servicio de un bien mayor, aunque nadie supiera cómo de grande iba a ser ese bien exactamente.
Y de que los que se aferraban a ideales de otros tiempos en los que la vida humana se respetaba y por eso se rebelaban, y se escondían, y conspiraban, esos tristes traidores a la patria que no creen que la patria sea lo que a cada salvador se le antoja que sea… esos habían dejado de ser los normales de ayer para convertirse en los extraños de hoy.
Y de que las «noticias confusas» no eran más que «artimañas del enemigo para hacernos creer en crueldades imposibles».
Y de que, en definitiva, todos a una, como pueblo sin fisuras, estaban obligados a tomar partido «por algo tan prosaico como decidir entre la vida y la muerte».
Tantas formas de persuasión juntas fue lo que hizo que las gentes normales de un país normal se dejaran arrastrar por una corriente de la que no fueron capaces de apearse ni siquiera cuando se aproximaban al salto de la catarata. Y al mundo entero, que hasta entonces era normal, con ellos.
Hay más, mucho más en esta novela redonda.
Sobre todo, hay una extraordinaria labor de investigación por parte de la autora, que buscó asesoramiento y dedicó muchas horas a intentar comprender los intestinos de los helicópteros, no solo del Kolibri, para llegar a enamorarse de ellos al igual que lo hace Hans, porque solo así, vistiéndose con la piel de un personaje, es como los grandes escritores hacen verdad con sus novelas.
Pero no solo hay datos. También hay pasión y desengaño, hay soledad y melancolía, hay tristeza, hay muerte y hay vida. Hay mucho amor. Desolado a veces, profundo siempre.
Del mismo modo en que hay ternura, como la que inspira la figura de ese alemán introvertido que riega con aceite en lugar de agua la tierra de su jardín bajo la que descansa un Kolibri desmembrado. Ingenuidad alegre, como la de la hierbatera que le cuida y habla con el enfermo en sueños. Incomprensión, como la de unos hijos que no conocieron de verdad a su padre pero le acompañan en su última cama. Y deseos incumplidos, fidelidades, traiciones, júbilo y desencanto.
Hay de todo y mucho más. Es una novela redonda y rotunda, escrita para acertar en la diana, porque a Cristina Redondo las palabras le vuelan de los dedos como dardos bien dirigidos y lo hacen con alta literatura que convierte en placer la lectura de cada página.
Pero, de regreso a su columna vertebral, y perdón por la insistencia, lo que hay a lo largo y ancho de todas esas emociones juntas, desde la primera a la última línea y recorriéndolas como latigazo eléctrico, es un escalofrío. La sensación desasosegadora de saber que nosotros, personas normales y corrientes, cuando nos acostumbramos a convivir con el horror, dejamos de sentir escalofríos.
Y eso es lo escalofriante.
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Autora: Cristina Redondo. Título: La furia del Kolibri. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros y Amazon
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