Ella es Mara Martín, la semana pasada fue Ada García y la que viene quizás sólo sea María. A diario, muta como sus mil y un nombres y con cada cambio pierde su identidad. Ya no se reconoce, no sabe quién es, aunque hay algo mágico en su figura etérea. Es una y varias a la vez, un ser omnisciente y omnipotente que posee el don de la ubicuidad. En pocos minutos atraviesa de Europa hacia América y viceversa, o va de Madrid a Barcelona, de Navarra a Murcia. Recorre por los acantilados del mar Cantábrico y cruza las islas Baleares hasta Canarias. Con facilidad, bordea la ribera del Duero hasta las fronteras con Oporto.
Ha tratado con seres extraños, lúgubres, divertidos, irónicos, grotescos, serios o risibles como sus nombres y apellidos: Justo Cantalapiedra, Tomás Buenos Vinos, Eras Vicioso, Soloaga Tejas, Suplicio del Bosque, Deseado Toro Cruzado, Chamizo Llamas, Zoilo Guarro, Santos Monge, Marino de la Costa. Ha charlado con extravagantes, calculadoras, celosas, impositivas y caprichosas señoras de inverosímiles nombres: María Amor Estrellado, Lía Mata Serrano, Amable Brusca, Dolores de la Cruz, Olvido Troya, Diosdada Muelas, Maripaz Guerra.
Sin saberlo ha buscado a personas enfermas, presas o fallecidas y la dureza de las respuestas ásperas son reflejo del dolor y la crispación actual: “Asunción Sastre no puede responderle, se fue con la pandemia”, “Marino Arribas subió al cielo”, “Libertad Hurtado está entre rejas”, “José Labrador fue desahuciado de esta tierra”, “A Hornera Buena, un pan de Dios, se la llevó el Covid”. “No me ofrezca nada, que estoy en una residencia”. “Este mundo virtual no es para mí”. “No estoy para nadie, déjeme en paz”. “Soy viejo, no tonto”. “¡Estamos en guerra y usted me ofrece un paraíso!”.
Ha conocido a personas de todas las edades, etnias y nacionalidades, en busca de un espacio o un sueño inalcanzable por el que han hipotecado sus vidas. Los ha oído preguntarse si se trabaja para vivir o se vive para trabajar. Ella ha sido el muro de lamentaciones, quejas y quebrantos de individuos enojados, preocupados, hartos, estresados, indignados, endeudados y empobrecidos, instalados en el universo de insatisfacción e incertidumbre: “Dígame, ¿qué más tengo que pagar?, ¿aún debe mi hijo?”. “De mujer a mujer, no me mienta nada, ¿qué deuda tiene esta vez mi marido?”. “Les he confiado todo mi salario y me han defraudado”. “Espero que no me cobren más comisiones”. “Qué pesadilla, no puedo acceder al cajero”. “¡Prefiero usar mi cartilla de toda la vida!”. “No quiero navegar en este mar de incertidumbre”. “¿Qué más quieren quitarme, si ya estoy hipotecado?”, “¡oiga, necesito una persona que me atienda, no una máquina!”.
Aunque ella viste una coraza impenetrable, la retahíla de frases la lastiman y no la inmunizan contra la injusticia, el enfado, el descontento y la indignación, pese a las máscaras de amabilidad y cortesía que lleva puestas. Ha aprendido a vivir en una sociedad globalizada y consumista que engulle al más débil e indefenso. Su empatía le recuerda su propio sacrificio, la resistencia para soportar las incansables jornadas de trabajo, las privaciones, los malabares para estirar el sueldo y auto contentarse con optimismo: “Sí, trabajo es trabajo y hay que aceptarlo”. “En tiempos de pandemia el teletrabajo es una salvedad”.
Revestida de esta apariencia sobrenatural y de sus tentáculos, ha atravesado las puertas blindadas, vigiladas y amuralladas de empresas nacionales o multinacionales que pregonan calidad. Grandes y medianas compañías que compiten con deslealtad en productos y servicios. Monstruos gigantes, vestidos de corderos que ofrecen atractivas y convincentes ofertas y facilidades en el mundo virtual y digitalizado. Aves de rapiña que merodean alrededor de la devastada economía del cliente.
Ella es un ser híbrido, una máquina-humana que todo lo ve, lo oye y que habla con humanos y otras máquinas. Su repetitivo discurso, sin pausas ni inflexiones, debe ser perfecto, aunque le falte el aire para terminarla. No debe atascarse, enseguida aparecerá a su lado un centinela que, con sólo mover el dedo, la sacará de su habitáculo y la llevará a su despacho, ante la mirada de todas las demás. Sin decir palabra, la flagelará con la mirada y le entregará unos cascos, mientras la bestia expele un veneno que le quema los oídos hasta dejarla exhausta. Al retornar a su reducido espacio, su cuerpo-máquina flaquea, pero no debe, no puede parar… En su cabeza retumba el eco: más llamadas, más trabajo, más cantidad, más calidad. Se pregunta, ¿calidad? ¿Puede haber calidad en aquel trato inhumano, el ambiente saturado, el horario extenuante, el trabajo repetitivo, las preguntas invasivas, la culpa que la persigue, el temor de no alcanzar los objetivos, el aire enviciado, los ínfimos minutos de respiro sobresaltado, las horas mal remuneradas, las campañas abrasivas y aquellos nombres sin identidad?
Sí, ayer fue Eva Marín, mañana no sabe quién será. Aunque posee atributos prodigiosos y todo parece fascinante en las pantallas, una profunda desazón la invade y como un galeote siente el latigueo en las espaldas para remar más rápido en el mar incierto de la vida. ¡Avanzar, avanzar sin parar!, al compás de los tambores de guerra, del reloj, del timbre, del teléfono, del ordenador, del cliente, del coordinador, de la bestia, de la empresa, de los monstruos.
Ahora, ella es esclava de esta inmensa galera ciberespacial y quizás nunca recupere su verdadera identidad.
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