Babelia revisa la generación del 27 en su noventa aniversario, cuestionando su discurso exclusivamente masculino, y denunciando el frecuente olvido al que se ven sometidos los «epígonos» como Altolaguirre o Prados.
Se cumplen 90 años de aquel lejano 1927 en que unos jóvenes poetas se reunieron en Sevilla para homenajear a don Luis de Góngora. Tal vez atacada de alguna aluminosis posmoderna, la exitosa generación del 27 es un edificio histórico que necesita reformas. Una de las reformas sociológicas más demandadas en la actualidad pasa por la incorporación de las mujeres que convivieron con los nombres clásicos de esa generación, cuyo canon lo componen Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y Gerardo Diego. Son ocho poetas, todos varones, ni una triste mujer en la nómina. La generación del 27 consagró un discurso masculino. Esas mujeres injustamente orilladas serían, entre otras, Ernestina de Champourcin, Josefina de la Torre o Concha Méndez. Otra reforma en el edificio tuvo lugar hace ya unas décadas cuando, al pairo del éxito del modelo generacional, se quiso abrir la nómina a prosistas, cineastas o pintores, y allí estaban los nombres de Bergamín, Buñuel o Dalí. Esa apertura cabría hacerse ahora con mujeres como Maruja Mallo, María Zambrano, María Teresa León o Rosa Chacel. Claro que ni Buñuel ni Dalí necesitan empujón historiográfico ninguno y la actualidad de su obra goza de buena salud. Pero aún hubo una tercera reforma, y esa es casi la que produce más ternura. La tercera reforma es aquella que se fija en lo que se dio en llamar “los epígonos del 27”, a saber, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, Mauricio Bacarisse, Juan Larrea, Fernando Villalón o José María Hinojosa.
De modo que el edificio histórico y pedagógico de la generación del 27 reclama una ampliación de sus dependencias, más habitaciones y más ventanas y más salas de baile. Reclama una ampliación de capital. Y eso sí encierra una despiadada paradoja. Porque si uno observa en las webs de las librerías españolas la presencia de la obra de los poetas canónicos del 27, deberá concluir que sólo existe un poeta en activo. Y ese poeta es Federico García Lorca. Le sigue en demanda de su obra Rafael Alberti y con un solo título: Marinero en tierra. Los demás sobreviven en ediciones escolares, y casi todos bajo la forma de la antología, y con una presencia discreta más allá de la esquelética enseñanza de la poesía en los colegios e institutos españoles. Por tanto, esa ampliación del edificio, tan exigida por los profesionales de la literatura, casi obedece a un espíritu de especulación urbanística de carácter ocioso. Pues pocos lectores van a comprarse un piso en esa nueva urbanización que bien podría llamarse Generación del 27, Segunda Fase. Ya hace un tiempo José-Carlos Mainer adjetivó a los poetas del 27 como generación SL (sociedad limitada) para colocar la lupa precisamente en la inmovilidad canónica del edificio. Esa inmovilidad SL parecía dar robustez a la historia de la literatura española contemporánea. La generación del 27 era un edificio sólido. Cabía aprenderse los ocho nombres de los poetas con fe ciega. Incluso en los manuales de literatura se facilitaba una norma nemotécnica, que se basaba en clasificarlos por parejas: Lorca/Alberti, Salinas/Guillén, Cernuda/Aleixandre y Alonso/Diego.
La justa demanda de extender la generación del 27 a las poetas tiene que ser forzosamente un sumatorio, pues no sería de recibo quitar a Luis Cernuda para colocar en su lugar a Ernestina de Champourcin, eso si nos importa la poesía, que a lo mejor tampoco nos importa tanto la poesía como culpabilizar una historiografía descaradamente masculina. En todo caso, el alargamiento de la lista generacional lo acabará sufriendo el alumno de la ESO, que será finalmente a quien le toque aprenderse de memoria a la ilustre cofradía ya reformada para sacar en el examen correspondiente un deseado 5 que le abra las puertas de nadie sabe qué.
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