Me pilla la noticia con un libro entre manos que la ilustradora Ilu Ros acaba de publicar en Lumen, y que lleva por título Federico. Permitan que me detenga aquí un minuto. Su rotundo encabezado ya da pistas sobre lo que vamos a encontrar en el interior: la vida del poeta García Lorca, desde su nacimiento hasta su asesinato en agosto del 36, salpicada a lo largo de las páginas desprendiendo una ternura maravillosa. Utiliza la autora para armar el relato fragmentos de las obras lorquianas, entrevistas tanto al propio Federico como a la gente que lo rodeaba, alocuciones, discursos y narraciones varias. Pero lo que realmente dota a la obra de la ternura ya significada renglones atrás es la imagen. La vida y sus retazos los refleja Ilu Ros con unas ilustraciones poderosísimas. Véanse, por ejemplo, un grupo de mujeres vestidas de negro, con el rostro tapado por el velo; un hombre maniatado bajo la figura amenazante de un Guardia Civil; las calles de Fuente Vaqueros bajo la luz de la mañana; una mujer que amamanta; un carro que recorre los caminos; un piano cuyas notas se deslizan por la página.
Decía que, enfrascado en esta lectura de imágenes, recibí la noticia: un artista italiano llamado Salvatore Garau ha vendido una estatua invisible por la nada desdeñable cuantía de quince mil euros. Ha ocurrido en la casa de subastas de Art-Rita, y el comprador se lleva, además de «la nada» en forma de arte, un certificado donde se afirma que ha de colocar la escultura en un lugar con tal dimensión mínima y tales condiciones climáticas y térmicas. Hay una generación de artistas que apuntan a esta vanguardia: lienzos cortados, urinarios descolgados, cajas de zapatos vacías, crucifijos sumergidos en orina, una cama deshecha, y así con otras obras tan inauditas como incomprensibles. Pienso en ARCO, donde entre algunas obras meritorias se cuelan lechugas por cincuenta y cinco mil euros o una garrota marrón por seis mil.
¿Y qué pinta Lorca en todo esto?, se preguntará el lector. Bueno, pues pensaba en él, que pisó los años donde la vanguardia se desplegó con más fuerza, donde los ismos colonizaron el arte y tantos relatos hacían equilibrios como un funambulista por la delgada línea entre el surrealismo y el ridículo. Se produjo eso que Ortega llamaría la deshumanización del arte, es decir, los creadores alejaban la cultura del pueblo: cuanto más incomprensible, cuanto más dedicado a las élites, más exitoso. Federico, que coqueteó con todas estas vanguardias, pasará a la historia de la literatura precisamente por lo contrario: su arte toca la fibra más humana, está hecho para todos, y en esa universalidad radica su carácter intemporal. La mujer que amamanta, el carro que no se detiene, el piano que no se agota. Es exactamente esa ternura reconocible por cualquier lector la que capta Ilu Ros de mano maestra. Reivindico desde esta columna la necesidad de arrebatarle la cultura a la élite. Quitársela a esos que, como en el traje nuevo del emperador, creen ver el arte que nadie ve en una escultura invisible.
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