En 1902, cuando Jack London (1876-1916), que estaba a punto de publicar La llamada de la selva (1903), El lobo de mar (1904) y, sobre todo, Colmillo Blanco (1906), visita la capital inglesa con la intención de escribir, según sus propias palabras, “una apasionada crónica de los bajos fondos londinenses”, hacía unos pocos años que Jack el Destripador, que actuaba justo en el mismo barrio en el que el escritor estadounidense asienta su cuartel general, había sumido a la humanidad en unos de los más indescifrables misterios de toda su historia.
Entre el verano de 1888 y los últimos meses de ese mismo año, un tipo alto, rubio, vestido, según el testimonio de algunos testigos, de manera andrajosa, puso en jaque a toda una sociedad londinense, que tenía como mayor consuelo el que las atrocidades de ese ser desconocido y sin alma que extraía con la destreza de un cirujano los corazones de sus víctimas, sólo actuaba en el barrio de Whitechapel, zona destinada a la clase baja, a los desheredados, a ese lumpen que la sociedad mantiene lo más alejado posible para no mostrar públicamente sus miserias, su mayor fracaso.
El libro de Jack London es una de esas inquietantes obras que ponen muy mal cuerpo al lector. Es cierto, sin embargo, que el autor se esmera para no dar la impresión de legar unas páginas cargadas de resentimiento y, al mismo tiempo, de denuncia, tratando en todo momento de ser lo más neutral posible, convirtiéndose en una especie de cámara objetiva, justo en los años en los que nacía el cine. Pero es imposible. London es un ser humano y no puede evitar sucumbir al dolor y la compasión. A los veintitantos años aún no se está preparado del todo para las emociones fuertes.
La metodología que emplea London en su investigación no puede ser más sencilla y, al mismo tiempo, más moderna, como si se tratara de un periodista del siglo XXI recién graduado. Empujado por el deseo de ver las cosas por sí mismo, con una mentalidad semejante a la de un explorador o un reportero, se adentra en ese territorio comanche donde la vida de un hombre no vale ni un solo penique. Se viste con las mismas zarrapastrosas ropas de quienes le rodean, trata de ganarse su confianza, conversa con ellos, escucha con atención sus quejas, asiste a los mismos comedores especialmente habilitados para pobres, donde se desayuna un trozo de pan con pasas, una fina loncha de queso y un tazón de aguachirle, y yace, en una habitación en la que los roedores campan a sus anchas, sobre una exigua cama en donde se duerme por turnos. Sólo de ese modo es posible obtener los resultados que nuestro personaje pone en manos de su editor.
Jack London, casi contemporáneo de nuestro Pérez Galdós, parece un fiel seguidor de las doctrinas filantrópicas de don Benito, quien en su Fortunata y Jacinta avisa de la necesidad de ser indulgente con la miseria “y otorgarle un poquitín de licencia para el mal”, dejando claro que la pobreza, en cualquier caso, no tiene por qué ir ligada a la deshonra. No pasan inadvertidas las citas que van al frente de cada uno de los capítulos en los que se divide la obra. Autores, en su mayoría, muy representativos, como Goldsmith, Carlyle u Omar Jayam. Pero, al mismo tiempo, da entrada a otros menos conocidos en la cultura europea, como el teólogo y abolicionista estadounidense Theodore Parker, quien, en apenas una sola línea, pone el dedo sobre la sangrante llaga: “Inglaterra es el paraíso de los ricos, el purgatorio de los sabios y el infierno de los pobres”.
Jack London pone todo su ingenio e inteligencia al servicio de un texto que, de ningún modo, quiere que se le vaya de las manos y se convierta en un panfleto, en una incendiaria y reivindicativa soflama política. De ese modo, es capaz de ofrecernos ciertas imágenes y metáforas de enorme belleza, como sucede en el cierre del capítulo tercero, “Mi alojamiento y algunos otros”, donde concluye: “Las casitas de campo se dividen y se subdividen en numerosas viviendas y la negra noche de Londres cae sobre ellas como una gran mortaja”.
El panorama que nuestro escritor tiene ante sí le mueve, con cierta frecuencia, a la ironía y al humor negro, que no falta en estas páginas cuando, por ejemplo, asegura que, al menos, los baños sí estaban asegurados en esta parte de Londres donde llueve casi a diario. Jack London, de vez en cuando, se ve en la necesidad de echar mano de las socorridas estadísticas que, ya en los albores del siglo XX, espantan a los ciudadanos y agudizan el ingenio de esos políticos que aprenden a manipularlas. De igual modo, las reiteradas y ociosas comparaciones con la realidad idílica que nos pinta del pueblo estadounidense, es, probablemente, lo más discutible de esta exhaustiva y brutal crónica en la que London termina por poner en duda la propia existencia de Dios, que permite que casi medio millón de criaturas se mueran miserablemente “en el fondo de esa fosa social llamada Londres”.
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Ilustración de Axier Uzkudun
Título: La gente del abismo. Autor: Jack London. Editorial: Gatopardo ediciones. Páginas: 280. Traducción: Javier Calvo.
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