Otro treinta y uno de agosto, el de 1935, hace hoy ochenta y siete años, un picador de la mina de Tsentrálnaya-Írmino, en las inmediaciones de Kádievka, una ciudad del Dombás tan triste como toda la Ucrania soviética, está a punto de convertirse en un prócer del estalinismo, todo un héroe socialista del trabajo. Eso sí, pese a que en la patria del proletariado nunca cometen errores y todo marcha a la perfección, Alekséi Grigórievich Stajánov, el paladín de la mina que vive su momento estelar tal día como hoy, habrá de esperar hasta 1970 para recibir la última, pero para él la más preciada, condecoración que le distingue como a uno de los grandes héroes de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Los años 30, que, ya al final, tendrán su colofón en la Gran Purga, se vienen perfilando como la década prodigiosa del estalinismo. Sus perversas policías políticas —la GPU primero, la NKVD después— llevan deteniendo a la gente por cientos de miles —casi siempre a antiguos camaradas, comunistas a carta cabal— desde 1930. El terror de Stalin ha sumido al país en el pánico y la delación. Hasta los antiguos bolcheviques tienen miedo de los comisarios del pueblo, de los comisarios políticos, de los comisarios de la NKVD. Los mismos policías acabarán muriendo a manos de los nuevos policías cuando las alimañas del Kremlin adviertan las proporciones alcanzadas por el festín de sangre que han ordenado y quieran deshacerse de sus verdugos.
En Ucrania, los rigores del Zar Rojo han sido aún peores: hay que sumarles las hambrunas, provocadas deliberadamente por el pastor de las masas en la siempre levantisca tierra de Néstor Majnó. El pan, si hay heno, es de heno. Completa la dieta el korzheke, una torta que se hace sin aceite en la sartén. En invierno, las albóndigas de forraje, porque el forraje es más sabroso que lo demás. En Ucrania, la famélica legión a la que se canta en La internacional tiene aún más hambre que en cualquier otro lugar. A partir de marzo del 31 se detuvo a diecinueve mil individuos acusados de antirrevolucionarios. La suerte de la mayoría es fácil de imaginar. Ya en junio, comenzaron las deportaciones de familias enteras a otros lugares de la URSS. Ante ese panorama, no falta quien considera que la estupidez —por así llamar a la exaltación del trabajo a destajo que viene a ser la gloria de un ucraniano como Stajánov— sucede al crimen. Pero un minero del Dombás es el nuevo héroe del trabajo socialista y el camarada Stalin ordena su encumbramiento.
Filmado mientras pica en la galería con el martillo neumático, los planos que le muestran en plena faena integran los noticieros que llegan hasta el último rincón del país. La voz en off que acompaña esos reportajes cuenta la historia del nuevo paladín. Nació en 1903 en Lugovaya, un pequeño pueblo de Livensky Uyezd, una antigua unidad administrativa del imperio ruso. Tras unos primeros trabajos, ahorró suficientes rublos como para comprarse un caballo y regresar al solar natal. Pero en aquellos primeros empleos descubrió al proletariado industrial y decidió unir su suerte a la de ellos. En 1927 empezó a trabajar en la mina en la que, ocho años después, habría de vivir su momento estelar y contribuir con éste a la década prodigiosa del estalinismo.
Engrandecido por el culto que empieza a rendírsele, Stajánov redobla su entusiasmo al aplicarse en la faena y el nueve de septiembre bate su propio récord del pasado treinta y uno extrayendo, él solo, doscientas veintisiete toneladas de carbón. Su entrega a la faena le convierte en un ejemplo a seguir por todos los trabajadores. Uno de sus émulos, Nikita Izótov, habrá de superarle el nueve de febrero del 36 al extraer seiscientas siete toneladas de carbón en una sola jornada laboral. Para entonces, el estajanovismo —es decir, el aumento de la productividad laboral a iniciativa de los propios trabajadores— es uno de los mayores orgullos del estalinismo. En todas las fábricas se crean competiciones entre los trabajadores para mejorar la productividad. Con el tiempo, estos hombres de mármol —que llamará Andrzej Wajda a uno de los polacos— serán los paladines de todos los países socialistas.
De momento, el esfuerzo de Alekséi Stajánov y su adecuación a todas las industrias de la Unión Soviética, en noviembre de 1935 será objeto de un congreso en el Kremlin. Incluso en Estados Unidos, la patria del capitalismo, el picador de la mina de Tsentrálnaya-Írmino será merecedor de la portada del número de la revista Time fechado el dieciséis de diciembre de ese mismo año.
Ya en el 36, el nuevo héroe del trabajo cursará estudios en la Academia Industrial de Moscú. Tras su gloria, el último domingo de agosto será declarado el día del carbón. Mientras el estajanovismo resulta determinante para los esfuerzos que requiere la Gran Guerra Patria —la que libra la URSS contra Alemania dentro de la Segunda Guerra Mundial—, Stajánov dirige la mina 31 de Karagandá (Kazajistán). Diputado del Soviet Supremo, entre el 43 y el 57 se desempeñará en el ministerio de industria soviético.
Muerto Stalin en el 56, su sucesor, Nikita Jrushchov —mucho más comedido— recelará de cuantos encumbró el estalinismo. Así las cosas, el héroe del trabajo socialista se verá obligado a abandonar su apartamento moscovita, como los del resto de la élite, y a regresar al Dombás. Eso sí, nadie le quita las dos órdenes de Lenin, y la de la Bandera Roja, de las que ha sido merecedor. Pero la condecoración más anhelada, la Medalla al Héroe del Trabajo Socialista, no llegó hasta 1970.
Murió en el 77. Ya en las postrimerías de la URSS, en el 85, se emitió un sello de correos recordándole. Para entonces, el estajanovismo, entre los propios trabajadores soviéticos, era un desatino del pasado, una gloria del estalinismo. Así se escribe la historia.
Apropiada la efemérides, hoy que ha muerto Gorbachov. ¿Qué hubiera pensado Stajánov si llega a vivir hasta 1990?
El sueño de la sinrazón también produce monstruos.