A veces me encuentro una serpiente sin cabeza. Hoy ha sido en el aljibe verde, enroscada en las hojas flotantes del otoño: lacia, brillante, inservible, jirones de carne donde estuvo el cerebro motor. Sé quién le ha hecho eso. Sucede al lado de casa. Justo fuera de los muros. O entre los mirtos del porche. Le come la cabeza y luego la arroja al aljibe. Desde el tejado seguramente. El bocado que acaba con los sentidos y el posible contrataque. El resto del cuerpo se puede tirar.
Si acaso nos despiertan, el globo de los sueños se detiene arriba de aquel cuerpo —tan elegante como escurridizo—, sin verlo. Y luego, cuando volvemos a dormir, los sueños continúan su ruta hacia el firmamento mientras la gineta vuelve a cazar: ratones asustados, ratones relámpago que exhalan su carrera sobre las tejas. Pájaros agazapados en la noche.
Esa fue la primera vez. Oí el grito del ave. Agudo, repetitivo, desesperado. Una llamada de auxilio y una despedida aferrada a la vida. Salí hacia el sonido dejando atrás la casa. Solo unos metros, pero unos centímetros bastan. Enseguida, con los gritos, un gruñido de advertencia, intermitente, feroz. Me detuve. Imaginé el pájaro en su boca, atrapado allí donde se inmovilizan las alas. Sucedía en la oscuridad. Donde solo ella ve.
Muchas veces sé que está más allá de la ventana donde escribo. Va a estar o ha estado. Antes del amanecer. Yo subo cuando Orión alza su luz entre Sirio y Júpiter, y las Perseidas indican el camino de la espiral. La gineta, sobre las tejas, debajo de mi torre. Si me asomo, se oculta. Su larga cola anillada acaricia la pared de mis muros. Veré sus huellas, veré sus excrementos. Caerá en mi trampa fotográfica.
Una vez la descubrí entre las hojas del parral. Se acercaba sobre una de las vigas del porche atraída por la madurez de las uvas, que convoca otras criaturas comestibles. No hay animal más hermoso: alargado en una gracia ágil y acrobática, un pelaje de nácar asperjado de sombras. La cabeza pequeña donde los ojos concentran la combustión de lejanas constelaciones; la pantalla de las agudas orejas atenta a los sonidos que están al otro lado del aire.
Otro día se frotó contra las rejas de la ventana. No se asustaba de la luz encendida en el interior. Ni de que la miráramos fascinados desde el otro lado del cristal. Disfrutaba de estar en otra dimensión, visible pero inalcanzable, lúdica y mágica, capaz de hacerse invisible en cuanto amagáramos con salir. Sentí el anhelo de vivir una libertad semejante.
La primera serpiente que encontré era mucho mayor. Tirada sobre el camino, le faltaba la mitad, la parte superior. La que muerde, la que piensa. La que ordena el siguiente movimiento de los músculos sabrosos. Donde brillan los ojos que concentran la energía del sol.
Eso basta para ver en la noche. Y ahora entiendo por qué la gineta se alimenta de cabezas. Para ver más aún. Para concentrar el sol en la mirada. Para transformar en nitidez la reacción nuclear de las estrellas. Para aguantar, en la fiera energía interior, la lluvia que cae desde mucho antes de amanecer.
Se recoge sobre sí misma en su refugio. Su pelaje, en contacto con la tierra olorosa, le proporciona calor, un latido dulce, casi en quietud.
Espera. Sabe que otra serpiente está escondida. Sabe que mañana irá a cazar ratones en las tejas. Sabe que nosotros estaremos dormidos. Sabe que nuestros sueños la sentirán. Y que eso es lo máximo que conseguiremos de ella.
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