Para mi hija Nereida, por sus luces virgilianas
¿Quién no quisiera tener un mosaico romano en su jardín o en una de las paredes de su casa?, ¿quién no ha realizado un viaje al Louvre, o soñado con hacerlo, para contemplar el bello rostro de Antínoo?, o ¿quién no ha sentido una emoción estética, de índole espiritual, al contemplar en el museo del Capitolio las ubres nutricias de la lupa capitolina, que con maternal generosidad todavía amamanta la epopeya europea? Y, para terminar con tantos retóricos interrogantes, ¿quién no ha deseado perderse por los hexámetros de la Eneida para reencontrarse como digno legatario de la estirpe de Eneas?
En la Eneida se produce un hecho asombroso que forma parte de la magia de la literatura, y es que su personaje central —Eneas— es homérico, está sacado de la Ilíada. Leyendo sus pasajes parece que Homero sabe, o intuye, que Eneas esté llamado a un destino más grande que el de defender, junto a Héctor, las murallas de Troya. Ya en la Ilíada Eneas destaca por su carácter reflexivo, tan distinto al de los belicosos aqueos, así como por su piedad. El propio Homero se encarga de resaltar estos rasgos en sucesivas acciones, como cuando Diomedes mata a Pándaro, y Eneas, en lugar de ponerse a salvo, salta de su carro de combate para defender como un león, rodeado de enemigos, el cadáver de su querido amigo (vv. 229-301). Este episodio es relevante no solo porque el héroe troyano resulte herido por una enorme piedra que le lanza el formidable Diomedes, sino porque en ese lance se subraya la protección y el favor de los dioses con el que cuenta Eneas, simbolizado en su madre Afrodita, que incluso resulta herida en una mano por Diomedes al interponerse entre ellos con su velo salvador. Como señala Valentín García Yebra: «Esta derrota de Eneas sirve para realzar lo que constituye su gloria: el privilegio de haber sido elegido por el hado, que aquí se identifica con la voluntad de Zeus, como inaugurador de un nuevo reino, en el que sucederán a Eneas sin interrupción los hijos de sus hijos».
Esta acción de guerra la vuelve a utilizar magistralmente Virgilio en el libro undécimo de la Eneida, desde la perspectiva del Diomedes (v.v. 509-525), quien se niega, por su traumático recuerdo, a integrarse con los aliados de Turno para enfrentarse de nuevo a Eneas.
Como puede deducirse, son muchas las implicaciones y las deliberadas simetrías con las epopeyas homéricas. De hecho, los seis primeros libros donde se narran las vicisitudes del viaje a Italia contienen algunos deliberados paralelismos con la Odisea, mientras que los seis libros finales, relacionados con la guerra, mantienen ciertas analogías con los belicosos avatares de la Ilíada. Este influjo homérico en la obra de Virgilio se ha analizado exhaustivamente por especialistas de diferentes épocas, y seguirá analizándose, incluso tan maliciosamente como en tiempos de Virgilio. Pero la Eneida, huelga decirlo a estas alturas, no es una obra vicaria de las epopeyas homéricas, sino muy al contrario. Ya el propio Voltaire comentó en su tiempo: «Si Virgilio es obra de Homero, es sin duda su mejor obra»; y, más recientemente, el reconocido especialista en el vate latino J. W. Mackail dijo sobre la Eneida: «Con todo lo que debe a la Ilíada y a la Odisea, es, no menos que ellas, una unidad orgánica y una obra maestra original de arte creador».
Reino de Cordelia acaba de editar una nueva edición de la Eneida, con ilustraciones de Federico del Barrio y traducción de Luis T Bonmatí, quien ha sabido transmutar con pulcritud los hexámetros virgilianos en afortunados versos endecasílabos. Una preciosa edición bilingüe, una verdadera joya editorial, tan cuidada formalmente como rigurosa en sus contenidos; aunque he de manifestar mi desacuerdo con la faja promocional del libro, cosas del marketing supongo, en la que puede leerse rimbombantemente: «Nos ha costado más de 2000 años lograr que te diviertas leyendo la Eneida». Yo creo que en todo caso llevamos dos mil años, y que llevaremos otros dos mil más, sin que deje de divertirnos, de emocionarnos y de aleccionarnos la Eneida, como demuestran las ejemplares traducciones que anteceden a la de Luis T. Bonmatí y los numerosos estudios que ha suscitado y seguirá suscitando esta eterna obra.
Se cuenta, y en eso fundamenta su novela Hermann Broch —La muerte de Virgilio (1945)—, que el tímido Virgilio quiso conocer personalmente algunos de los lugares en los que transcurrían las acciones de su libro, para aquilatar las correspondencias y analogías de su escritura. Pero en el precipitado viaje de regreso, tras su encuentro con Augusto en Atenas, cayó gravemente enfermo, por lo que en Brindisi encargó a sus legatarios que quemasen los manuscritos de su Eneida (inaugurando la inveterada tradición de escritores que quisieron destruir su obra, pienso, entre otros, en Byron, Gogol, Emily Dickinson, Kafka y Nabokov), al percatarse de que no podría culminarla como deseaba. Virgilio, que había seguido un meticuloso plan de escritura, componiendo su epopeya como el que sigue el calculado plano de un arquitecto, no se sentía satisfecho con su resultado. Consideraba, en su desasosegante afán perfeccionista, que su obra, tal vez sus dos libros finales, precisaba todavía el minucioso repaso de su reescritura.
Puede que Virgilio no se encontrase del todo satisfecho con el duelo caracterológico entre Eneas y Turno, entre los que despliega ciertas simetrías, adquiriendo Eneas atributos de Aquiles y Turno de Héctor, así como entre las establecidas entre Palante (Eneida) y Pándaro (Ilíada). Pero a pesar de sus destructivos repulgos creativos ningún lector sensible, de todo tiempo y lugar, ha dejado de percatarse de la excelsitud y magnificencia de la Eneida, una vez paladeados —aunque traducidos y reconvertidos a endecasílabos— sus hexámetros.
La Eneida supera estilísticamente a la Ilíada y la Odisea, ya que las obras de Homero responden a la oralidad, por lo que se encuentran llenas de fórmulas para facilitar su memorización y exposición pública, mientras que Virgilio contaba con un sustrato textual del que carecían sus antecesores griegos, propiciado por la Guerra púnica de Nevio, la Odisea de Livio Andrónico y los Anales. Virgilio también se nutrió para el desarrollo de Eneas y de los amores de su padre Anquises con Afrodita, en las cumbres boscosas de Ida, del Himno homérico a Afrodita, posterior a la Iliada y de autor distinto.
La Eneida es una de las piedras angulares de nuestra tradición literaria. Quién no la evoca al leer a Dante o a T. S. Eliot, o al excelso Garcilaso del Soneto X, donde se vuelven a rememorar las conmovedoras palabras de Dido: «Oh, dulces prendas por mí mal halladas». Virgilio define y sintetiza en ella la historia de Roma, su grandeza y miseria, con dos palabras: amor y guerra; no en vano Venus y Marte son los generadores de su estirpe. La Eneida, por tanto, es un libro fundacional, no solo de Roma, sino de nuestra literatura. Por ello, no debería ser lectura obligada de filólogos, sino fuente primordial de cualquier escritura. Virgilio sigue siendo un buen maestro para todos aquellos que quieran visitar el infierno literario.
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Autor: Publio Virgilio Marón. Título: Eneida. Traducción: Luis T. Bonmatí. Ilustrador: Federico del Barrio. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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