Se habla bastante del oro, pero no muchos saben por qué ese metal ha sido, a lo largo de la historia, el más codiciado por casi todos los pueblos del mundo.
Este elemento ha conservado su lustre y prestigio a pesar de la cantidad de infamias que se han cometido en su nombre y búsqueda. Ha sido siempre un símbolo de poder y riqueza, pues sus cualidades son tan especiales que lo separan y diferencian de los otros metales. Es el que mejor soporta el paso del tiempo y la dureza de los demás elementos, y eso incluye el agua salada y corrosiva del mar, y por eso el oro rescatado tras siglos de naufragios emerge limpio e intacto, como si se hubiera hundido la semana pasada. Dado que no es tóxico, se ha empleado desde hace milenios en curas medicinales y en labores de dentistería. El historiador Peter Bernstein señala que una calza de oro descubierta en una momia egipcia embalsamada hace 4.500 años se podría fijar en la boca de una persona moderna sin problema. Y como es indestructible pero maleable, ningún otro combina la resistencia con la elasticidad como lo hace este metal, al punto de que un vaso de oro se puede martillar en una lámina tan delgada que podría cubrir una cancha entera de fútbol. Bernstein agrega que es una sustancia densa, pues un pie cúbico de oro pesa media tonelada, y a la vez flexible, pues una sola onza de oro se puede estirar en un alambre tan fino que mediría cincuenta millas de largo.
De otro lado, casi todas las religiones han acudido a su brillo y duración para adorar a los dioses y sugerir el carácter eterno e imperecedero del espíritu humano. Pero también es el que más han usado imperios, estados y banqueros para aludir a los bienes terrenales de este mundo. Como no se bruñe ni corroe, desde hace siglos ha servido como pieza monetaria. Y para ambas esferas de la existencia, tanto la celestial como la material, el oro ha sido un medio para infundir respeto, generar devoción, publicitar la fuerza o manifestar el poder de quien lo ostenta. Por eso ha decorado iglesias, y revestido cetros de monarcas, y cubierto de joyas a las reinas, y medido la opulencia de las naciones. Iluminó los textos medievales y alegorizó el cielo de la pintura bizantina. Se ha usado para laurear la excelencia, premiar el heroísmo, condecorar a los mártires y poner fin a las guerras. Temiendo el más allá, adornó las sepulturas de muertos ilustres enterrados en tumbas sagradas, tanto en las selvas frondosas de Centroamérica como en las dunas ardientes del Sahara, y a lo largo del tiempo ha servido para representar uno de los anhelos más profundos y antiguos de la especie humana: la inmortalidad.
El apetito por el oro ha sido insaciable, pero los depósitos mundiales han sido escasos, y esa paradoja ha desatado miles de guerras, expolios y saqueos. Francisco Pizarro sometió a los artesanos que habían fabricado las piezas de orfebrería más bellas del imperio Inca y los obligó a destruir sus propias obras, derritiéndolas en barras uniformes con el fin de simplificar su transporte a España. El exterminio de las culturas indígenas de América Latina se debió a la sed del oro, y varios de los peores crímenes de la humanidad, como la creación de los primeros campos de concentración diseñados por los ingleses para doblegar a los Bóers en las guerras de independencia en Sudáfrica (los campos infames donde murieron más niños de hambre que adultos en las batallas del conflicto), se iniciaron por la ambición del oro. Por eso Virgilio lo llamó “una sed maldita”, aunque esa avidez sin fondo también produjo sus mayores contragolpes. Según Pedro Mariño de Lobera, a Pedro de Valdivia lo mataron los indios araucanos, el 27 de diciembre de 1553, en represalia por su voracidad inagotable de poseer el oro, forzándolo a engullir una buena dosis del metal líquido. “Pues tan amigo eres del oro”, le dijeron, “hártate ahora de él, y para que lo tengas más guardado, abre la boca y bebe éste, que viene fundido”. Igual suerte corrió Marco Licinio Craso, uno de los hombres más ricos de Roma y amigo personal de Julio César, en la batalla de Carras en el año 53 a. C. Sus enemigos del imperio parto lo sujetaron para mantenerle la boca abierta mientras le vertían oro hirviente en la garganta.
En fin, debido a que es un elemento denso pero flexible, indestructible pero maleable, útil para reyes y banqueros y a la vez para papas y artistas, bello y brillante y codiciado desde siempre y desde siempre escaso, esa suma de paradojas ha hecho que este metal resplandeciente sea el más valioso de toda la historia, y el que más ha marcado el destino de los pueblos. Tal vez por eso los indígenas de las culturas precolombinas lo llamaban “el sudor del Sol”. Y cada vez que contemplo un arete o un collar o un anillo de oro, y aprecio el brillo y el destello del metal, no puedo dejar de pensar en toda esta historia untada de sangre y gloria, y literalmente me quedo sin palabras.
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Artículo publicado en El Espectador.
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