El debate sobre la norma gramatical es tan antiguo como la norma misma. Ya desde tiempos de Elio Antonio de Nebrija, el erasmista Juan de Valdés se opuso a la famosa Gramática por su exceso de andalucismos. Fray Miguel Salinas, en el mismo siglo XVI, ya habla de dejar atrás la norma prescriptivista y darle más importancia al uso y a las costumbres del idioma en ese momento incipiente. Andando el tiempo, algunos autores como Juan Ramón Jiménez, con su intelijencia suprema, o García Márquez en aquel célebre primer Congreso de la Lengua Española rechazaban la utilidad de una gramática académica, en favor de un estilo libre y adecuado más al uso independiente y dúctil de la ortografía. Por tanto, la crítica a la gramática por resultar un corsé innecesario, un órgano que se opone al cambio, es, como digo, una oposición arraigada y bien curtida por los siglos.
Ahora bien, lo que nunca habían visto estos ojos que algún día se tragará la tierra es que se tache a la norma de blanca y machista. Es lo que ha ocurrido con un grupo de universidades británicas, que piden acabar ahora con la penalización por falta ortográfica en los exámenes pertinentes. La universidad de Hull, por ejemplo, se ha pronunciado al respecto con un comunicado donde indica que la medida convertirá la evaluación en un proceso justo e inclusivo. Creen, por supuesto, que la variante culta está formada por un lenguaje machista y xenófobo. La universidad de Worcester ve en esta medida un avance hacia la igualdad y la justicia en los criterios de evaluación. La universidad de las Artes de Londres considera válido todo lenguaje que no interrumpa la correcta comunicación. En redes, los hispanohablantes no han tardado en unirse a la propuesta. Dado que el español cuenta, además, con un órgano encargado de limpiar, fijar y dar esplendor al idioma, rápido han surgido las antorchas a las puertas de la RAE.
Vaya por delante que este que firma el artículo es normativista. Creo en un órgano que vertebre un instrumento hablado por más de quinientos millones de personas en el mundo. Creo en un órgano que recoja el uso real de la lengua, que se adecúe a los rigores de la etimología popular, de su cambio semántico y su deformación fonética. Ahora bien: la lengua es de cada uno, y es machista o sexista el que crea costumbres, no el que las recoge. Por otro lado, desechar la lengua estándar no sólo no acaba con la exclusión, sino que la favorece. Un estándar es, por defecto, una vara de medir ecuánime, una escala justa e igualitaria. Favorecerá su desaparición la evaluación arbitraria y subjetiva, con todo lo que eso conlleva. Es sólo un pasito más en este camino que recorren las políticas identitarias, donde todo es feminista, verde, fascista o rojo. Se acaba con la dimensión exacta de las cosas en favor del etiquetado con brocha gorda. Dimensión exacta que también persigue, por cierto, el uso riguroso y preciso del lenguaje.
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