Si muchos estudiantes lo detestaban era porque nunca les engañaba sobre la calidad de sus trabajos. «Ni vosotros ni yo tenemos tiempo para mentirnos”, decía.
Aunque pudiera ser, no soy yo quien habla así de Pedro Sorela, sino Pedro Sorela quien habla del profesor Diego de la Balma en Quién crea la noche. Como De la Balma, Pedro se conformaba con contagiarnos “la alergia al tópico”. No era poco. Veníamos de la tortura de un Bachillerato uniformador y nos dimos de bruces con alguien perteneciente a esa especie de profesores en peligro de extinción que él retrata en su novela.
Como la clase de Orazio Dassisti, otro de los personajes del libro, la de Pedro era también uno de los últimos reductos libres de móviles en el mundo. Lo llevaba a gala y lo dejó claro el primer día: “Al que le suene el móvil, coge, se levanta y se marcha. No hace falta que yo, ni nadie, diga nada”. Fueron muchos aquel curso los que enfilaron con resignación, móvil en mano, la puerta del aula. Circulaba la leyenda de que un día fue su teléfono el que interrumpió la clase. “Esto es un drama”, dicen que dijo. Se levantó y se marchó.
Con él aprendimos que en el periodismo las excusas no es que no sirvan, es que no existen. Si el encargo de la semana estaba hecho, adelante. Si no, que pase el siguiente. “En periodismo —nos decía— no se puede decir es que… Está prohibido. No figura en el idioma”. Bien lo sabe esto Rory Gae, personaje de la novela, de quien podemos asegurar que fue su alumno, porque lo que enseñaba Pedro no lo enseñaba nadie más.
Era muy consciente de que justificar suspensos exige más esfuerzo que regalar aprobados. “Suspender alumnos —dice en el libro que nos tiene aquí reunidos— da trabajo”, pero él no estaba dispuesto a dejar de cumplir sus obligaciones por el mero hecho de que muchos alumnos no cumplieran las suyas. Era justo. Y pagaba siempre con la misma moneda: si uno había sido generoso en el esfuerzo, él era generoso (mucho) con la calificación.
“Se mire por donde se mire, buena lectura y buena música afilan los ojos y la capacidad de matizar”, dice en Quién crea la noche. Con él, la buena lectura estaba garantizada: Victor Hugo, Saint-Exupéry, Rilke, García Márquez… Pero sus métodos para educar nuestra mirada iban más allá. En una ocasión nos pidió escribir un texto con la gramática interna de un cocido.
—¿Madrileño? —preguntó jocoso un alumno creyendo que se trataba de una broma.
—O montañés, lo que prefiráis.
—Pero ¿cómo que con la gramática interna de un cocido? Eso no tiene sentido —dijo, más seria, otra alumna.
—Ah, bueno, si queréis podéis hacerlo entonces con la de una paella —remató Sorela.
Ni siquiera los que nos atrevimos a intentarlo descubrimos cuál era con exactitud la gramática interna de un cocido (ni madrileño ni montañés), pero aquello nos sirvió para comprender que los cocidos, como las paellas y como todo, tienen su gramática. La extravagancia de algunos de sus encargos le granjeó no pocas críticas. Era su manera de afilarnos los ojos. “Yo —decía— me afilo los míos cada mañana frente al espejo”. Así descubrimos muchos el envés de Madrid, “ese lado de jungla o Himalaya —como lo describe él en el libro— que tiene cualquier ciudad, por plana que sea”.
Aprendimos, en definitiva, que lo imposible es una entelequia y que nada está lejos. Todavía algunos le reprochan que no enseñaba, y tienen razón: no enseñabas, Pedro, pero contigo se aprendía mucho.
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