Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
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Un compañero del hijo menor de Fernández tenía la mejor zurda de Palermo Soho y estaba enamorado de la chica más linda del mundo. Fernández acompañaba a su propio hijo a ese descascarado club todos los sábados por la mañana, se acomodaba en las gradas y disfrutaba viéndolo lidiar por el medio, mientras el padre de otro jugador daba siempre un espectáculo bochornoso junto a la línea. El zurdo tenía quince años y se llamaba Cristian, y el padre desaforado, que le gritaba instrucciones y lo llenaba de insultos cuando fallaba una pelota, era un cuarentoide tostado y panzón que firmaba cheques con el nombre de Gabriel Paz.
A los seis meses, cuando ya el torneo había terminado, Fernández se enteró por una serie de infidencias de barrio la historia de estrategias y de amor que Cristian y Gabriel Paz habían urdido. El fútbol es un arte difícil de premeditar, pero el amor es directamente un arte imposible. De los dos, pocas dudas quedan sobre cuál es más peligroso y fortuito. En el amor fallan las jugadas de pizarrón, cunden los goles en contra y nos corren todo el tiempo el arco.
Gabriel, por decisión propia, se había separado hacía un año de la madre de su hijo, una mujer sufrida que se quedó más sola que un banderín. No había una tercera en discordia, sino varias mujeres inespecíficas y el ánimo de desplazar a esa señora aseñorada y mustia que no tenía retorno y que estaba destinada al ostracismo y la soledad. Gabriel era barrigón, pero se consideraba un seductor nato. Compró un departamento de cuatro ambientes, y una computadora para que su hijo pudiera quedarse a pasar con él algunos fines de semana, y se dedicó a ser soltero, oficio que algunos veteranos mitifican, luego sufren y al final abandonan.
Aunque Gabriel, claro está, parecía detenido todavía en aquella primera fase gloriosa cuando Cris empezó de pronto a perder peso. El padre no pudo menos que preocuparse, no tanto por el aspecto sino por la debilidad física que acechaba al aguerrido zurdo de Palermo Soho. Después de algunas vueltas, y de una revisión médica, resultó que el chico tenía nada más que un problema: por primera vez en su vida le habían atravesado el corazón.
El pequeño drama ocurría en un secundario de la calle Borges. Y Mariana era la hija de una ex mannequin y de un mediocre actor secundario de telenovela. Producto de esa cruza exótica resultaba, en lenguaje de barrio, “un minón infernal”. Todos los chicos de su curso le rondaban, y ella tenía mucha conciencia de su propia belleza, aunque poseía una personalidad fluctuante entre una lánguida ingenuidad y una sorprendente picardía. Parecía, alternativamente, una niñita inexperta y una hembra madura.
A Cris todavía le interesaba más la playstation que los labios de una mujer. Sin embargo bastó que Mariana le diera un beso en la mejilla, lo abrazara y le rozara inocentemente el cuerpo en la algarabía general por el gol de Cambiasso contra Serbia y Montenegro, para que Cris quedara duro, seco, húmedo y rendido. Pero ese entusiasmo sorpresivo, vivido en el aula y al calor del Mundial, no se correspondió luego en la vida diaria: Mariana practicó siempre con él una tenue indiferencia. Tocado y desesperado, Cris habló con su madre. Vos querela mucho, hijo —le recomendó ella—. Las chicas buenas no resisten que las quieran con todo el corazón. Y si es una chica mala, mejor perderla que encontrarla, ¿no? Gabriel reaccionó con ira y desprecio, diciéndole a Cristian que ésa era una sentencia infundada y un clásico pensamiento de resignación, que su madre no entendía nada del amor, y que él tomaría el comando de la crisis y que, dada su vasta experiencia, sería el director técnico de la conquista. Cris acató la orden como antes acataba las directivas futboleras, y se brindó por entero a una escrupulosa entrevista que su padre le hizo mientras le cocinaba unos spaguettis y lo obligaba a comérselos.
Gabriel preguntaba todo tipo de detalles sobre el mundo adolescente, sobre los noviazgos de hoy en día, y sobre los ritos y ámbitos de la seducción. También sobre las características del objeto deseado. La conversación desembocó en Internet. Cris le enseñó los rudimentos del MSN y le explicó que cuando intentaba entrar en diálogo con Mariana ella no aceptaba o le daba respuestas cortas. Te histeriquea, hijo —teorizó el padre—. Es para que no creas que está entregada. Durante tres tardes consecutivas, el chico trató de acceder a la chica inaccesible, con su padre mirando por sobre su hombro y dictándole filosos diálogos. Como la táctica no daba resultados, Gabriel decidió que Cristian tenía que crear un nick, un nombre falso en una nueva cuenta de mail, y cautivarla con sus propias armas. A ver, ¿a ella qué le gusta? —meditó el padre—. ¿Me decís que le gusta Calamaro? Entrá en Google y bajá todas las letras. Todas. Vamos a estudiarlas una por una. Cris le hizo caso, y estuvieron leyendo en voz alta y analizando esos versos sobre amores desgarrados y perdidos. Gabriel le sugirió que abriera una nominación con uno de esos versos. Cristian Paz pasó a llamarse Salmón. Sentiste alguna vez lo que es tener el corazón roto, y Mariana cayó en la trampa: lo dejó entrar y estuvieron chateando una hora sobre las canciones. Gabriel aplaudía, Cris estaba asustado.
A lo largo de dos semanas, el padre asistió al hijo en sucesivas esgrimas del chateo que tenían como único objetivo arrancarle información privada a la chica más linda del mundo. Cumpleaños, fiestas, amigos en común, ídolos, gustos, rutinas. Salmón, a su vez, iba construyéndose como personaje apócrifo, cediendo datos sobre su misteriosa biografía, generando suspenso y acomodándose a los anhelos de ella. En paralelo, Gabriel le aconsejaba presentarse en tal fiesta, o hacerle determinado comentario en clase, o prestarle discos nuevos que ella no tenía. Los resultados eran desparejos. De atrás para adelante, Mariana aceptaba los préstamos sin entusiasmo, los comentarios casi no los oía y en los bailes lo trataba a Cristian como si fuera de vidrio. El hijo de Gabriel Paz fracasaba en los hechos mientras Salmón triunfaba en la realidad virtual. Los chateos eran cada vez más largos y profundos, mientras que los contactos reales no progresaban ni un centímetro. El padre, fuera de sí, le dijo una tarde: Escuchame, esta mina está enamorada de Salmón. Tenés que hacer la Gran Batman. Vas mañana en un recreo y te sacás la máscara. ¡La derretís!
Cris temblaba de miedo. El primer día ni se atrevió a salir al patio. El segundo se le acercó pero a último momento siguió de largo. El tercero, conminado por su director técnico, acometió de frente, le dijo que era Salmón y Mariana se quedó muda, helada, seca y enfurecida. Sos un infeliz, le dijo y se fue corriendo.
El hijo estaba devastado, pero el padre no quería dar el brazo a torcer: Cuando una mina dice que no quiere decir que sí, hijo. Ahora tenés que ser más valiente todavía. Ahora te la tenés que apretar. Cristian vomitó el almuerzo, cayó en cama con fiebre, y resistió la orden de su padre durante cinco días. Pero al final no pudo contrariarlo más, asistió a un baile, arrinconó a Mariana contra la pared cuando salía del baño y le dio un beso rápido en los labios apretados. Ella, devolviéndole la gentileza, le dio un puñetazo en el pómulo izquierdo.
Harto de esa señorita impertinente, Gabriel Paz tomó el teléfono, llamó a la casa de Mariana y habló con su madre. Yo también pensaba llamarlo, le dijo la ex mannequin. Se citaron en un bar de Palermo Hollywood. Paz le llegaba al hombro. Era una mujer alta, espigada y elegantísima. Por un momento, Paz pensó que podría levantársela. Pero desechó rápidamente esa idea incorrecta y fue al meollo: Escuchame, esto lo tenemos que arreglar nosotros —le dijo—. Los pibes se quieren. No saben cómo manejar este asunto, pero se quieren de verdad. La ex mannequin se lo tomó a la risa. Se rió un buen rato de una manera delicada y discreta, hasta que viró de pronto hacia la furia y le prometió a Gabriel Paz que haría expulsar a Cris del colegio y que luego lo demandaría a él por daño moral.
Al día siguiente, Cris era el hazmerreír del curso. Los preceptores se le reían en la cara y los profesores le hacían bromas en clase. Cris se refugió a tiempo completo en la casa de su madre, y Gabriel Paz creyó que su ex esposa estaba ejerciendo una influencia nefasta. El chico se llevó nueve materias, y las rindió entre diciembre y marzo. Volvió a la casa de su padre recién en abril. Lo encontró diez kilos más gordo, un poco deprimido y bastante desgreñado. Cris estuvo un rato nada más, tomó con él unos mates hablando de Excursionistas y al final recogió su mochila para marcharse. Antes de hacerlo, le dijo:
—Ahora salgo con otra chica del barrio, papá. Una chica buena. Con buenas tetas.
—¡Hijo de tigre! —dijo Gabriel, levantando las cejas. Todo lo demás lo tenía caído.
Su hijo abrió la puerta y a último momento se volvió hacia su padre, lo miró a los ojos y agregó:
—Ah, y me olvidaba de algo. ¿Sabías que mamá tiene novio?
‘Déjà vu’.