Antes la «gran novela americana» era el laboratorio donde solo trabajan los novelistas estadounidenses, en busca de un libro que explicase desde la ficción el funcionamiento de su realidad. En los tiempos que corren, la literatura ya no es necesaria en Estados Unidos, donde la ficción se ha fusionado de tal forma con la realidad que resulta imposible distinguirlas. Si hacemos caso a J. G. Ballard, ahora la tarea de los escritores es inventar la realidad, pero para eso no serán necesarios los relevos de Don DeLillo, David Foster Wallace o William T. Vollmann, porque los nuevos relatos ya no surgen de la fe en la literatura sino de la fe en el dinero, por eso los grandes narradores actuales son Donald Trump, Elon Musk, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg, capaces de rediseñar los mapas geopolíticos, de apropiarse de territorios, de prometer represalias y de lanzar amenazas por los cinco continentes, además de estar preparándose para la inmortalidad (en la que tienen trabajando a algunas de las mentes más preclaras del planeta) y para colonizar Marte y los demás planetas del sistema solar (adonde muy pronto enviarán a los primeros turistas y poco después a los primeros colonos, unos y otros millonarios como ellos).
Minimosca, su última obra, en principio iba a ser una novela corta, pero —para un escritor proliferante como él— eso le resultó imposible. La comenzó con un campesino en mente, que llega a Lima perseguido por un trauma infantil y con dos armas para enfrentarse a sus demonios, a sus contrincantes y al presente: los puños y la literatura. Muy pronto a ese personaje se le fueron sumando otros, reales e imaginarios: Dragan Nikolić, George Bennett, Stephen King, Che Guevara, Georgette Phillipart, Julio Cortázar, César Vallejo, Marcel Duchamp, Allen Ginsberg… A una violencia le sumó otras. Muchas, hasta que la violencia consistía en pasar de página, en precipitarse de un párrafo a otro, sin saber de dónde vendría el siguiente golpe. El libro, no obstante, no da la sensación de agotarse en sus 715 páginas, porque su interior parece abrir pasadizos y excavar sótanos, con pasillos por los que uno a veces tiene la sensación de haber desembocado en alguna de las páginas de El anticuario y Vivir abajo, con personajes que se repiten y con temas como la locura, las relaciones paterno-filiales, los dobles o las torturas, que ya habían sido parte del universo literario de Faverón con anterioridad. Minimosca, de hecho, viene a recordarnos que en realidad estamos ante el autor de una sola obra y que esa obra in progress se interrumpe a veces para que de ella puedan surgir libros, porque de otro modo correría el riesgo de desembocar en el infinito y con él en la anti-obra, en el anti-libro, en la anti-literatura.
Si Minimosca fuera una casa, sería como la que soñó Mark Z. Danielewski en La casa de hojas: con la apariencia de un libro y, sin embargo, con el diseño interior de una literatura. Como cualquier novela total que se precie, no va de nada y va de todo al mismo tiempo. Va de Latinoamérica como sótano de Estados Unidos, también va de libros que sepultan otros libros; va de violencias y de películas. Pero especialmente va de libros. Los libros rigen y dirigen su redacción, de la primera a la última palabra, tanto como las moscas que van apareciendo aquí y allá, dispersas, desplazadas hacia los márgenes o entre párrafo y párrafo durante las doscientas primeras páginas, como si estuviesen custodiando un cadáver que les pertenece. Quizás es una novela anti realista que busca el realismo a través de la ficción absoluta, porque desconfía de la realidad misma. Uno de los personajes de este libro lee la Biblia al revés, de fin a principio, seguro de encontrar de esa manera una hoja de ruta que le permita interpretarla, reinterpretarla, decodificarla de una vez y para siempre. El personaje en cuestión es George Bennet, que en Vivir abajo tenía dos existencias distintas: la primera era la de un cineasta underground a quien se daba por perdido y la segunda era la de un asesino estadounidense operando en Latinoamérica. Es uno de tantos. A Gustavo Faverón le gustan los dobles, los espejos, las imágenes multiformes, padres e hijos que intercambian sus papeles, como un escritor y sus personajes, también en constante intercambio de identidades. Le gustan las tramas cuando se desdoblan, cuando se multiplican, cuando se pierden en un laberinto y desaparecen en él. Supongo que le disgustan las negociaciones del sentido común, los relatos encerrados en círculos perfectos.
Lo importante en Minimosca es el diseño grotesco y al mismo tiempo preciso de ciertos hechos, que retuercen la trama y al mismo tiempo deforman el posible retrato robot del autor del libro, a quien un lector imagina alucinado. Faverón, sin embargo, se siente cómodo asumiendo esos riesgos, esos trazos, esos rasgos. Su tendencia a lo experimental tiene más efecto en el montaje que en el lenguaje, más en la secuencia inconexa de materiales que en la construcción de los materiales. Gracias a eso nunca cae en los vicios de otros escritores cuya pleitesía a lo intelectual asfixia la posibilidad del goce por parte del lector. En ese sentido, Minimosca sabe ser profunda y aérea al mismo tiempo, grotesca y graciosa. Las tramas convergen cuando sus protagonistas, construidos por separado, se encuentran, en un efecto muy parecido al de varios relatos convertidos de pronto en una novela, en cuanto sus tramas se encuentran y encajan como piezas de un mismo puzle. A veces, leyendo este libro, tuve la sensación de que con él sucede algo similar a lo que sucede en muchos libros de Georges Perec: uno puede entrar por cualquier página y suspender la lectura en cualquier página, puede irse y regresar, sin seguir ningún orden, seguro aun así de ser aceptado. El efecto es parecido al que producen el Ulysses de Joyce, el Libro del desasosiego de Pessoa o el Tristram Shandy de Sterne, obras a las que no cabe llamar «novelas» o «diarios», sino más bien «libros» porque funcionan más en consonancia con su continente que con su posible contenido.
Uno imagina el proceso de escritura de Minimosca porque le resulta más fascinante aun que el propio libro. Imagina un comienzo que muy pronto se abandona, en cuanto aparece otro que hace que el primero pase a ocupar un lugar diferente en la novela. Y un tercero. Aparece el tercero, para desplazar al segundo, después de que el segundo hubiese desplazado al primero. Todo va bien hasta la aparición de un cuarto, mientras los tres inicios previos han ido ocupando el centro del relato, abierto a nuevos inicios descartados, al aparecer el quinto, el sexto y el séptimo, produciéndose un extraño paralelismo entre ellos a pesar de sus diferencias. Unos y otros aparecían al inicio y unos y otros se iban empujando pero sin dejar de comunicarse. No hay un diseño que permita saber cuándo se acaba el proceso. Cuando uno llega al final de Minimosca, piensa en Zazie (la protagonista del libro de Raymond Quenau), que —cuando sale del metro donde ha pasado todo el rato metida en líos y causando estropicios— se da cuenta de que en realidad lo único que ha hecho es envejecer. Los rezos se han apagado, la orquesta recoge los instrumentos, la música ya no suena, las bombillas de los hoteles de paso están apagadas, un libro en blanco sobre la mesilla, teléfonos que no suenan, la pantalla del ordenador emitiendo fogonazos en mitad de la noche… ¿Quién va a dar forma a todo lo que ha quedado atrás, al sonido informe, a los tiempos tristes, grises, coloridos, salvajes?
Una generación tatúa en su ánimo lo que otra tatúa en su propia piel.
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Autor: Gustavo Faverón Patriau. Título: Minimosca. Editorial: Candaya. Venta: Todos tus libros.
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