La eternidad no está al alcance de cualquiera, pero en la Ciudad Eterna los trámites se simplifican. Acostumbrada a bendecir durante siglos el trabajo de arquitectos, escultores y pintores, Roma suele ser desdeñosa con las novedades, pero esta vez ha tenido que rendirse a una verdad enorme (y nunca mejor dicho): Fernando Botero, el pintor colombiano, desembarca con la herencia perdurable de un arte singular y cuestionado, pero inolvidable. Lina Botero, vestida con un elegante vestido verde, afirmaba en perfecto italiano:
A continuación, Cristina Carrillo de Albornoz, comisaria de la exposición en colaboración con la Fundación Terzo Pilastro Internazionale, daba la bienvenida a los privilegiados que habíamos sido invitados a este preestreno de la Grande Mostra, cortando simbólicamente un lazo de seda mientras los camareros, vestidos con chaquetas blancas, repartían el champagne en copas de flauta, tratando de abrirse paso con las bandejas en alto, por entre vertiginosos Versace de tacón, pequeños Gucci de mano, brillantes tejidos, con plumas o sin ellas, algún que otro escote excesivo y la ovación entusiasta de los allí presentes. Precedidos por los tres hijos del pintor (Fernando, Lina y Juan Carlos), el público ascendía al primer piso, donde comenzaba la muestra.
Realmente fue un privilegio poder caminar frente a las algo más de 120 obras (pinturas, acuarelas, sanguinas, carboncillos, esculturas) sabiendo que algunas inéditas solo se podrán contemplar en esta ocasión, pues proceden de colecciones privadas y han sido excepcionalmente traídas a Roma con el fin de reconstruir en primicia el recorrido artístico de este pintor poliédrico, obsesivo y perfeccionista en todas sus facetas técnicas y temáticas.
A medida que transcurría la tarde, las salas del Palazzo Bonaparte comenzaban a llenarse de público. Después de tanta literatura y tanto cine que tan magistralmente nos han contado las suntuosas fiestas romanas, uno puede fácilmente imaginar los distintos escenarios, pero hay ocasiones que se asemejan más que otras a la ficción. Esta era una de esas ocasiones. Yo, que siempre he sido más de La dolce vita que de La grande bellezza, tuve que reconocer que los ahí presentes actuábamos inmersos en un fotograma infinito, elegantemente excéntrico, al más puro estilo Sorrentino.
La suntuosa redondez del lenguaje de Botero encajaba allí como una nota perfecta inserta en un aria, flotando a lo largo de las dos plantas del Palazzo: con efectos tridimensionales y colores vibrantes, aparecía todo un mundo de figuras suaves y voluminosas de personajes y miradas enigmáticas explorando una amplia gama de temas, incluida la naturaleza humana, la sociedad contemporánea y la cultura latinoamericana, sin faltar el sello inconfundible de Botero: la relación natural entre el humor y la tragedia.
El amor de Fernando Botero por los grandes maestros recorre sin prejuicios, transformándolos en gigantescos iconos, las obras de Velázquez y Goya, pasando por Durero, Van Eyck, Rubens, Ingres o Manet. En esta sala de los clásicos nos acompañaba su hijo Juan Carlos, periodista y escritor lucido y sensible, narrador de los azares del mundo, en los que incluye, como un recurso de novela, la narrativa de la vida de su padre, que realmente es digna de ser llevada a la literatura:
“La obra de Piero della Francesca inspiró el principio de la carrera de papa —nos cuenta—. De hecho, con diecisiete años, mi papa, de familia muy humilde, pudo conseguir una ayuda para ir a Madrid a visitar el Prado, y allí, en una librería, descubrió un libro con fotografías en blanco y negro de los frescos del pintor florentino y se dijo que aquello él tenía que contemplarlo en persona y a color. Así que, no sé cómo, mi papa consiguió convencer a un amigo, y los dos, sin dinero y sin pensarlo demasiado, se hicieron con una vieja moto con la que pusieron rumbo a Arezzo”.
Juan Carlos se aleja para atender a otros amigos, y yo, de vuelta a la cálida noche romana, pienso en el viaje vital de botero desde aquella locura en moto hasta estas salas del Palazzo, residencia en otro tiempo de Maria Letizia Ramolino Bonaparte, «Madame Mère», la mamma del emperador Napoleón, oriunda de la isla de Córcega, y por tanto italiana, a pesar de los franceses, que también, y de alguna manera como los Botero, salieron de un lugar árido para terminar en la inmortalidad.
En esta elegante planta noble, donde vivieron los Bonaparte, hoy los cuadros inmensos de Fernando Botero nos hablan en crudo de violencia, infancia, muerte, prostitución, amor, dictadura, arte y sueños cumplidos a base de conquistas y esfuerzo. Me despide la reproducción en yeso del Marte Pacificador que Antonio Canova creó en homenaje al petit caporal y que aquella noche observaba en silencio, le pese a quien le pese (y no es un juego de palabras) la gloria suntuosa y flotante de la pintura de Botero, este colombiano que ahora descansa eternamente aquí, en Italia, y que nunca se conformó solamente con soñar.
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Fotos: P.C.S.
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