Es muy llamativo que con el auge de los estudios históricos sobre los Austrias y más aún con el boom de los Tercios —cuya espita fueron la saga Alatriste y los cuadros de Ferrer-Dalmau— este apasionante y crucial conflicto hispano-luso haya quedado tan relegado. Nunca como ahora se ha hablado tanto de las proezas y heroicidades de los Tercios, pero muy pocos se han detenido a analizar las acontecidas en la larga Guerra de Portugal (1640-1668).
¿Por qué tan olvidada pese a lo crucial de su devenir?
Diferentes cuestiones se plantean al respecto. En el caso español… ¿es por la minusvaloración nacional —o más que minusvaloración, el distanciamiento absoluto— hacia lo portugués? ¿Se convirtió en un hecho soterrado porque teniendo las bazas para ganar nunca debimos perder? ¿Se entiende mejor una derrota como Rocroi, frente a una Francia poderosa, que otra como Ameixial contra una Portugal contestataria?
¿Ha sido su funesto resultado el responsable de que se haya convertido en una guerra olvidada, incluso para estudiosos de la Historia de España? No. No puede ser el caso. Y si no, fijémonos en el hoy archiestudiado y casi manido Rocroi.
Sin embargo, si a la bibliografía española puede imputársele la minusvaloración portuguesa, para la lusa su nacionalismo es el que les impediría ver algo obvio.
Y es que en su bibliografía, la Guerra da “Restauração” versus España, clave y muy investigada, representa la vuelta a un pasado mítico y romántico de independencia del Reino de León. Paradójicamente, tras la guerra de la que hablaremos, su valorada independencia lejos del “cautiverio español” vendría hipotecada económicamente con Francia y las Provincias Unidas, y políticamente con Inglaterra… de por vida. Frente a ello, la unión con una España cuyos reyes tenían tanto de portugueses como de españoles. ¿Están de espaldas a la realidad que conllevó el fin de un imperio “donde no se ponía el sol” y un futuro común de perspectivas hegemónicas?
Sean cuales sean las razones, sobre todas ellas gravita una reflexión más profunda. Y es que, sin discusión alguna, fue el momento más crítico de la historia peninsular, porque perdimos el primer imperio global de la humanidad. Un hecho que trazaría el rumbo de la historia moderna de Europa y el que más ha marcado la trayectoria de los últimos siglos a ambas naciones… para peor. Con toda probabilidad, la cosmovisión política planetaria tendría un mayor peso hispano-luso, y hoy los núcleos de poder no serían los que son.
La evidencia empírica de la unión peninsular
Lo que es una evidencia empírica es que, compartiendo península e islas norteafricanas y con fronteras topográficas tan rotundas, la segmentación política resulta artificial. Hay documentos irrefutables, como los del Concilio de Toledo, en los que la Hispania visigótica ya tenía conciencia de un único reino. Después, en la Reconquista, surgirían los intereses de nobles feudales que nos separarían y, aunque Felipe II, Felipe III y Felipe IV volvieran a ser reyes de ambos reinos, la unión quedaría sepultada para siempre.
Aun así, hubo esperanza. El siglo XIX nos devolvería una coyuntura propicia, desde el posible matrimonio de Isabel II con un Braganza a los principios de la Revolución de 1848 que sustentaban el ideal ibérico basado en el liberalismo democrático o federalista, las unificaciones de Alemania e Italia, o el ejemplo del federalismo de países como Estados Unidos y Suiza. En el 68 se concibió la unión ibérica dentro de la lógica geográfica que llevaba a una economía librecambista y un común sistema de comunicaciones que exigía la unificación política y una nueva realidad nacional: Iberia.
Perdimos el último tren cuando se eligió para la corona de España a Amadeo de Saboya y no al portugués Fernando de Coburgo… Lo cierto es que aunque la Unión Ibérica siempre ha estado latente, en el siglo XXI la idea es cada vez más implanteable en una España desvertebrada y despedazada moralmente por los nacionalismos periféricos.
De los matrimonios de los Reyes Católicos a Felipe II
De los pocos peros que se suelen poner a los Reyes Católicos —hasta sus más furibundos partidarios— es que no hubieran afrontado en su reinado la unificación política peninsular y optaran solo por asegurar su alianza casando a sus hijas con reyes sucesivos.
Pero lo que no lograron los Reyes Católicos lo conseguiría su bisnieto por vía hereditaria… y en condiciones mucho más ventajosas, pues en ese momento Portugal era una nación riquísima. El rey Sebastián I de Portugal había muerto en 1578 en la legendaria derrota de Alcazarquivir en las cruzadas del norte de África, y su sucesor, Enrique I, falleció sin herederos, tras lo que se generaría un vacío de poder en el trono luso.
Muchos candidatos optaban por la Corona portuguesa. De todos ellos, ninguno con tantas razones de sangre como Felipe II de España, que impuso sus derechos legítimos a la sucesión con el nada desdeñable apoyo de gran parte de la nobleza, que veía en la unión ibérica una gran oportunidad.
Hijo de Isabel de Portugal y nieto de Manuel I el Afortunado, era el varón de más edad y su madre estaba muy por delante en cualquier línea sucesoria respecto a sus rivales. La relación Habsburgo-Avís era tan estrecha que casi formaban una única familia con dos ramas y matrimonios en todas las generaciones. De los once enlaces de la desaparecida dinastía de Avís, ocho habían sido con los Austrias españoles. Felipe, educado en portugués, con ayas lusas, tenía tantos o más ancestros portugueses que españoles o austriacos.
Portugal y Felipe II
Aunque la nación vecina entonces, como los demás reinos hispánicos, fuese gobernada por virreyes, Felipe II conservó sus propias leyes e instituciones y Portugal se mantuvo como entidad casi independiente. El Consejo de Portugal, compuesto en exclusiva por portugueses, asesoraba al monarca sobre asuntos concernientes al reino y controlaba su imperio ultramarino, que le otorgaba grandes ventajas económicas. El rey español se comprometió, además, a defender el vasto imperio luso, que se extendía por territorios americanos, africanos y asiáticos, y rescató a los más de ochocientos caballeros portugueses que permanecían presos en Alcazarquivir. Felipe tenía además todo el apoyo de los poderosos jesuitas, con gran influencia en Portugal, y una parte muy significativa de la nobleza y burguesía beneficiada de ser los únicos que podían dedicarse a la trata de esclavos y ejercer sus actividades comerciales en el Atlántico cruzando en grandes galeones desde las costas africanas hacia los virreinatos de Nueva España y Perú.
La unión con Portugal supuso ventajas y desventajas para ambos países. Las ventajas para Felipe II fueron un millón de nuevos súbditos, la ampliación de la costa atlántica y la duplicación de sus flotas oceánicas y, para ambos, una misión conjunta en las empresas de Ultramar. Entre las desventajas: la complejidad de administrar dos estados tan diferentes y el descontento popular por las tropas de ocupación que en su momento saquearon con violencia los pueblos y ciudades portuguesas, fortaleciendo el sentimiento antiespañol. Pero el máximo error, y claro, “a toro pasado”, fue no haber designado a Lisboa, la urbe más cosmopolita y opulenta del planeta, como capital de ambos estados. Antonio Igual Úbeda, en su libro El Imperio español, opina que Felipe II “supo iniciar la obra trascendental de la unidad ibérica, pero no supo convertirla en empresa nacional”.
Las hostilidades
La unión ibérica se mantendría durante el reinado de Felipe III y IV, pero tocaría a su fin en 1668, con el reconocimiento de la independencia de Portugal tras una larga contienda en torno a la frontera conocida como La Raya.
Como hemos comentado, este momento, el más trascendental de nuestra historia peninsular, comenzaría a ser olvidado durante siglos por los investigadores españoles. Tampoco ahora,con el auge de los estudios autonómicos, ni en Galicia, Castilla, Extremadura o Andalucía, escenarios de excepción en la guerra, se habían acometido aproximaciones de relieve.
La obra de referencia
Fue ese arrinconamiento nacional y la ausencia de análisis especializados lo que condujo al autor, Enrique F. Sicilia Cardona, a realizar un proyecto con la Editorial Actas que acaba de salir al mercado con el título La Guerra de Portugal (1640-1668). Gracias a esta editorial, al autor y a su gusto por los senderos históricos poco trillados, hoy tenemos una obra que desde su aparición ya se ha convertido en la referencia de este crucial conflicto peninsular y que, desde España, se había dejado demasiado tiempo en el olvido.
Enrique F. Sicilia Cardona (Madrid, 1973) es licenciado en Geografía e Historia (UNED) y en Ciencias de la Información-Periodismo (UCM). Vocal de la Junta Directiva de la Asociación Española de Historia Militar (ASEHISMI), profesor de Humanidades, conferenciante y especialista en temas histórico-militares, ha publicado numerosos artículos en revistas de ámbito nacional, y es autor de los siguientes libros: La batalla de Nieuport 1600, La batalla de Sekigahara 1600, Napoleón y Revolución: Las Guerras Revolucionarias, y coautor de La Guerra del Rosellón (1793-1795).
Los conspiradores
El alzamiento separatista por la independencia de Portugal en absoluto fue un “levantamiento popular generalizado” —como se ha vendido en el imaginario luso—. Sicilia Cardona aclara en su libro que fue algo minoritario. De hecho, en la zona norte apenas tuvo seguimiento y Madrid mantuvo durante toda la guerra una corte de portugueses leales a la casa de Austria. Por su parte, los llamados fidalgos, la alta nobleza, principales ostentadores de señoríos en Portugal, permanecieron en conjunto fieles a Felipe IV o terminaron exiliándose.
Los instigadores de la rebelión fueron un pequeño grupo de conspiradores en torno a don João, el acaudalado VIII duque de Braganza. Era una élite dirigente de portugueses afectada por la pérdida de privilegios que conllevaban las reformas del Conde Duque de Olivares. También, las quejas incidían en la incapacidad de Felipe IV —pese a sus grandes esfuerzos— para defender sus territorios de Ultramar de otras potencias como Holanda, Francia e Inglaterra. Por cierto, que João, emparentado con grandes linajes de Castilla y cuya esposa era hermana del duque de Medina Sidonia —y que según la tradición dijo: «Más vale ser Reina por un día que duquesa toda la vida»— aceptó ser nombrado rey, pero no ser el líder de la insurrección y, a la espera de que esta triunfase, se quedó entregado a su pasión, la música, en el palacio de Vila Viçosa.
La inteligencia militar y sus aliados
Sicilia Cardona nos acerca los pormenores de los agentes secretos españoles en Portugal: “Desde Carlos V y sobre todo Felipe II la Monarquía Hispánica tuvo una espectacular y eficaz red de información que mantuvo Felipe IV, incluso con un espía mayor o jefe de espías. Sería fundamental para conocer las debilidades y fortalezas del oponente y a partir de esa información planificar estrategias. Portugal también tenía su servicio de espionaje, pero por experiencia, tradición y recursos, el sistema español estaba más desarrollado”, explica. Otro aspecto de la inteligencia militar fue el uso de sicarios para eliminar a los cabecillas rebeldes. “Felipe IV intentó descabezar el alzamiento tratando de eliminar mediante el asesinato selectivo a don João IV y esa Corte postiza o doble que crearon los Braganza en Lisboa, pero los portugueses tuvieron la habilidad suficiente para descubrirlo y evitarlo”.
Como pasó en América, el verdadero fin de la hegemonía española sería provocado por una alianza de enemigos de España. En este caso franceses, ingleses y neerlandeses: “Para que un gigante sea derrotado hacen falta varias fuerzas contrarias trabajando al unísono”, recuerda Sicilia. Lo curioso es que estos aliados harían un doble juego, aliados en esta guerra peninsular, pero atacando sin piedad sus posiciones ultramarinas… En relación a la ayuda internacional, el golpe de gracia vendría al final de la guerra con la Inglaterra de Carlos II, que ayudó con tropas poderosas y con la Royal Navy, que ya empezaba a ser una fuerza de primer orden.
Pero junto a esas alianzas, no debemos olvidar el sempiterno problema de Flandes… Flandes fue el teatro principal y la atracción fatal de los Austrias hasta 1667. Siempre su preservación influyó negativamente en la política exterior hispánica. “Nuestras tropas allí eran mucho más numerosas que en Portugal y sobre todo muy superiores en infantería. Echando la vista atrás se debería haber abandonado antes su dominio y centrarse en la recuperación de Portugal, no tengo ninguna duda, para continuar con esa Unión hispánica hegemónica”, afirma Sicilia.
El momento crucial: REBELIÓN
Inmersa en la Guerra de los Treinta Años, la crisis económica y política del Imperio se había ahondado. En la década de los 20, y, a partir de 1630, aumentó el malestar social y, como en otras zonas de España, se extendieron sucesivas revueltas como las de Oporto y Lisboa en 1629 o Évora en 1637, una tensión que fue utilizada en su beneficio por la nobleza portuguesa.
El quid es que supieron, además, aprovechar el momento propicio para rebelarse: España acababa de perder su flota ante la armada holandesa en la batalla naval de las Dunas (Downs) en 1639 y se enfrentaba a la sublevación catalana. Francia llevaba décadas intentando provocar la división hispano-portuguesa y modernos analistas afirman que incluso la rebelión de Cataluña habría sido instigada por Richelieu. El genial cardenal habría apoyado las reivindicaciones de João con el convencimiento de que una guerra con Portugal agotaría los recursos españoles.
Con la derrota sorpresiva de los hispánicos en Montjuich, los lusos tendrían más tiempo para preparar la posible embestida de Felipe IV, más preocupado por recuperar, de momento, Barcelona que Lisboa. Curiosamente, en el frente catalán combatían numerosos soldados portugueses a favor de los Austrias y la unidad en su conjunto llegó a estar al mando de un portugués, Francisco Manuel de Melo.
Así pues, el 1 de diciembre de 1640 comenzaba el alzamiento en Portugal: la gobernadora, Margarita de Saboya, fue arrestada y el secretario de Estado, Miguel de Vasconcelos, asesinado. El día 15 de diciembre del mismo año, João era entronizado como Juan IV de Portugal, y reconocido también en Brasil y Asia.
TEATROS Y MODELOS
La Guerra de Portugal, de Sicilia Cardona, se presenta como una obra perfectamente estructurada. Una vez concretada la ruptura política peninsular, se ocupa de las zonas de disputa de ambos contendientes con los diferentes teatros de operaciones y sus variables… El estudio va analizando la importancia de las decisiones en los hechos bélicos, la propia topografía, las vitales líneas de comunicaciones y sus vituallas para los ejércitos, los informantes o las plazas abaluartadas, verdaderos escollos y puntos estratégicos o hasta el mismísimo clima que paralizaba la acción durante meses.
Doble enfoque español y portugués y la caballería
Es, asimismo, muy reseñable en la obra el acercamiento al contrincante: “Si queremos analizar convenientemente esta guerra, debemos estudiar y poner en su justo contexto al enemigo portugués, verdadero ausente en los estudios anteriores”, afirma el autor. Y es que esta obra no desdeña los estudios de los especialistas portugueses y da voz —como nunca antes— a sus personajes principales para aportar así una decisiva mirada a las fuentes lusas y dar más amplitud a los hechos narrados. Quizás sea este doble enfoque, español y portugués. una de las características más notorias de esta obra.
El autor, especialista en historia militar, compara atinadamente los modelos marciales de ambos reinos y considera que eran muy similares al haber coexistido durante décadas, si bien se decanta con razones de peso por atribuirle a la Monarquía Hispánica la primacía teórica y práctica.
Es destacable, también, dentro de las tres Armas, el grado de decisión e importancia que, según el autor, adoptará la Caballería, para él verdadera protagonista en esta larga contienda
El estudio bélico
La obra, con espléndida portada de Jordi Bru, referencia de la fotografía histórica, consta de 535 páginas, más otras 24 de un cuadernillo central a color, repleto de fotografías del propio autor. Asimismo, podemos encontrar grabados que ayudan a comprender mejor las décadas de lucha y tres mapas que sitúan los principales hechos de armas.
El estudio bélico se enfoca en las fases de la guerra, que el autor divide en tres periodos principales:
I: 1640 a 1648
El reino de Portugal se lanza a una guerra abierta.
El principal factor que beneficiaría a los rebeldes lusos es que en esta época España estaba inmersa en múltiples teatros de operaciones que condicionaban su esfuerzo e impedían su focalización en solo uno.
A la espera de una inminente invasión desde Castilla —que tardaría en producirse— asistimos a los saqueos e incendios en los pueblos fronterizos, con una gran violencia tanto en la defensa como en el ataque. Unas auténticas luchas urbanas que no desmerecen a otras más conocidas como las de San Martín de Trevejo o Valverde.
Valverde
Desde el principio de la guerra, la intención de los portugueses fue obvia: no solo recobrar su independencia, sino también apoderarse de Extremadura. En diciembre de 1640, un ejército portugués, mandado por el general Rabello, con 5.000 infantes y 900 caballos, intentó tomar por sorpresa la villa de Valverde de Leganés, próxima a Olivenza.
El capitán vizcaíno Juan de Garay, jefe del ejército de Extremadura, había recibido una confidencia sobre los planes lusos, por lo que se anticipó enviando a los tercios del marqués de Rivas y del marqués de Falces y a 3000 soldados de caballería al mando de don Antonio Pacheco. Tras ligeros combates, los portugueses avanzaron en masa hacia la villa, abrieron brecha en la muralla y penetraron en Valverde.
Soldados españoles y vecinos lucharon al unísono. En la plaza de la villa, el enfrentamiento fue brutal. Finalmente, al mando del capitán don Diego de Lara acometieron a los enemigos por la espalda y se decidió la batalla.
El general portugués Rabello cayó muerto de un impacto de lanza y los portugueses, viéndose descabezados, se desbandaron y fueron pasados a cuchillo: 800 bajas españoles y 2000 enemigas. La larga guerra acababa de empezar.
Junto a esas luchas fronterizas, el primer órdago de consideración fue una operación portuguesa en la provincia de Badajoz que penetró hasta Montijo. Sería la primera gran batalla de esta guerra con un resultado controvertido, pues ambos se vieron vencedores —lo que corrobora Sicilia escarbando en multitud de fuentes—. En relación a ello, el autor presenta dos novedades: ubica la batalla en una situación diferente a la habitual —con pruebas convincentes de esa posibilidad— y narra otra operación portuguesa poco reseñada que acechaba Badajoz y la batalla del fuerte de Telena en 1646, nunca referenciada en obras anteriores.
Así, el libro va siguiendo el conteo de los años y los diversos combates. Los portugueses van adquiriendo mayor experiencia, particularmente en su fuerza montada. Aunque en varios encuentros serían batidos por el marqués de Molinghen, el mando hispánico en el sector principal del Alentejo-Extremadura, poco a poco se irán colocando en una situación de paridad con los hispánicos.
II: 1648 a 1659: PRUEBA DE FUERZA
Una vez firmada la paz de Münster con los neerlandeses, solo Francia, que lleva desde 1635 disputando la preponderancia en Europa a las tropas del Rey Planeta, parece ayudar a los lusos.
En esta segunda fase, habrá una relativa calma en torno a La Raya. Sin embargo, habrá operaciones de calado como la conquista de Olivenza por los hispánicos, o el posterior asedio de Badajoz por los portugueses. Pero la verdadera prueba de fuerza lusa se iba a materializar en su ataque a la plaza más relevante del primer escudo portugués en el Alentejo, Elvas, sitiada por los hispánicos. Ese ataque del ejército de socorro, entre la niebla, supondría la primera gran victoria campal de los bragancistas, un punto de inflexión que precipitaría la tercera y postrera fase de la guerra.
III: CAÍDA DEL TELÓN de 1659 a 1668
La Monarquía Hispánica, desembarazada ya del enemigo francés por el Tratado de los Pirineos pudo, por fin, concentrar toda su atención en el teatro portugués. Al frente de un ejército de unos 18000 infantes y 8000 caballeros, D. Juan José de Austria, bastardo real, hábil comandante, héroe de la pacificación de Nápoles y el que arrebató Barcelona a los galos, penetra a través de Extremadura. Los españoles fueron rindiendo las distintas plazas fronterizas hasta tomar, el 22 de mayo, la ciudad de Évora, la segunda más importante del reino, que se situaba en una posición estratégica en la ruta hacia Lisboa en 1663.
Parecía acercarse la victoria final para la Monarquía Hispánica, pero en este tiempo Portugal ya no estaba tan indefensa como al principio de la guerra. Había construido tres escudos abaluartados en el Alentejo, y sus tropas estaban actuando desde hacía años a un gran nivel táctico. Por si fuera poco, Francia seguía apoyándola y habían firmado una nueva alianza con Inglaterra. Contaban con las mejores bazas para, desde su propio territorio, golpear en el momento preciso a los hispánicos, tal y como sucedió.
A los españoles les faltó el apoyo de una Armada fuerte y contundente. La conjunción naval y terrestre para ayudar en el bloqueo de Lisboa era vital y hubiese sido decisiva sobre todo en esta tercera fase de la guerra con la amenazante presencia de la armada inglesa en favor de Portugal.
Ameixial
Ahora se producirá la batalla más decisiva de esta guerra, Ameixial, donde las otrora invencibles tropas españolas serían batidas por la excelente visión táctica de Schomberg, un mercenario francés al servicio luso.
Esto no desanimó a Felipe IV, que rebuscó entre sus tropas europeas para devolver el orgullo a sus armas y confió sus tropas al III marqués de Caracena, veterano de mil batallas. Para Sicilia Cardona, “fue el mando hispánico que mejor entendió la naturaleza de esta guerra, porque deseaba atraer a los enemigos a otra gran batalla para batirlos. Habían perdido hombres y tiempo asediando plazas fuertes”. Sin embargo, los españoles volverían a ser derrotados en Montes Claros, el enfrentamiento más sangriento de la guerra, en Vila Viçosa, providencialmente en la cuna simbólica de los Braganza.
Esta batalla final decanta la balanza del destino. La corte madrileña se sumió en la desesperación viendo cómo sus anhelos de recuperar aquel reino quedaban definitivamente rotos el 13 de febrero de 1668, fecha del Tratado de Lisboa. Ni João (muerto en 1656) ni Felipe IV (en 1665) lo firmaron. Serían sus herederos, los jóvenes Carlos II de España y Alfonso VI de Portugal, ambos discapacitados y sometidos a regencias, los encargados de firmar la separación definitiva de los reinos españoles y Portugal.
El balance bélico. ¿Un conjunto de factores nos hicieron perder?
¿Antepuso Felipe IV sus intereses en Flandes, sumidero de hombres y dinero para la Monarquía, a la recuperación de Portugal? ¿Se equivocó al dividir las fuerzas en varios ejes —sin superioridad numérica y a mucha distancia de Lisboa— en lugar de concentrarlas en un único ejército? ¿Se entretuvieron en tomar plazas fuertes y descuidaron otras zonas? ¿Fue equivocada la estrategia hispánica de invadir Portugal demasiado tarde, cuando ya tenían escudos abaluartados defensivos en el Alentejo, teatro principal junto a Extremadura?
La conclusión del investigador Sicilia es rotunda: “La Monarquía se había desgastado en proyectos costosos, perdiendo recursos financieros, hombres y la logística necesaria. Se enfrentó a un ejército muy entrenado y disciplinado que luchó con determinación”. Para el historiador, fue crucial la ayuda exterior, y la calidad de los mandos enemigos entre los que destaca al mariscal Schomberg, enviado por el rey Luis XIV, como la mejor mente militar de la contienda.
El libro termina con unos interesantes anexos donde encontramos biografías de los mandos protagonistas de ambos rivales, listados de capitanes generales y gobernadores militares, más una tabla con la comparativa de los tamaños, en diferentes años, de los ejércitos contendientes.
La pregunta del millón: ¿Fue el final de los gloriosos Tercios españoles?
De las tres armas, en esta guerra la que más ha sorprendido al autor es la caballería, y considera que fue la fuerza predominante y clave por su mayor movilidad. “Gracias a ella, España pudo dominar las dos primeras fases con determinación y potencia de choque, lo que le daría triunfos rotundos”. Pero sobre todo, lo que deja claro, es que en esa tercera y decisiva fase final hay una pérdida de nivel de la infantería de los famosos tercios españoles.
Por ello, para Sicilia Cardona, la época gloriosa de los Tercios, se acaba aquí. “Se habla mucho de Rocroi, pero Montes Claros es la última ofensiva de esa gallarda infantería mítica y legendaria, imbatible en mil lides, pero que llegó a su límite y al final tuvo que enfrentarse a un ejército con un nivel táctico similar, e incluso, moralmente, superior”, sentencia.
Una obra bien pensada, estructurada y escrita
El epitafio a aquel largo combate lo podemos encontrar en el escritor Arturo Pérez Reverte, cuando dijo aquello de que “al final, a uno lo derrotan siempre”.
Eso fue lo que ocurrió con la Monarquía Hispánica, esa entidad supranacional que intentó recuperar Portugal, y tendrían que pasar 28 años para percatarse de que lo había perdido, y con él su vinculación peninsular, por lo que ahora sabemos, sin posible vuelta atrás.
¿Es un libro solo para amantes de la historia militar?
Aunque Enrique Sicilia afirma que “todavía queda por investigar sobre algunas de las batallas más relevantes de esta guerra”, lo cierto es que La Guerra de Portugal, de la Editorial Actas, no solo viene a llenar un inexplicable vacío bibliográfico, sino que trasciende el ser la obra primigenia para convertirse en la obra definitiva, la referencia imprescindible y de lectura obligada para el conocimiento de este período histórico.
¿Es un libro solo para amantes de la historia militar? En absoluto. Lógicamente, sus páginas aportan un gran caudal de datos bélicos, pero también disfrutaremos de personajes fascinantes, portugueses y españoles, convencidos de que estaban destinados a la gloria e imbuidos de una sensación de victoria final o incluso de una cuasicontrarrevolución, organizada por la mismísima Inquisición. Apasionantes son también las traiciones y alianzas de ingleses y franceses que se coaligaron para ayudar a Portugal y cuyo único interés sería derribar al todavía gigante de la Monarquía Hispánica, que, por mucho que se empeñen los leyendanegristas, atesoraba un ingente poder planetario.
Tras la lectura de la obra, los amantes de la Historia constatarán la realidad de que sin conocer la Historia de Portugal de este siglo es imposible afrontar la de España. Deslumbra entre sus páginas este importante escenario, casi absolutamente ignoto, que trascendía la política de la Península y que se convertía en una guerra de escala internacional en aquel siglo de pugna por la hegemonía de Occidente.
Pero sobre todo, fue mucho más que eso. El autor concluye: “Fue la guerra que España nunca debió perder”. Nos atrevemos a más y matizamos: “Fue la guerra que jamás debimos librar”, pues perdimos ambos países el primer imperio global de la Humanidad.
La Guerra de Portugal, de Sicilia Cardona, nos acerca a la guerra ibérica más importante de nuestra historia. Un episodio demasiado olvidado, pero tan crucial que cambiaría sin vuelta atrás los futuros designios de una península, una Europa y hasta una cosmovisión geopolítica que hubiera tenido sin duda el contundente sello Marca Hispania.
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Autor: Enrique F. Sicilia Cardona. Título: La Guerra de Portugal (1640-1668). Editorial: Actas. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
A falta de rigor e o constante anacronismo, politicismo interni e falta de cosmopolitismo da historiografia espanhola, borda o ridículo. Boa sorte com tamanha mediocridade.
Entiendo que a los separatistas os de cien patadas que se abogue por la unidad ibérica e intentéis desacreditar estudios rigurosos
Excelente artículo, María.
¡Enhorabuena!
Excelente articulo Me abrió el apetito. Compraré el libro. Desde la época de los Reyes Católicos, hemos estado navegando en un gran malentendido. Todos somos españoles -los íberos- sólo algunos son portugueses, gallegos, castellanos, leoneses, vascos, catalanes, andaluces y aragoneses. Aquí sólo hay un problema: el ombligo de Castilla. Soy partidario de una Federación Republicana de Pueblos Ibéricos o Españoles, como queráis, donde la capital nunca podría pasar por Madrid
No le falta a usted razón (y quien se lo dice es luso-español), pero creo que ha pasado demasiado tiempo para que la utopía de una federación ibérica se haga realidad, al menos en lo que me queda de vida (y durante unas cuantas décadas más, supongo).
Gracias!!
¡Enhorabuena! Muchas gracias por esta reseña tan exhaustiva.