Maxine Hong Kingston es una escritora estadounidense hija de inmigrantes chinos. Y el choque entre esas dos culturas, la de los cuentos tradicionales que le contaba su madre y la de las duras calles de California, ha dado como resultado esta novela traducida a dieciocho idiomas.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de La guerrera (RBA), de Maxine Hong Kingston.
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«Te voy a contar algo —empezó mi madre—, pero no se lo puedes decir a nadie. En China, tu padre tenía una hermana que se suicidó. Se tiró a un pozo. Por eso siempre decimos que, en la familia de tu padre, son todo hermanos, porque es como si no hubiera nacido.
»Recuerdo una mañana que me estaba vistiendo con tu tía y me fijé en que tenía un melón por estómago; aun así, en aquel momento no pensé que estuviera embarazada. Luego empezó a parecerlo, a llevar la camiseta tirante y el borde de los pantalones al aire. El caso era que no podía estar preñada porque su marido se había marchado años atrás. Nadie dijo nada, no se habló del tema. En verano, mucho después de lo que dictan las matemáticas, dio a luz.
»El resto del pueblo también había llevado las cuentas. La noche que nació el bebé asaltaron nuestra casa. Algunos lloraban. Eran como una sierra iluminada en las puntas, filas de personas que caminaban en zigzag por nuestras tierras, arrancando las plantas de arroz. Las linternas se multiplicaban sobre el agua negra que se apresuraba a escapar por las grietas de los diques rotos. Cuando se acercaron, pudimos ver que algunos —seguramente gente a la que conocíamos bien— llevaban máscaras blancas. Quienes tenían el pelo largo se lo dejaban caer ante la cara. Las mujeres de pelo corto se lo habían peinado hacia arriba. Otros se habían atado bandas blancas en los brazos, la frente o las piernas.
»Empezaron tirando barro y piedras a la casa. Después siguieron con huevos y sacrificaron a parte de nuestros animales. Oíamos sus últimos chillidos. Gallos, cerdos. Nos llegó el gemido final del buey. En las ventanas veíamos destellos salvajes de rostros conocidos. Algunos se detenían a mirarnos con ojos rápidos como linternas. Apoyaban la mano en el quicio y sus caras quedaban enmarcadas por la ventana. Al irse, dejaban marcas rojas en la madera.
»Aunque no habíamos echado el cerrojo, entraron por la puerta principal y por la trasera. De sus cuchillos goteaba la sangre de nuestros animales. La esparcieron por puertas y paredes. Una mujer agitaba en el aire un pollo al que había degollado y lanzaba arcos de sangre a su alrededor. Nos quedamos juntos en el centro de la casa, en el salón donde estaban las imágenes y los altares de nuestros ancestros. Mirábamos fijamente a la nada.
»En aquella época, nuestra casa tenía solo dos alas. Cuando los hombres volvieron, construimos otras dos para delimitar un patio y una tercera para marcar el inicio de otro. Los intrusos recorrieron las dos alas y entraron en todas las habitaciones, también en la de tus abuelos. Buscaban la de tu tía, que en aquella época era, a la espera de que volvieran los hombres, también la mía. De ese cuarto saldría después un ala en la que viviría la familia de uno de mis hermanos pequeños. A mi tía le arrancaron la ropa y los zapatos; le rompieron los peines y se los pisotearon. Desgarraron lo que había estado tejiendo. Patearon el fuego y echaron ahí las prendas en las que estaba trabajando. Desde la cocina nos llegaba el ruido de boles rotos y ollas abolladas. Tiraron los jarros de loza que quedaban a la altura de la cintura; de ellas salieron huevos de pato, frutas en conserva, verduras y un torrente de ácidos. La señora mayor de la parcela de al lado agitaba un cepillo y echaba a los “espíritus de la escoba”. “Cerda”. “Fantasma”. “Cerda”, sollozaban y regañaban mientras destruían nuestra casa.
»Cuando se fueron, se llevaron azúcar y naranjas como para bendecirse todos. También trincharon algunos de los animales muertos. Otros cargaron con los boles que no habían roto y la ropa que no habían desgarrado. En cuanto se marcharon, barrimos el arroz y lo volvimos a meter en sacos. No logramos quitar el olor de las conservas. Esa misma noche tu tía dio a luz en la pocilga. A la mañana siguiente, al ir a por agua, me encontré con que su cuerpo y el del bebé obturaban el pozo.
»No le digas a tu padre que te lo he contado. Él niega su existencia. Ahora que te ha bajado la regla, lo que le pasó a tu tía te puede pasar a ti. No nos humilles. No creo que quieras que todo el mundo te olvide, como si no hubieras nacido. La gente del pueblo siempre vigila».
Cuando quería advertirnos sobre los peligros de la vida, mi madre nos contaba historias como aquella, relatos que eran como cimientos. Ponía a prueba nuestra capacidad de establecer la materia de la que está hecha cada realidad. Su generación de migrantes era así: aquellos que no se adaptaban a una forma cruel de supervivencia morían jóvenes y lejos de casa. Las generaciones siguientes hemos tenido que apañárnoslas para hacer que el mundo invisible que ellos construyeron en torno a nuestra infancia encaje en la sólida América.
Los primeros migrantes confundieron a sus dioses modificando las maldiciones, llevándolos por calles tortuosas y engañándolos con nombres falsos. Supongo que a nosotros, sus descendientes, también trataban de confundirnos porque constituíamos una amenaza similar a los dioses: siempre intentando enderezar lo torcido, siempre intentando nombrar lo innombrable. Los chinos que conozco ocultan sus nombres; cuando su vida cambia, cambian de nombre y guardan, en silencio, el original.
Chinoamericanos, os pregunto: cuando tratáis de entender qué tenéis de chinos, ¿cómo separáis lo que es propio de la infancia, de la pobreza? ¿Cómo separáis la locura, la familia, vuestras madres, que os marcaron con sus historias? ¿Cómo separáis todo eso de lo propiamente chino? ¿Qué son tradiciones chinas y qué hemos sacado de las películas?
(…)
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Autora: Maxine Hong Kingston. Título: La guerrera. Traducción: Munir Hachemi. Editorial: RBA. Venta: Todos tus libros.
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