Si, por alguna razón incomprensible, ha decidido ocupar su vida dándole a la tecla con fines creativos, los años, las mesas de novedades y los rechazos editoriales le enseñarán que España no es país para el cuento. Tampoco para géneros como la fantasía, el terror o la ciencia ficción, comúnmente ignorados por los grandes sellos y que, por el contrario, reinan cuando se trata de obras audiovisuales. Y si sus manos son de mujer, ya ni digamos. ¿Que a qué se debe esta situación? Bueno, podemos teorizar. Hacer cábalas. Aventurar razones —sociológicas, psicológicas, culturales, según se prefiera— tras la supuesta ausencia de interés lector por las autoras de cuentos dedicados a lo que los ingleses llaman weird. Incluso habrá ignorantes que se atrevan a alegar una falta de tradición literaria. Pero para quien suscribe estas líneas, el motivo primario es más simple y lamentable si acaso: el prejuicio.
Ellas son Cristina Fernández Cubas (1945), Pilar Pedraza (1951), Alicia Sánchez (1965), Pilar Adón (1971), Ángeles Mora Álvarez (1971), Patricia Esteban Erlés (1972), Marian Womack (1975), Izaskun Gracia Quintana (1977), Gemma Solsona Asensio, Ana Martínez Castillo (1978), Sofia Rhei (1978), María Zaragoza (1982), Tamara Romero (1982), Sére Skuld, Isabel del Río (1983), Elisenda Solsona (1984) y Nerea Pallares (1989), todas ellas bajo la coordinación de Beatriz García Guirado (1983). Una selección de apellidos que, amén de cubrir un amplio espectro generacional de autoras —muchas de ellas galardonadas, además de excelsas conocedoras de la escena literaria gracias a su condición de editoras, libreras o traductoras— o de contar con instituciones como Fernández Cubas o Pedraza, reina indiscutible del terror patrio, alcanza un nivel medio excepcional, que halla en la libertad de temáticas y modo de abordarlas su más potente reclamo.
Hay un nexo común en los 17 relatos, claro, y es la extrañeza. A lo largo de más de 200 páginas seguimos esa fina línea entre ficción y no ficción, entre inquietud y terror, entre fantasía y realismo. Damos así con exóticos y misteriosos relojes de pared, vampiras contadoras de historias, hermanas cautivas que son el verdadero peligro, doppelgängers fruto del trauma, predicadores que guardan oscuros secretos, hadas que desconocían la muerte, extrañas y gigantescas mariposas ocre, niñas más conectadas al mal que a la inocencia, amores fantasmagóricos, cultos salvajes a inesperadas entidades primigenias, editoriales que formulan propuestas rayanas en lo demoníaco, rejuvenecimientos a base de sangre, inquietantes plagas de payasos, resistencias oníricas contra el apocalipsis, adopciones que se tornan desapariciones, aullidos en la tormenta y escandalosos selfis funerarios.
Y si después de asomarse a este crisol de abismos retorcidos, de catar este amplio catálogo de venenos dulces, de comprobar que el talento patrio abunda y las buenas historias lo son sin importar el vehículo que adopten para manifestársenos, todavía habrá quien alberga prejuicios hacia la literatura extraña escrita por mujeres, tenemos otra receta. En «El tapiz» (1902), uno de los centenares de relatos escritos por Emilia Pardo Bazán (1851-1921) —porque no solo de Ulloa y sus pazos viven los libros de historia—, la gallega narra el amor irrefrenable del protagonista hacia la tejedora del valioso tapiz persa que posee, a la que imagina joven y bellísima. El embrujo se desvanece cuando, camuflada en la tela, el tipo descubre algo que brilla. Es… ¡una cana! Una cana significa que quizás la responsable de la manufactura no fuese tan lozana ni atractiva como parecía. Pero este metafórico prejuicio sobre la vejez arroja otra lectura: esa hebra de plata, su magia, su embrujo indómito y desafiante es lo que hace interesante al tapiz. Y es que, como decía Herman Hesse (1877-1962), con la magia nunca hubo elección, porque es ella quien nos escoge a nosotros, y no al revés.
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Autoras: VV.AA. Título: Ellas, las extrañas. Editorial: InLimbo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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