El chal, primer relato de este libro, es breve, contundente, una pieza de artesanía literaria. Fue publicado en el New Yorker, al igual que el segundo relato, Rosa, aunque con una diferencia entre ellos de tres años. Ya en el párrafo primero de El chal la autora condensa toda la historia que nos va a contar. Las relaciones entre tres mujeres, en un campo de concentración nazi, y un objeto que, por la función que cumple en el texto, adquiere la propiedad de mágico. Rosa, la madre sin destino que no halla salvación ni consuelo; Stella, la sobrina fría, infernal, la sobrina caníbal que quiere sobrevivir; Magda, la niña inocente, el sueño perfecto; el chal, el útero materno al que todos quieren volver, el objeto que Ozick utiliza como vínculo narrativo y estético de los acontecimientos que conforman sus dos relatos. La presencia del chal, tanto en el relato que lleva su nombre como en Rosa, es una sombra que lo impregna todo; es el símbolo de lo ocurrido, del hecho donde se detuvo la vida de Rosa, donde debió detenerse el universo entero. El chal simboliza la culpa, la culpa que ha de pagar Stella por querer sobrevivir, la culpa que también se esconde, como un animal escurridizo, en las entrañas de Rosa, la culpa de la víctima que sobrevive ¿acaso no hubiera sido mejor morir? El chal es la vida, el útero materno donde Magda, el bebé, se encuentra a salvo, la bolsa de marsupial que la alimenta y protege del horror de los nazis; pero también es su otra cara, la muerte. Fuera de él, de su protección, se extiende el abismo, el sinsentido de lo que está ocurriendo en ese campo de concentración, el desconcierto ante tanta crueldad en seres humanos. El chal también simboliza el silencio, el silencio del dolor contenido, del miedo: la mordaza en la boca de Rosa, en la boca del mundo.
Hay en la narración de Ozick imágenes visionarias difíciles de olvidar. Imágenes que nos van introduciendo en el desenlace de los relatos. El diente que se alza en la encía de Magda como una lápida de mármol diminuta, es una de ellas. El pezón de Rosa, con su conducto para la leche convertido en ojo ciego, en agujero frío, donde ella vivirá a partir de lo ocurrido, es otra.
Cada historia requiere ser contada de una determinada forma. En el prólogo a esta edición de Lumen, publicada en el mes de septiembre, Berta Vias Mahou dice que al enfrentarse a la escritura de estos textos, Ozick buscó la manera de expresar el sufrimiento que padeció el pueblo judío bajo el poder de los nazis. No hace mucho leí un libro con un título magnífico: La literatura es mi venganza de Claudio Magris y Mario Vargas Llosa, publicado en la colección Argumentos de la editorial Anagrama. El escritor italiano Claudio Magris explicaba en él que el tema de un texto debe ser análogo al estilo. Cuando trataba de escribir su novela A ciegas no podía hacerlo de una forma lineal, al contrario, se imponía una manera de contar fragmentada, discontinua, incluso irracional que pusiera de manifiesto lo sufrido por los héroes de su historia.
Cuando se ha perdido todo, cuando la herida es profunda y aúlla, cuando la ha padecido no solo el que la sufre en su carne, sino la propia humanidad, la civilización, la vida es un disparate, un espejismo que no debería existir. Así lo vive Rosa Lublin en el segundo relato que lleva su nombre. Y así nos lo muestra Ozick en su escritura. Treinta y tantos años después de la infamia, Rosa Lublin vive en un Miami abrasador y absurdo de lavanderías, bragas extraviadas, hoteles con playas custodiadas por alambradas de espino, supervivientes convertidos en ratas de laboratorio, y compatriotas polacos con mujeres en manicomios americanos. Las ilustraciones de Óscar Astromujoff se unen en perfecta armonía a las historias. Figuras sin rostro, alargadas y grises, atrapadas en un hecho que nunca dejará de repetirse para sus protagonistas.
Autor: Cynthia Ozick. Título: El chal. Editorial: Lumen. Edición: Papel
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