Extraño un par de minúsculos espacios de piel de mi mano. Ambos territorios conviven en la extremidad derecha y generan la fotografía del pulgar y lo que lo circunda. Son cicatrices, un recodo ágil para asomarse al pasado. Más de 10 años separan estas suturas de aquellas heridas.
Leo, en un par de revistas de Internet, que la epidermis de un ser humano se regenera aproximadamente cada 28 días. Una vez al mes, digamos. Diez años son 120 meses. Yo soy ciento-veinte-veces-distinto de aquel adolescente que sangraba en el salón de sus padres (“no os asustéis, que no es nada”).
La herida abierta es presente: el fluido metálico de la sangre compromete al cuerpo, lo hace evidente, lo genera una y otra vez a los sentidos del hombre. Es, con la sangre, cuando uno mejor se percibe, cuando es consciente de sí mismo: el cuerpo existe y tiene límites, contiene lo que escapa por las llagas. La cicatriz, por el contrario, cohíbe la herida a la vez que cura al hombre: el cuerpo cosido se hace menos nítido, apenas duele.
“Malaventurados los que sean cuerpo a los ojos de los otros / porque ellos serán enfermos”.
Existimos porque somos cuerpo-herida.
Pedro Alberto Cruz es un poeta con perfil de hombre maldito. Su verso es la confesión de alguien que soporta el peso de la culpa; escribe porque cada uno de sus poemas expía algún pecado: son cilicios, la corona putrefacta que se clava en su carne.
La obra de Cruz se entromete en su vida, en el ritmo cotidiano: es un diario de dolores, donde el autor vuelca todo —cada vez con menos pudor, con más verdad— para tratar de salvarse. El oledor de pretzels (Liliputienses, 2019) es su último intento.
Si en los libros anteriores Pedro Alberto ha exorcizado el amor, la pasión paternofilial y otras cuestiones que demonizan, de algún modo, su existencia, esta vez la mirada es, más que nunca, interior. Disocia la vida y la existencia, el cuerpo y la persona, y acota el miedo, que parte desde la conciencia de uno mismo. Porque conocerse, delimitar los extremos de lo corpóreo, asumir la lágrima, es sentir el vacío que supone ser un todo absolutamente insignificante.
La enfermedad, la muerte, abren un libro en el que el escritor comienza preguntándose: “¿Quién merece renunciar a su / nombre por una enfermedad? ¿Acaso son solo los sanos / dignos de un rostro?”. Y se responde: “Te empeñas en presentarte como cuerpo y no me das / oportunidad de conocerte como nombre”.
Desde ahí, se define a través de las heridas, de la percepción de su esqueleto, de su musculatura, de su piel pálida que busca una existencia breve, en la que no quepa demasiado cansancio. “Ser nadie es la única forma de sobrevivir / a ser algo”.
Por eso conviene cerrar heridas, evitar que el cuerpo sangre, que el rojo manche el impoluto blanco del paso de cebra o de la taza del váter, que nada orgánico se convierta en la medida de las cosas. Porque la carne imposibilita la vida, lo corruptible aleja al ser de lo que es: la razón, el sentimiento, lo racional por encima de lo biológico, que lo acaba ensuciando todo. Porque solo se es feliz en el desconocimiento físico de uno mismo.
Alma química
Fui a varios terapeutas respiré profundamente con
el estómago contemplé el mar en calma me
emborraché acaricié varias veces al día el pelo de
mi hijo le dije a ella “te amo” me refugié en las
rutinas salí a correr sin falta cada atardecer devoré
pastillas de ginseng imaginé decenas de éxitos viajé
ocho veces a Nueva York escribí trozos de mi peor
yo para que no viviera más conmigo creí en Dios para
no estar solo y fui ateo para no perderme nada de la
vida lo intenté
Pero
una sola vez todavía bajo el efecto de la sedación
después de que me introdujeran un tubo por el estómago
dejé de sentir miedo ese pánico de piedra que ya es
paisaje por viejo naturaleza antes de mi pecho sobre
la que nací y respiré Mi miedo es geología que me
precede la gravedad de la especie que presiona sobre el
aire lo aplasta contra la tierra de tacto áspero y sucio.
Abrí los ojos y agradecí la oportunidad Nunca había
respirado a favor en la misma dirección en la que van
las cosas como un pulmón más en el sentimiento general
del mundo Me sentía capaz de todo
libre
líquido
leve
La química me había dado un alma nueva una sonrisa
sincera nacida del vacío de cinco minutos sin
conciencia Comprendí que aquello que estúpidamente
llamamos felicidad es un pensamiento precedido de
nada el despertar desde ese “ningún-sitio” que corrió
brevemente por mis venas.
Duró muy poco unos cuantos segundos hasta que la
enfermera me quitó la vía del brazo Ya había pasado
el tiempo suficiente para que mi respiración tuviera un
pasado y el vacío se llenara de piedras que como siempre
me hacían sentir miedo Mi alma química había
desaparecido Me bajé de la camilla y el dolor volvió
a ser natural.
El versículo rompe en esta ocasión con su tradición de versos luminosos, de los que se desprendían aforismos, que el poeta venía practicando. Los poemas, casi narrativos, pegados la tierra, al polvo, se configuran como un catálogo de errores cotidianos, de reflexiones sobre el ser que somos.
Masticamos en las manos sus versos. Saben a sangre. Son unos padres preocupados camino del hospital. Son un joven llorando sin sentido ante una ventana, gastando más lágrimas de las que debería. Son un lirio azul, muerto para celebrar la vida, olvidado bajo los pasos de una muchedumbre que no rompe el vínculo con su figura.
Canta Nick Cave:
And if you want to bleed, just bleed
And if you want to bleed, don’t breathe a word
Just step away and let the world spin
(…)
Don’t touch me
Don’t touch me
Rozo las cicatrices de mi mano. Son dos. La piel en esos puntos me es ajena. Pareciera la de otro. Tal vez la mía en otro tiempo. Puedo notar el latido de la sangre. Ahora soy otro: la sutura aleja el sufrimiento. No me toques.
Don’t touch me.
Don’t touch me.
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Autor: Pedro Alberto Cruz Sánchez. Título: El oledor de pretzels. Editorial: Ediciones Liliputienses.
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