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La hermana mayor

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LIV: LA HERMANA MAYOR

Cuando Cristina entró en el despacho de Don Carlos, quedó meridianamente claro que aquella candidata tenía poco que ver con las anteriores. No es que las otras no fueran válidas o carecieran de aptitudes. Sencillamente, al director se le olvidaron hasta sus nombres y sus caras, porque la persona que tuvo delante entonces lo llenó todo con alguna clase de sortilegio rotundo. Era como mirar a la eficiencia de frente.
Para empezar, llamó a la puerta sin atisbo de timidez, con total determinación. Para seguir, asomó al instante un rostro sonriente, afable y decidido, de pulcro cabello oscuro muy corto, ojos achinados y vivaces, un cutis de perfección imposible y una sonrisa franca. Al director, por alguna razón, le recordó a una de esas hermosas ilustraciones infantiles en las que la luna es un bello rostro femenino de redondas mejillas.
—¡Muy buenas! —exclamó la recién llegada, consiguiendo parecer tan risueña como enérgica—. ¿Me permite? Creo que soy la última…
Don Carlos carraspeó, asintiendo y señalándole la silla vacía frente a su escritorio. Pensó de inmediato que aquella mujer podría ser muchas cosas, pero jamás la última. En nada.
—Este calor es inhumano —comentó ella, tomando asiento y abanicándose con un enorme sobre de papel manila—. Cuántos libros tiene usted aquí, qué maravilla…
—Supongo que está informada de las condiciones del puesto… —aventuró el director.
—Completamente —respondió ella.
—Bien, eso nos ahorra tiempo. Trae informes, imagino…
—No faltaba más. Pero no crea que me hace gracia dárselos.
Don Carlos frunció el ceño, confundido. La mujer le entregó el mismo sobre con el que había estado dándose aire, haciéndole una mueca desenfadada.
—Ah, bien, ya veo… si pudiera hablarme usted misma de su experiencia, para no alargar el proceso más de lo necesario…
—Se resume fácilmente —asintió Cristina—. Soy enfermera diplomada. He trabajado en el Ángel de la Guarda, en el Monte Las Cruces y en el Sanatorio del Sagrado Corazón.
—¿Estuvo en Santa Marina? —exclamó el director, impresionado, estudiando los documentos con interés—. ¿Durante la guerra?
—Sí, señor. Casi desde el principio.
—Pero si debía ser usted una niña entonces…
—Mentí sobre mi edad —repuso ella, encogiéndose de hombros—. No miraban mucho esas cosas, y desde luego necesitaban manos. O me creyeron o fingieron creerme.
—Entonces, ¿trabajó con el Doctor Andrade?
—Don Víctor lo sabía, estoy segura. Lo sospechaba, al menos. Nunca dijo nada y terminé siendo su mano derecha.
—Caramba… ¡Vería usted cosas tremendas! ¿Cómo se le ocurrió meterse en algo tan gordo?
—Soy la mayor de once hermanos, no me asusto fácilmente —replicó la mujer.
Don Carlos soltó una carcajada socarrona.
—Ya veo, ya… Obviamente tiene experiencia, e iniciativa, desde luego. Es justo lo que necesitamos aquí, en Los Milagros…
—Señor, no se ofenda, pero diría que es mucho lo que necesitan —espetó Cristina, categórica—. Pasé un año aquí, al terminar la guerra. Usted no estaba, claro, la casa seguía en manos de su predecesor, cuyo nombre no pronunciaré porque se ha quedado una tarde muy bonita y no la vamos a estropear soltando improperios…
—Hombre, hay que admitir que eran otros tiempos, otra visión… —balbuceó Don Carlos, disimulando su regocijo y tratando de mantener cierta seriedad.
—Era un ceporro, un tirano y un incompetente, aquel carcamal —atajó la mujer—. Ya lo sé, usted no puede decirlo, pero yo sí. Lo que hay aquí son ancianos, enfermos, personas comidas por sus demonios y abandonadas a su suerte. Hacer de esto una cárcel espartana y presumir de ello, encima… Aquella frase suya: “¿sabe usted, señorita, el dineral que le estoy ahorrando a la Diputación? Por eso me valoran”. Y, entre tanto, goteras, piojos, pan con gusanos y las vendas contadas al milímetro. Mire, no me tire de la lengua, que no respondo. Acabé marchándome de este sitio por no cometer yo misma un asesinato.
—Seguimos teniendo algunas goteras —le aclaró el director, con sorna.
—Usted hace lo que puede. En la capital están habituados a la racanería miserable del otro tarugo, y es contra su fantasma contra quien le ha tocado lidiar. Yo estoy hecha para cuidar a la gente, pero créame que valgo para mucho más.
—No lo dudo…
—A mí no me empacha pedir, negociar y hasta exigir si viene al caso. Soy tan competente obedeciendo como mandando. Ni se imagina lo que puedo conseguirle a este lugar y a sus pacientes.
Don Carlos asintió, completamente entregado a aquellas alturas.
—Dígame, ¿cuándo puede empezar?
En las décadas que siguieron, Cristina no dejó puerta sin tocar, carta sin enviar ni estrategia alguna por urdir. Podía manejar igualmente a condesas aburridas, píos sacerdotes o consejeros implacables. Demasiado impaciente para conformarse con el lento devenir de los tiempos, no tardó en pasar de navegar por fundaciones de caridad a formar comités inasequibles al desaliento. Antes que muchos, ya estaba convencida de que donde había derecho sobraba la limosna. Y no estaba dispuesta a esperar a que el país entero lo entendiera. Ni unos ni otros fueron capaces de negarle nada, ni de escandalizarse al verla tocar todos los palos. Para cuando Los Milagros terminó convirtiéndose en una institución de referencia, hasta quienes habían sido sus críticos más mordaces le reconocían el mérito, vanagloriándose de paso de haber contribuido a su éxito.
No la había mejor en aquel trabajo. No era posible tenerla cerca sin que te arrancara una sonrisa. No existía inmunidad contra el contagio de su humor y su modo de hacer las cosas.
—¿Otra vez el timbre? ¿Otra vez? —clamaba en cada guardia, haciendo aspavientos—. Pero, vamos a ver, ¿quién es ahora? ¿Remedios? ¿No acabo de ver a Remedios hace tres minutos? ¿Será posible que no me puedo sentar ni diez segundos?
—Cristiiiiiiiiiiiiina… —se oía a lo lejos, en tono lastimero.
—Cristina, claro, no hay otra —rezongaba ella, poniendo cara de ogresa—. Sí, reíros vosotras, brujas, pero no existís. Aquí solo existe una que yo me sé. Qué ganas tengo de jubilarme, Dios mío, y no tener que cuidar a nadie más…
—Cristiiiiiiiiiiinaaaaaaa…
—¡Vooooooooy!
Siempre iba, protestando todo el camino por el mero gusto de hacer teatro. Siempre, invariablemente, se acercaba a cada enfermo con la misma dulzura.
—Cuéntame, Remedios, cariño mío. ¿Qué te pasa que no duermes? Pero, mi vida, si se te ha caído la almohada… Tienes los pies fríos, espera que te traigo otra manta. ¿Una pesadilla? Hombre, no será verdad. ¡Si están prohibidas en mi turno! Bebe un poquito más, que sabes que te viene bien. Pues como no bebas vamos a perder las amistades tú y yo, te lo advierto…
No mucho después de jubilarse, fue a ella a quien hubo que cuidar. Porque, algunas veces, las cosas se tuercen sin remedio. Y la suerte, casi siempre ingrata, no suele revisar las hojas de servicio. Aún lúcida y serena, Cristina dejó claro su deseo de que la dejaran irse tranquila, sin ceremonias, sin discursos, sin alboroto. Despedida por sus hijas y todo aquel clan suyo al que siempre arropó.
—Fue una gran mujer —comentó una de sus antiguas pacientes, con el semblante lleno de gratitud—. Tenía un corazón de oro. Era… como puro fuego. Y no le tenía miedo a nada, ¿verdad?
—Claro que no —asintió Carlos, que fue su compañero toda la vida—. ¿A qué le iba a tener miedo? Era la mayor de once hermanos…

Para Cristina, que los cuidó a todos

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MILA
MILA
1 año hace

GRACIAS por ese precioso homenaje a CRISTINA