En esta novela, Vanessa Montfort explora los complicados lazos entre madres e hijas a través de una historia tan emocionante como tierna en la que la protagonista, entrenadora de perros, debe lidiar con su progenitora, una mujer que siempre trata de llamar su atención, y con la sospecha de que algunas madres de sus amigas, así como la suya, ocultan algo.
En Zenda publicamos un extracto de La hermandad de las malas hijas, de Vanessa Montfort (Plaza & Janés).
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Cuidado con la Fiera
Al principio el sospechoso no advertía que el animalito se le había acercado. Sus dos kilos de peso y el palmo de altura que levantaba del suelo no eran precisamente lo que uno esperaba de un perro policía, por mucho que pareciera un rottweiler a escala bonsái. De hecho, cuando la sorprendían olfateando a su lado solían gastar una broma: «Uy…, cuidado con la Fiera».
Mónica no lograba acostumbrarse a ese momento y lo disfrutaba como una película de estreno, si no fuera porque ese día y con un sentido de la oportunidad insuperable, aparecieron en la pantalla de su móvil una cadena de insistentes llamadas perdidas de su madre. Cinco, esta vez. No era lo que necesitaba la primera de nuestras protagonistas aquella mañana plúmbea en el aeropuerto de Barajas. Lo que necesitaba era un ibuprofeno y que Antolián dejara de mirarle el culo. Pero ya hablaremos de Elisa enseguida. De momento sigamos a Mónica y a su compañero hasta la sala de registros. Por lo general, si se trataba de un traficante minorista o principiante, el sospechoso cometía el error de intentar sobornar a la perrita con monerías o le ofrecía algo de comida. Entonces Fiera se limitaba a fijar los conguitos negros que tenía por ojos en su dueña solicitando información.
—Por favor, no toque al perro. —La voz del agente retumbó en la salita.
Sentado a su lado, un atento pastor alemán. Entonces Mónica le quitaba la correa a la pequeña y pronunciaba el primer comando: «Fiera, busca». Cuando empezaba a escarbar con determinación en el equipaje, cuando con dos ladridos tajantes anunciaba el lugar donde los agentes deberían abrir, era cuando el sospechoso se solía romper.
Como ocurrió precisamente esa mañana en el aeropuerto de Madrid, aunque el hallazgo esta vez era de sobresaliente. Al igual que en otras ocasiones, según escuchó la orden, Fiera desplegó sus orejas de gremlin hacia fuera y meneó la trufa hasta que la sintió esponjarse. Enseguida identificó ese olor picante muy parecido al de su dueña cuando tenía fiebre. Sin dudarlo un instante, se lanzó sobre el portatrajes del hombre y cavó con sus pezuñas la cremallera como si estuviera a cámara rápida, hasta que cedió.
Dentro, un aparatoso traje de torero.
El hombre con barriga de embarazado empezó a sudar como un botijo:
—Venimos de una corrida en México. Acompaño a la cuadrilla —explicó.
Los otros dos le observaban atónitos mientras la chihuahua repasaba con ansiedad de diseñador cada costura y bordado de la chaqueta, hasta que pareció llegar a una clara conclusión y, sin pensárselo dos veces, le hincó los dientes al forro con saña.
—Pero ¿qué hace ese bicho asqueroso? ¡Eso vale una millonada! —intentó espantarla, pero le ordenaron sentarse—. ¡No lo entienden!, ¡me van a despedir!
—Estoy de acuerdo en todo: vale una millonada y le van a despedir —dijo Mónica, y luego añadió al agente—: Está dentro del forro y casi podría asegurar que si lo laváis en seco saldrán un par de kilos más por impregnación.
Antolián sonrió de medio lado.
—Entonces lo llevaremos a una tintorería de confianza… —dijo mientras lo esposaba.
El móvil volvió a vibrar con intransigencia: «Mamá», indicaba la videollamada. Mónica colgó apresuradamente; mira que se lo tenía dicho, que preguntara antes de utilizar la cámara. Se sopló el flequillo; además, sabía muy bien que estaba en el trabajo… Respiró hondo y le hizo una carantoña a su perra en la redonda cabecita, gesto que agradeció con un estiramiento de satisfacción a dos patas sobre su gemelo derecho. Había estado chupado, pensó ésta orgullosa. Escarbar en las maletas siguiendo ese rastro amoniacado era casi tan divertido como extraer galletitas de salmón del juguete que Mónica le escondía por toda la casa.
Llegados a ese punto, el detenido solía empezar a echar el muerto a otro y reclamaba un abogado. Pero en esta ocasión, después de que Fiera le olisqueara las manos gruñendo entre dientes, después de que con otros dos concluyentes ladridos alertara a los agentes para que desmontaran la muleta en la que se apoyaba y encontraran el tubo lleno de las consiguientes bolsitas, acabó por incriminarse. Luego aseguró que le habían convencido para hacer de mula. Vaya, qué decepción, pensó Mónica, después de lo original que había sido el transporte.
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Autora: Vanessa Montfort. Título: La hermandad de las malas hijas. Editorial: Plaza & Janés. Venta: Todostuslibros.
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