“Temo, y en razón lo fundo
si en esto da, que ha de haber
un don Quijote mujer
que dé que reír al mundo”.
(Lope de Vega, La dama boba)
Cuando despertó, el hombre desnudo seguía a su lado. Estaba de espaldas, completamente inmóvil. La chica permaneció con los ojos abiertos acostumbrándose a la penumbra del cuarto, tratando de no hacer ruido. El silencio era total; ni siquiera oía la respiración del otro, tan solo la suya propia, que procuraba mantener acompasada, como si aún siguiera durmiendo.
—Tu eres la runner Seven, ¿verdad? Pensaba que solo yo sabía de la existencia de este lugar.
Ella sonrió, reconociendo aquellos ojos oscuros. Los corredores estaban obligados a identificarse con una muñequera numerada.
—Todos lo conocen; es el último bar de la ciudad en cerrar… y tú eres Zero —añadió segura, apurando la copa de vino y sacando el dispositivo móvil para pagar. El chico la apartó con determinación, aunque con la dulzura suficiente como para no parecer brusco, alargó con tranquilidad el brazo hacia la terminal electrónica y efectuó el pago digital.
—Tienes modales de caballero, de esos de antes de la primera pandemia, pero te recuerdo que estamos en 2030 y no deberías invitarme si yo no te lo pido.
Él le sostenía la mirada, las cejas un poco arqueadas, sonriendo con una inocencia casi infantil de niño al que regañan sin merecerlo. Con voz grave y guasona recitó: “Sus flechas saca Cupido / de las venas del Pirú, / a los hombres dando el Cu, / a las damas dando el pido”.
Ella rio con ganas. Eso sí que no se lo esperaba. Miraba con curiosidad su pelo revuelto, un poco largo, como de poeta antiguo, haciendo juego con el bigote y la perilla, que contrastaban con un aspecto general de soldado de brazos fuertes y manos grandes y elegantes.
—¿Cervantes?
Los ojos negros se oscurecieron de forma siniestra por unas décimas de segundo, recobrando al poco su brillo habitual.
—Por favor, señorita, no me ofenda. Ese viejo manco nunca habría sabido escribir unos versos tan brillantes. Es de Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios.
La alarma del toque de queda disparó los dispositivos de seguridad del bar, desconectando las luces y bloqueando las puertas.
—Vamos —dijo él con determinación—. Tenemos veinte segundos para salir de aquí.
Caminaron un trecho en silencio. Ella se palpó con disimulo el arma que llevaba bajo la chaqueta como precaución antes de la propuesta que ambos esperaban.
—Tengo el coche ahí mismo. ¿Te acerco a algún sitio?
Sonrieron cómplices y apenas necesitaron hablar más. Aquel encuentro fortuito había resultado más excitante, intenso y divertido que las frías citas habituales de la dateapp.
Tumbada en la cama con los ojos abiertos, se sorprendió deseando que aquello volviese a ocurrir. Ella, la inspectora Sorrento, con fama de ser un reloj dentro de un congelador, debilitada en cuestión de horas por unos ojos negros. Sonrió. Hacía siglos que no le pasaba algo así. Se incorporó sobre un codo y lo estudió con atención. Un pequeño tatuaje asomaba en el cuello, bajo el pelo desordenado; parecía la silueta de un pájaro rojizo. Rozó el cuerpo del chico con la yema de los dedos. Estaba helado. Lo movió despacio y el cuerpo quedó rígido sobre el colchón, los ojos sin vida, mirando a ningún sitio.
En aquel momento sonó su dispositivo móvil. Un mensaje con emisor oculto brilló en la pantalla, iluminando la habitación: “Coge su mochila y vete de ahí”.
Estaba entrenada para reaccionar en situaciones de peligro, pero aquello era demasiado. Recogió la ropa de la noche anterior, esparcida por el suelo, y se vistió con movimientos de autómata, sin poder pensar. La mochila deportiva de Zero estaba medio oculta debajo de la cama. Tiró de ella, pesaba mucho. Se la colgó en la espalda y se quedó allí, en la penumbra, mirando aquel cuerpo bronceado y perfecto, sin vida, sobre su cama. Un nuevo mensaje iluminó la pantalla: “¡Lárgate ya!”.
En el dispositivo oficial de control policial de su muñeca entraba un audio: “Inspectora Sorrento, no se mueva de su domicilio. Sus cámaras de seguridad nos han dado la alerta de un Código Murder. Vamos para allá”. La adrenalina le retumbó en la nuca disparando lucidez a cada uno de los músculos. Desconectó el servidor de comunicación, cogió los cargadores y baterías autónomas de los dispositivos y salió de allí. Empezaba a amanecer. Dos patrullas de emergencia se acercaban con las sirenas atronando en la mañana silenciosa. Instintivamente, se agachó y caminó por detrás de la fila de coches hasta llegar al suyo. Al identificar su huella dactilar, el automóvil arrancó suavemente cuando las patrullas doblaron la calle. Programó el rumbo a la zona más transitada a aquellas horas laborables: la autopista urbana central. Allí el seguimiento de los drones sería menos eficaz que en una vía solitaria. El embotellamiento de entrada era un caos magnífico de kilómetros de retención que impedía avanzar a más de 10 kilómetros por hora. Bien, eso era precisamente lo que necesitaba. Detenerse y pensar con calma, aun sabiendo que en poco tiempo la policía geolocalizaría su coche.
Tal vez había cometido un error huyendo de esta manera, pero desde el caso de los Crímenes del Artefacto intuía que la vigilaban, aunque no tenía claro si por orden de sus superiores o por iniciativa de los familiares de los académicos asesinados. Lo que sí sabía era que todos sospechaban de su complicidad con el académico. Pero ¿Y Zero? ¿Qué tenía que ver él? ¿Y quién se escondía tras los mensajes anónimos avisándola de todo aquello? Suponía que Roberto Balkan; no podía ser otra persona.
De pronto se acordó de la mochila. “Mierda, mierda, mierda”. Dentro de la misma, un envoltorio familiar de cuero oscuro guardado con prisas mostraba un desordenado fajo de papeles. No terminaba de creer lo que veía: aquel chico le había intentado robar el manuscrito de Don Quijote.
Revisó el contenido. Allí no estaban los dos libros de Cervantes. Leyó la primera hoja: “¡Válame Dios, y con cuanta gana debes estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del Segundo Don Quijote…”.
Zero no pretendía robar el manuscrito completo; sólo le interesaba la Segunda Parte del Quijote. Pero ¿por qué?
Demasiadas preguntas y un solo lugar para responderlas. Enfiló veloz hacia la casa de Balkan.
Cabo Palinuro era uno de los pocos barrios exclusivos de la ciudad que habían sobrevivido intactos a la Primera Gran Guerra. Allí, el escritor se había construido un pequeño palacete prácticamente inexpugnable: rejas monacales en las ventanas, complejo sistema de vigilancia y seguridad y grandes porches acristalados con vidrios antirrobo medio ocultos por varios miles de metros cuadrados de arboleda.
La inspectora mostró su identificación a la cámara de la entrada y la verja se abrió. Los árboles formaban una bóveda espesa muy práctica para dificultar el trabajo de los drones de vigilancia. Al final de un sendero interminable, a un lado de la casa, se abría un claro refrescado por un pozo con un viejo brocal de piedra. Junto a él, agachada sobre la tierra de un huertecillo, una mujer tocada con un sombrero panamá se afanaba en recoger calabacines, depositándolos con cuidado en una cesta.
—Precioso huerto, señora Balkan —dijo a modo de saludo. La otra levantó la vista con curiosidad.
—Es un jardín, querida. “Más breve que cometa, tiene sólo dos árboles, diez flores, dos parras, un naranjo y una mosqueta” —la miraba, desdeñosa—. No tienes ni idea de lo que te estoy diciendo, ¿verdad? En fin. Supongo que vienes buscando a mi marido, pero no está aquí.
—Después de la última gran nevada dirigí el equipo de recuperación de las casas históricas del centro, incluida la de Lope de Vega—respondió la inspectora, serena—, con el consiguiente estudio del informe documental. Los expertos consiguieron reconstruir aquel famoso jardín de Lope, que usted ha sembrado aquí con una disposición casi idéntica. A excepción de los calabacines.
La señora Balkan ignoró el último comentario, escupiendo una sonrisa gélida.
—Sí. Por mucho que le pese a mi esposo; el grandísimo, inigualable, insuperable y engreído escritor Roberto Balkan, que siempre prefirió el mar a la tierra, el soldado al poeta, la novela al teatro y el coloquio de unos perros sin dueño al romanticismo erudito de la Gatomaquia… ¡Estúpido! —concluyó con desdén.
—¿Por qué sigue a su lado, si no le ama?
Se avergonzó de haber formulado aquella pregunta inapropiada e íntima.
—Porque es mío; es mi marido y el padre del hijo que nunca me dio. Me debe mucho: su fama me pertenece, su dinero me pertenece, pero sobre todo me pertenece su final.
Le brillaban los ojos como dos peligrosas gotas de mercurio; el pelo gris se deshacía de rabia contenida en pequeños mechones bajo las alas del sombrero. “Una Milady sexagenaria”, pensó la inspectora, recordando las ilustraciones de los libros de su infancia. Aquella Milady analizaba a la guapa chica. Las arrugas de la boca le agriaban el gesto.
—Quiero verle envejecer, asistir como testigo único al despojo de todo cuanto ha sido. ¿Quieres follártelo? No eres la primera ni serás la última. Hazlo, pero hazlo pronto, porque tu héroe inmortal se hace viejo a toda velocidad.
La inspectora no movió un músculo de la cara.
—Dígame dónde puedo encontrarle —insistió, mostrando su identificador policial, como si no hubiese escuchado una sola palabra. En realidad, le importaban muy poco los argumentos de aquella pobre esposa desairada. El asunto que la había llevado hasta allí era muy serio.
—Guarda eso y no te equivoques conmigo, muchacha, no pienso ayudarte. Usa tus recursos, querida —la apuntaba amenazadora con el dedo índice, de uñas cortas y llenas de tierra—. Y si eres tan buena en tu trabajo como dicen, no te resultará difícil encontrar a ese seductor quijotesco y preguntarle en persona qué está tramando.
La inspectora se fijó en la muñeca: un pequeño pájaro rojo tatuado asomaba en la cara interior de la misma. Sin esperar respuesta, la mujer volvió a sus calabacines, dándole la espalda.
Se despidió sin obtener respuesta y echó a andar bajo la arboleda, tratando de analizar los hechos: en primer lugar, aquel chico muerto en su cama con el que apenas había cruzado unos versos de Lope de Vega y que aprovechó su sueño para robarle la Segunda Parte del Quijote; después la esposa del escritor cervantino que vive cultivando una copia del jardín de Lope y desprecia a su marido, aunque no consiente dejarlo marchar. Una infeliz perra del hortelano que ni come ni deja comer, a modo de retorcida comedia de Lope. Y luego están los tatuajes de Zero y Milady: dos pájaros rojos como llamas, casi idénticos.
Un mensaje de texto iluminó la pantalla del dispositivo:
“Viaja al Parnaso
en el último beso de esta tierra con el agua;
en la dirección del viento que sopla
de donde nace el sol”.
—¿El Parnaso? ¿Qué es eso? Pero ¿qué diablos…? —tecleó la palabra en el buscador de su dispositivo, pero no funcionaba. Conociendo a Balkan, habría instalado bloqueadores de señal por todas partes. Volvió, sigilosa sobre sus pasos, de nuevo hacia el palacete del escritor. Tenía la certeza de que algunas de las respuestas que necesitaba estaban ahí dentro, donde nacen todos los enigmas de un novelista; en su biblioteca.
Sonreía con el corazón latiéndole en las sienes, peligrosa como una loba en plena caza. En el fondo le excitaba aquella especie de juego y lo que el escritor parecía esperar de ella. Maldita sea. Empezaba a gustarle ese hombre inteligente, misterioso y cruel. A gustarle mucho.
Milady no la oyó pasar; hablaba por teléfono en voz alta, acalorada, en una lengua que a la inspectora le sonó a una especie de dialecto italiano. Sigilosa, rodeó la casa y entró por una de las terrazas laterales. Recorrió las amplias estancias, pasando sin fijarse demasiado en lo que parecía un taller desordenado de restauración de libros, llegando por fin a unas escaleras descendentes. Un cartel en el umbral la persuadió de que estaba cerca: «Aux livres, Citoyens!». El lugar era impresionante: la estancia diáfana con vigas de madera en las cubiertas se extendía varios centenares de metros cuadrados forrados de libros del suelo al techo en todo su perímetro. Un escritorio al fondo sobre una alfombra persa, media docena de maquetas de barcos y una vitrina llena de bastones-estoque; algunos grabados en las paredes y un par de lienzos representando batallas navales completaban el paisaje.
Así que ésta era la famosa bodega de Roberto Balkan, el escritor más leído del mundo antes de que estallara la Segunda Gran Pandemia. Olía a papel, madera y cuero. Aspiró con placer, hinchando los pulmones como si estuviese en la orilla de una playa. Ninguna casa de 2030 olía así. Parpadeó desconcertada frente a aquel mar de libros.
—A ver —se dijo—. ¿Qué estoy buscando?
Curioseó las estanterías más cercanas al escritorio. Las letras doradas sobre el cuero oscuro brillaban en la penumbra: Garcilaso, Tassis, Góngora, Villamediana, Lope, Cervantes. Obra Completa. Llevaba el sello de la Real Academia. Eligió el primer tomo y buscó en el índice. Ahí estaba: “Viaje al Parnaso, volumen VIII” —Ajá—. Lo abrió, emocionada. El prólogo era del Excmo. Sr. D. Roberto Balkan, por supuesto, y empezaba así: “El periplo imaginario que nos cuenta Cervantes le lleva desde Madrid hasta Grecia, tras haber embarcado en Cartagena, el último puerto español, y costeado Italia…”.
—Por supuesto. ¡Qué idiota soy! El puerto de Cartagena: «el último beso de esta tierra con el agua».
Corrió escaleras arriba. Al pasar por la mesa de restauración se detuvo, petrificada. Allí descansaba un libro en el que no se había fijado antes; encuadernado en tafilete negro con bordes dorados y una ilustración central: un pájaro rojo idéntico a los tatuajes de Zero y la señora Balkan extendía con elegancia sus alas prendido en fuego y acompañado de una leyenda en latín: «Phoenix ingenii». Hasta ella podía entender aquellas palabras. Alargó la mano para cogerlo, cuando una voz familiar sonó a su espalda.
—No te muevas.
Milady la apuntaba con una Glock 43 RDS, una pistola pequeña y letal, inesperadamente moderna para aquella mujer y aquel lugar. Ahora, el pájaro rojo de su muñeca se mostraba siniestro como un ave de mal agüero.
—Conque el viejo Cervantes ha encontrado un nuevo Quijote con el que salir a desfacer entuertos —dijo, tranquila—. Además, veo que ha perfeccionado al personaje, porque las muchachas hermosas y valientes son su tipo, desde luego. Sois tal para cual —soltó una carcajada seca—. Pues se os ha acabado el juego, querida —concluyó.
—¿Qué hay en ese libro? ¿Me vas a matar por querer leer unos sonetos de Lope?
La ironía le ayudaba a pensar; necesitaba ganar tiempo, y de paso información. Así ocurría en las historias policíacas de Balkan. Y en las películas.
—No son sonetos, estúpida. Son las cartas manuscritas del Gran Fénix de los Ingenios a su mecenas, el duque de Sessa. En una de ellas confiesa que él y solo él es el escritor que se esconde tras el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda. Y lo cuenta dando fechas, lugares, argumentos y razones, todas ellas mezquinas, indignas de un escritor tan enorme, tan inigualable como fue Lope de Vega. ¡Por favor! Con tres mil sonetos y más de mil quinientas obras de teatro en el coleto, no tenía ninguna necesidad de rebajarse a escribir esa segunda parte mediocre y ridícula del Quijote. Si su carta llegara a manos de la Sociedad Cervantina que preside mi querido esposo, la fama inmortal de Lope se ensuciaría para siempre, ensalzando injustamente la Segunda Parte del Quijote y haciendo, de paso, que el viejo manco volviese a brillar en la Historia con mucha más fuerza literaria y moral. También podría ocurrir que el original de esa segunda entrega cervantina desapareciese, incluido el prólogo, en el que ese fracasado manco ofende con sus burlas y sus aires de superioridad al Fénix. Eso es algo que terminará pasando, tarde o temprano, pues tengo a mi mejor hombre trabajando en ello —los ojos le brillaban, febriles. Miraba el libro negro como hipnotizada—. Esa torpe, miserable y presuntuosa carta donde Lope de Vega se confiesa a Sessa lo estropea todo y demuestra, maldita sea, que mi Fénix no era un dios; tan solo un hombre más.
Pronunció aquella frase casi como un lamento, con un rencor oscuro y singular, como si Lope, desde la lejanía de los siglos, le hubiese traicionado tanto como lo había hecho su propio marido. Trató de recomponerse, agregando un colofón con tintes de arenga.
—La Hermandad del Fénix no puede, ni debe, ni va a consentir que esa carta salga a la luz.
El viejo truco, sorprendentemente, había funcionado. Tenía la información, pero seguía encañonada por aquella fanática. “Piensa, piensa, piensa”
—Está muerto —se le ocurrió aquello de pronto—.
Milady palideció, confusa.
—El corredor Zero; el chico del tatuaje del Ave Fénix como el que usted tiene en el brazo está muerto en mi casa —insistió, acercándose lentamente a la mesa.
La mano de Milady tembló. Entonces la inspectora Sorrento agarró el libro, se lo tiró con fuerza a la cara y salió corriendo.
Al otro lado de la calle, junto a su coche, esperaba una patrulla de la policía. Buscó el de Balkan. Estaba aparcado en el camino de grava de la parte trasera de la mansión, próximo a una gran puerta metálica medio oculta entre los árboles. Se trataba de un antiguo Volkswagen negro con matrícula anterior a la Segunda Pandemia, aunque con las puertas y controles digitalizados. Aquel modelo anticuado era imposible de geolocalizar. Arrancó confiada. Sabía que él habría desbloqueado el código desde un control remoto. Condujo en dirección sur a lo largo de la tarde que ya declinaba, en aquel verano que pronosticaban como uno de los más calurosos desde el último cambio climático después de la Gran Epidemia. Ella era muy jovencita entonces, pero aún recordaba con terror aquellos meses: los colapsos hospitalarios, los cortes de agua y suministros, la subida de los océanos y la desaparición de todas aquellas ciudades bajo el mar. La gente sin recursos emigró al interior y en apenas diez años el perímetro costero del país fue reconstruido con una estructura portuaria descomunal, protegida y vigilada por el ejército. Sin embargo, en algunas calas escondidas del sur se habían restaurado pequeños puertos como el de Cartagena, donde las embarcaciones privadas —yates y veleros principalmente—, pertrechadas para la huida en caso de una nueva catástrofe y fuertemente protegidos, se habían vuelto objetos de lujo inalcanzables.
Los grillos atronaban en la noche silenciosa. Aparcó entre unos pinos y empujó la puerta de seguridad del puerto, que estaba desbloqueada. Anduvo a oscuras por el largo pantalán desierto, leyendo con atención los nombres de las embarcaciones. ¿Cómo iba a encontrarlo? Allí había más de un centenar de barcos. Recordó en voz alta: “En la dirección del viento que sopla de donde nace el sol”. Tecleó en el buscador. Luego echó a andar a toda prisa, iluminándose con la aplicación de la linterna de su dispositivo móvil. Al cabo se detuvo segura y sonriente delante de un velero rubricado en la popa con letras redondas y azules: “Solano”. Subió de un salto, agarrándose con fuerza a los obenques. Acostumbrada ya a la oscuridad, pudo distinguir la silueta de Balkan de pie en la cubierta, observándola. Estaba descalzo y llevaba unos pantalones vaqueros muy usados con un par de vueltas en la parte inferior, camiseta azul de algodón y gorra beige de beisbol; parecía otro hombre; un muchacho. Fumaba en pipa, desprendiendo un aroma que se mezclaba, dulce, con el salitre del puerto.
—Todavía no estás cansada, por eso me gustas tanto. Nunca imaginé que volvería a salir al camino junto a un Quijote tan inteligente y tan hermoso. Busquemos esa carta de Lope y acabemos con la maldita Hermandad del Fénix.
—¿Cómo sabes…?
—Te lo contaré todo cuando salgamos de aquí.
—¿También la muerte de Zero?
—Se llamaba Ginés de Pasamonte, y era el amante de mi erudita esposa. Un poetastro ambicioso de tercera fila que ella mantenía en la primera con mi dinero. La encontraremos junto al resto de los miembros de la Hermandad. Sé dónde buscarlos.
—¿Y qué haremos luego? —dijo ella casi en un susurro, acercándose mucho sin dejar de mirarlo a los ojos, como si aquel complicado “luego” fuese en realidad lo más importante.
Él le sonrió con una sonrisa cómplice, promesa de intimidad y misterio y libros y aventuras. Se acercó a sus labios sin besarlos:
—Forse altro canterà con miglior plectro.
Sentada en la popa, la inspectora Sorrento lo observó realizar la maniobra de salida con una eficacia perfecta, casi mecánica. Con lentitud, el velero se fue alejando del puerto bajo una cúpula de estrellas, perdiéndose finalmente en la noche.
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Primera entrega: Los haters de la Academia
Segunda entrega: La Española, comencemos por el principio
Tercera entrega: Un palacio para una biblioteca
Cuarta entrega: Un abuelo con mucha autoridad
Quinta entrega: Fantasmas de la Academia
Sexta entrega: Sillones y percheros
Séptima entrega: El objeto número uno
Octava entrega: Mujeres de armas tomar
Novena entrega: Definiendo, que es gerundio
Décima entrega: Las bibliotecas académicas y sus misterios
Undécima entrega: Epílogo 1: Los crímenes del Artefacto
Última entrega: La Hermandad del Fénix
Excelente!!!! Sin palabras