En 1613 sale de Japón una expedición insólita de veintidós samuráis con rumbo a España. Después de un año de viaje por fin llegan a Sanlúcar de Barrameda para cumplir su misión organizada por el Shogun de Japón: entablar relaciones comerciales con España y sus colonias a cambio de extender su vinculo al mundo católico. Son recibidos por el Séptimo Duque de Medina Sidonia. Shiro, uno de los guerreros japoneses, acaba enamorándose de una aristócrata sevillana que se llama Guada. Ella le corresponde y a pesar de los tabúes sociales y las enormes diferencias culturales consiguen estar juntos. Guada se queda embarazada y trágicamente muere en el parto de su hija, Soledad. La hija del samurái de Sevilla es la autobiografía de Soledad, su extraordinaria historia contada por ella misma. También es la continuación de la historia de su padre, el protagonista de El Samurái de Sevilla. A Soledad le tocará vivir a caballo, o mejor dicho, a barco, entre Asia y Europa, y dos culturas que son suyas pero que no encajan fácilmente. Los temas de supervivencia e identidad destacados en La hija del samurái de Sevilla son tan relevantes hoy como fueron hace cuatro siglos.
Zenda adelanta un fragmento de esta novela de John J. Healey editada por el sello Espuela de Plata, perteneciente a la editorial Renacimiento.
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PARTE PRIMERA
I
No llegué a conocer a mi madre. Cuando imagino mi nacimiento, veo mi piel arrugada, cubierta de mucosidad. Intuyo el amanecer, la oscuridad que se va desvaneciendo, el llanto de mi tía abuela. Oigo el clamor de la partera y los rezos murmurados del cura. El silencio estoico de mi padre. Huelo el olor metálico de la sangre de mi madre. Mis oídos diminutos captan el susurro rasposo de su último aliento. Nos rodean nuestras tierras inmensas de La Moratalla. La casona y los jardines. Los senderos empedrados. Las estatuas de dioses romanos. El césped, salpicado de flores de azahar. Al otro lado de la verja, el murmullo del Guadalquivir.
Los dos primeros años de mi vida los pasé entre la finca de La Moratalla y el palacio de mi tía abuela en Sevilla. Dos años en que mi padre intentaba recuperarse del golpe y decidir qué hacer conmigo. Mi tía, doña Soledad Medina, noble y de gran fortuna, deseaba que me quedara con ella, que creciera bajo su protección, que ocupara mi puesto en la sociedad sevillana y fuese recibida en la corte madrileña. Pero padre era un samurái, miembro principesco del poderoso clan Date que gobernaba el norte de Japón.
Años antes había jurado lealtad a su tío Date Masamune, un guerrero legendario, y se sentía obligado a volver. Pese a las protestas de doña Soledad, se negó a dejarme con ella. Tras muchas discusiones y muchas lágrimas, le prometió que me volvería a traer a España cuando alcanzase la edad de la razón; así yo misma decidiría a qué cultura deseaba pertenecer.
Y así ocurrió que, en la primavera de 1620, nuestro barco zarpó de Sanlúcar de Barrameda, el mismo puerto al que había llegado mi padre con sus compañeros samuráis seis años antes. En sus brazos yo decía adiós con la manita a mi tía, inmóvil en el muelle, vestida de negro, entre su carruaje azul y oro y sus cocheros vestidos de librea. Padre lucía su mejor túnica de samurái. Las empuñaduras rígidas de sus espadas, la larga y la corta, se me clavaban en las piernas. Iba envuelta en una de las tocas de mi madre. Sobre nuestras cabezas se mecían las gaviotas. Todo lo bañaba la luz vespertina andaluza; las velas se hincharon y el barco se adentró en las corrientes del estuario.
A bordo viajaban muchos pasajeros: algunos iban a África, pero la mayoría se dirigía a las colonias españolas del Nuevo Mundo. El viaje se desarrollaba sin contratiempos hasta que aparecieron los piratas. Su capitán era un inglés afincado en Venecia. Él y su tripulación trabajaban para un sultán que gobernaba Argelia. Abordaron el barco como bestias famélicas. Padre blandía la espada, protegiéndome, hasta que lo reprimieron violentamente y lo ataron. El capitán obligó a Caitríona, otra pasajera, exquisita y con quince años recién cumplidos, a contemplar cómo su padre irlandés era atravesado por un chafarote inglés. En sueños a veces oigo sus gritos, y también las burlas de los hombres al reunir en la cubierta a las mujeres para divertirse con ellas. Todas, entre ellas la madre de Caitríona, fueron amarradas para luego ser vendidas como esclavas.
Me han contado que Caitríona fue enviada al camarote del capitán, conmigo en brazos. Él bajó detrás de nosotras, borracho y sucio. Intentó forzarla pero fue incapaz. Lívido de frustración, empezó a abofetearla. Amenazó con matarla. Caitríona juró por el cielo que jamás diría nada de su impotencia y le suplicó que le permitiera cuidar de mí, a sus órdenes. El pirata se distrajo entonces por la llegada de otro barco. Subió a bordo un representante del sultán, pagó por las mujeres y compró también a mi padre, para usarlo de gladiador en Argelia. Mientras lo empujaban al otro barco, mi padre miró al capitán pirata y juró venganza. El capitán rió con ganas:
—Si vives, que no vivirás, en Venecia nos vemos las caras.
A Caitríona y a mí nos dejaron tranquilas durante el resto del viaje. Llegamos a Venecia unos días después. Conservo algunos recuerdos, retazos apenas, del año que pasamos allí: la amante estéril del capitán, María Elena, en su triste palacio. Me abrazaba contra su pecho, dispuesta a perdonar los muchos vicios del capitán por el enorme regalo que le había traído. Del canal subía un olor agrio por la Giudecca, y se oían las campanas de la Chiesa del Santissimo Redentore. Recuerdo vagamente los baños con Caitríona, rodeadas de doncellas parlanchinas. Nuestra ropa nueva. La comida y los colchones de plumas. María Elena me mimaba, y Caitríona jamás me perdía de vista.
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Autor: John J. Healey. Traductora: Aurora Rice. Título: La hija del samurái de Sevilla. Editorial: Espuela de Plata. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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