La muerte cuando llega
De Marcelino recuerdo sobre todo su voz susurrante, que confundía el sonido de las palabras con el de la propia respiración y que obligaba a acercarse mucho, si la conversación se mantenía cara a cara, o a agudizar el oído en el caso de que se tratara de una charla telefónica. Uno y otro caso se dieron con frecuencia a lo largo de varios meses, porque entre septiembre de 2003 y octubre o noviembre de 2004 fue uno de mis jefes inmediatos y despachábamos no a diario —yo había entrado en el periódico como redactor de fin de semana—, pero sí en suficientes ocasiones como para que me acostumbrara a descifrar aquellas palabras suyas que llegaban con una sordina que no sé si se relacionaba con la prudencia o con la timidez, o quizá tuvieran que ver con un sentido de la elegancia y la mesura que cada vez se estila menos en esta época propicia al ruido. Se sentaba entonces en uno de los puestos que quedaban delante de la puerta, junto al auxiliar que atendía las llamadas y recibía los recados e intentaba poner algo de orden en el caos creciente de las tardes, y rara vez apartaba la vista de la pantalla de su ordenador o del bloc de notas cuyas hojas iba llenando, a medida que pasaban las horas, de garabatos incomprensibles. Por la pulcritud con que vestía y por su carácter contenido di por hecho que era mayor que yo, y cuando me enteré de que sólo me sacaba un lustro comenzamos a bromear cada vez que coincidíamos en la sala de fumadores o al pie de la máquina de café que primero estuvo en la planta baja, junto a la rotativa, y luego —me parece que con motivo de unas obras de reforma— se instaló en el rellano. Fue padre en esos meses y recuerdo a su mujer aguardando con el carricoche a que él bajara a ver a la criatura, porque rara vez llegaba a casa antes de la medianoche. Dedicaba al periodismo una entrega absoluta de la que pude ser testigo cuando me lo encontré trabajando, absolutamente solo en la redacción, una mañana de Navidad en la que yo me acerqué por allí a coger un ejemplar del diario del día anterior. Disminuyó el trato cuando me cambiaron de sección —aunque mantuvimos nuestras charlas de cigarros y cafés— y se diluyó por completo cuando terminó mi contrato y abandoné la redacción. Asistí desde la distancia a sus sucesivos ascensos y cuando lo nombraron director del periódico en el que llevaba trabajando desde su salida de la facultad me alegré por él porque pensé que seguramente así colmaba las expectativas de su vida. El azar quiso que los dos termináramos avecindados en el mismo barrio y de vez en cuando nos encontrábamos por la calle e intercambiábamos un breve saludo si uno de los dos iba con prisa o nos deteníamos a charlar brevemente cuando las obligaciones nos daban una pequeña tregua. La suya era una de esas presencias que se dan por sabidas, una figura fija en el paisaje cotidiano, algo cuya ausencia o abolición ni siquiera se plantea porque la propia conciencia la juzga remota o inviable. Por eso la noticia de su muerte me sacude con la fiereza de la fatalidad en las tardes de domingo y me desarbola con la certeza, tantas veces olvidada, de que ni conviene dar nunca nada por sabido ni es de recibo pensar que las cosas vayan a durar siempre; de que caminamos sobre un alambre que el vendaval más inoportuno puede seccionar en plena madrugada. A lo largo del día voy atendiendo a los testimonios de personas que lo trataron más que yo, que supieron lo que era pasar años a sus órdenes, que lo contaban entre sus amigos o compartían con él sangre y genealogías, y en todos ellos reconozco algo del Marcelino al que conocí yo, su manera discreta y silenciosa y eficaz de desenvolverse sobre el mundo, ésa que ha dejado de existir ahora que le toca a él protagonizar la única noticia en la que nadie quiere aparecer nunca y que da cumplida cuenta de los estragos que provoca a su paso la muerte cuando llega.
Los caminos del Señor
Escribo a Antonio Soler para compartir con él mi estupor al encontrarme con la noticia del sacerdote al que acusan de abusar sexualmente de mujeres en su parroquia de Málaga. Todo en ella —su protagonista, la iglesia donde oficiaba, la ciudad en la que suceden los hechos— me remite inevitablemente a Sacramento, la magnífica novela que Soler publicó hace un par de años y que yo leí por entonces en un viaje que me tuvo dando alguna que otra vuelta por tierras andaluzas. Se contaba en sus páginas la historia de Hipólito Lucena, un conspicuo cura de Málaga que organizó algo parecido a una secta integrada únicamente por mujeres —a las que el acervo popular denominó hipolitinas— con las que mantuvo relaciones e instauró una peculiar relación pastoral, por llamarla de un modo suave, que lo terminarían abocando al destierro y el ostracismo. Si aquella historia hizo gala de una sordidez a la que sólo el paso del tiempo adornó con un barniz levemente pintoresco, la de ahora no tiene nada de edificante y adolece de una chabacanería que, al menos, Lucena intentaba mantener a raya y que hace que no merezca su argumento una prosa tan solvente como la de Soler. Ya se sabe que la historia se desarrolla como tragedia y se repite más tarde como farsa. También la realidad tiende a imitarse a sí misma, para arruinarse por completo, si llegado el caso ha conseguido hacerse arte.
Lo que no sabía de Terenci
La serie documental La fabulación infinita, que veo en Filmin, tiene una factura impecable no sólo en el aspecto técnico, sino también en lo que atañe al desarrollo argumental y al modo en que las imágenes de archivo y los distintos testimonios se suceden al servicio de una narración que por fuerza debe acometerse desde varias perspectivas y en la que la verdad, como ocurre siempre, tendrá que hallarse en los márgenes de la confrontación entre las voces que desgranan, cada una con sus maneras y razones, los pormenores de la existencia del escritor Terenci Moix. Sin embargo, todos esos logros se ven menoscabados por una carencia a la que resulta difícil encontrar explicación, y es que sólo de pasada se alude a la carrera literaria de Moix, como si ésta fuera algo anecdótico y no esencial —cuando es ella la que, de hecho, justifica que se le dedique un documental, también la responsable de que su memoria perviva cuando han transcurrido ya dos décadas desde su muerte temprana—, un mero accidente que simplemente adornó una biografía que habría merecido atención por sí misma. Sólo tangencialmente se alude a algunos de sus libros —sí hay referencias algo más extensas a su condición de ganador del Planeta— y en ningún caso se ubican éstos en el contexto de su biografía, como si lo vivido y lo escrito circulasen por caminos separados y no existiera la menor correlación entre lo uno y lo otro. Hay apariciones ilustrativas —la fotógrafa Colita, el actor Enric Majó, el poeta Luis Antonio de Villena— cuyas opiniones arrojan luz valiosa, pero su aportación se pierde en un océano de acotaciones vivenciales que sin duda explican a la persona que fue Terenci Moix, pero dicen muy poco o apenas nada del escritor en el que se convirtió, o que quiso ser. No se profundiza en el abismo que se abre entre el autor de El día que murió Marilyn o El peso de la paja y el que firmó No digas que fue un sueño o Mujercísimas, ni se aborda la relación que mantenía con el español y el catalán, que fueron sus dos lenguas literarias. En cambio, se airean amoríos, episodios costumbristas, ecos de tragedias privadas, en un encadenamiento que sólo termina cuando, tras los últimos créditos, uno apaga el televisor consciente de que sabe Terenci Moix mucho más de lo que sabía antes, pero con la duda de si realmente lo que ahora sabe es lo que le interesaba saber sobre Terenci Moix.
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