La cocina como cultura. Es un debate cerrado, sobre el que se han escrito ya incontables páginas. La cocina como arte. También se ha escrito mucho. Asumimos, no sé si equivocadamente, que todo lo que es cultura debe ser arte. Como hijos de un mundo modelado por Occidente, tenemos presente la clasificación de las artes desarrollada en el período alejandrino (323 a.C. – 30 a.C.). A esta clasificación se le han aplicado modificaciones posteriores. Como consecuencia, podemos encontrar la cocina incluida en ciertas versiones. La polémica, como en todo, sigue activa. Somos animales polémicos.
Cuando horneo el pan para la semana o monto una tarta recuerdo a mi abuela paterna, quien cocinaba en el horno de leña de la huerta los dulces de Navidad para toda la familia. Creo experimentar el frío de las madrugadas en las que preparaba masas y avivaba el fuego, una lucha de contrastes. Así accedo a mis memorias de fines de semana y días festivos pasados al calor de la chimenea a su lado, con las diversas recetas propias de la huerta murciana marcando el ritmo del día.
Si lo de la transmisión de habilidades por vía genética no estuviera aún por demostrar, diría que la cocina corre por mi sangre. Siempre que preparo asados, arroces y recetas que requieren varios días de elaboración, me siento conectado a mi abuela materna, una mujer que abandonó España junto a mi abuelo para tratar de encontrar un futuro en Venezuela, una de las primeras chefs españolas, ganadora de certámenes de cocina en dos continentes, triunfadora en un mundo de hombres, y de quien solo me quedan las historias y sus libros de recetas, pues no la conocí. A mí nadie me enseñó a cocinar, fue siempre una curiosidad propia. Y puedo decir que la cocina es el lugar en el que me rodeo con mis abuelas, un lugar de reencuentros allá donde esté. Por supuesto, allí también me reúno con mi madre, una mujer con doctorado y premios investigadores, y a quien le tocó la carga de cocinar para toda una familia, a pesar de detestar esa obligación cotidiana con la misma fuerza con la que su hijo la disfruta.
Creo que es evidente que la considero un ambiente de relajación. La uso desesperadamente para olvidar el estrés, cuando me canso de preparar un artículo o de investigar sobre este o aquel bicho. Siempre que el mundo de afuera, cuya ventana constante es el ordenador, me cansa y abruma. Entonces lleno la cocina de ruido, de olores deliciosos, y me permito olvidar.
Por último, es mi modo de cuidar de mi familia. No disfruto tanto de comer como de preparar un plato sabroso para ellos y cuidarlos de este modo.
La cocina me libera, me abstrae y me produce sentimientos antiguos y olvidados, del modo en que lo hace la escritura, la escultura, o la guitarra. En ella se pueden encontrar las raíces de toda la especie humana, la historia, los matices que rodearon las vidas de personas reseñables y otras indiferentes. Alimentarse es una necesidad, y la obtención de los ingredientes y las técnicas de preparación son resultado de una conquista que millones de almas han ido modificando y adaptando durante siglos. Sea o no un arte, lo cierto es que evoca las mismas sensaciones. Y va más allá.
También podríamos decir que la cocina es historia. La de los pueblos que inventaron las diversas técnicas y las perfeccionaron. La crónica de las circunstancias políticas, religiosas y sociales que fueron el desencadenante para que aparecieran unas u otras técnicas y costumbres. Es curioso saber, por ejemplo, que la costumbre de tostar el pan desciende de la necesidad de eliminar hongos y bacterias antes de consumirlo allá por el siglo XVIII, ya que al no existir condiciones de conservación adecuadas, el riesgo de contraer infecciones intestinales era elevado. Para ello se inventaron unos aparatos de hierro forjado, más propios de una cámara de torturas, que permitían introducir las rodajas de pan en el fuego.
Otra receta sencilla, el pan con tomate, que a los catalanes, dicen, les es propia, era el almuerzo típico de los obreros murcianos que construían el metro de Barcelona en los años 20. Adquirieron la costumbre de cultivar tomates en los terrenos que rodeaban las obras. Una rodaja de pan, un tomate restregado, ajo y aceite, era un almuerzo humilde que hoy goza de gran popularidad.
E incluso en la mayor resistencia de los occidentales al alcohol, en comparación con los orientales, encontramos una explicación enraizada en la gastronomía. Allá por el siglo XV, las metrópolis europeas no gozaban de suministros de agua seguros precisamente. Las enfermedades por coliformes y otros microorganismos asociados a aguas estancadas y con altas concentraciones de materia orgánica eran abundantes. El único modo de permanecer vivo era beber un líquido que, de algún modo, hubiera sido esterilizado. Y aquí apareció la cerveza, la principal fuente de hidratación para todo el espectro social, desde niños a ancianos. Más tarde llegarían los destilados, y estos también se volverían una fuente habitual para sustituir al agua —la ginebra, por ejemplo, se usó al principio como medicación—. De este modo, se ejerció una presión evolutiva, sin ser conscientes de ello, a favor de los individuos con unos genes que proporcionaran mayores cantidades de la enzima alcohol deshidrogenasa, responsable de metabolizar el alcohol. En Japón y China, por contra, el agua se hervía para preparar té. Este otro método de esterilización evitaba también las infecciones alimentarias. Si querías vivir, bebías té. Ni unos ni otros conocían los motivos, solo se bebía aquello que no te mataba. Por ser útiles más que lúdicos, la cerveza —considerada en el pasado como una bebida innoble— y el té —que no es más que matojos seleccionados— se extendieron hasta alcanzar la distribución global que tienen hoy.
Ejemplos como estos, atados al pasado por motivaciones más allá del simple disfrute del alimento, rodean todo lo que comemos, desde el brandy, pasando por el pan de molde hasta el sushi. El fruto “final” de un largo proceso de transformación. Cuando consumimos un alimento lo adobamos, salamos, ahumamos, horneamos o freímos. Cuando nos bebemos una pinta de cerveza no estamos simplemente proporcionando nutrientes a nuestro cuerpo. Nos convertimos en eslabones de una malla que engloba a todos los humanos, los descendientes de aquellos homínidos que aprendieron a asar antes que a pintar o tallar, que lo hicieron paralelo al desarrollo de las primeras herramientas de piedra, hueso o madera. No hace falta una gran imaginación para encontrarse inmerso en una historia más grande que uno mismo, más cerca de lo eterno a través de un acto mundano, igual que cuando leemos un libro, usamos un cuchillo especialmente forjado para tallar madera o usamos pigmentos modernos para crear una compleja expresión moderna de arte.
En una época en la que la mayoría acostumbra a reencontrarse con familiares y amigos, abundan las quejas por las limitaciones en la movilidad, y las administraciones cometen imprudencias imperdonables abriendo la cerca. Se permiten aglomeraciones con tal de mantener el comercio. Ustedes compren, salgan, rulen la economía. Que lo prescindible no son los bienes materiales, son las personas. Ya nacerán más. Creo que ha lugar a una reflexión sobre un modo humilde de reunirnos.
Mi estilo de vida, y mi lugar de residencia, me impiden ver a mi familia desde hace dos años. Es el drama del inmigrante. Nosotros sabemos lo que es festejar estos días de forma sutil, pensando en las ausencias, en quienes se fueron y no volveremos a ver, en nuestros padres separados de nosotros. La crudeza de la inmigración nos ha curtido para entender que en la vida lo importante es conservarla. Al final es lo único que queda. Y las fiestas caerán en el olvido, los regalos terminarán sepultados en cualquier vertedero —imaginen lo que ocurre con los festines—, no merece la pena arriesgar la vida, y convertirse en un asesino pasivo, por placeres de ningún tipo.
Adoptar un modo de celebrar más recogido no implica evitar la Navidad.
Así que no pretendo entrar en el debate de si la cocina es o no es. Lo dejo para personas más predispuestas. Solo sé que la historia de la humanidad es la de las migraciones, forjadas frente al fuego de cocinas improvisadas. En estas fechas no está de más aprovechar la seguridad del hogar, el tiempo con nuestros seres queridos, y utilizar el calor de los fogones como elemento unificador. El mundo seguirá allí afuera mañana, pero no sabemos si lo harán los nuestros. Cuidémonos, y feliz Navidad.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: