El acto de leer literatura nos parece tan natural que solemos olvidar que ese acto depende de una serie de convenciones sin las cuales sería poco menos que imposible. Esas convenciones las tenemos tan incorporadas a nuestras costumbres que las activamos de manera automática y sin pensar, de modo semejante a como aceptamos en el teatro que cuando se apagan las luces y se levanta el telón empieza «otra cosa» y nos disponemos a verla y aun a creerla, como si no supiéramos que lo que contemplamos y acaece en el escenario se corresponde con un texto que ya no está ocurriendo (sino que ya está escrito, es decir, es premeditado y ha ocurrido) o que los hombres y mujeres que se mueven ante nosotros son actores disfrazados que recitan y —para mayor artificialidad— son pagados por ello. De muy parecida forma, cuando abrimos un libro —una novela—, no se nos oculta que eso es creación o producto de un individuo como nosotros, con nuestra misma materialidad; es más, tal cosa se nos recuerda en la cubierta, donde leemos su nombre; en la solapa, donde a menudo están su foto y algunos datos biográficos; en la portadilla, donde vuelve a aparecer su nombre; en la contracubierta, donde se nos suele hablar a las claras de las excelencias del trabajo realizado por ese nombre y ese rostro. La convención principal, la más necesaria y por tanto la más arraigada en el ánimo de cualquier lector, es hacer caso omiso de todos esos datos manifiestos a partir de una página determinada, aquella en la que la costumbre o la voz súbitamente impostada del autor nos comunican que desde ahí ya todo es «ficción» o debe ser tomado por tal. Quizá como si la cubierta, la solapa, la portadilla, la contracubierta, la dedicatoria y las citas si las hay, debieran ser tomadas sólo como envoltorio, como elementos que no forman parte de la novela, esto es, del texto. Si bien se mira y perdemos por un instante esa convención, la lectura de lo que se nos presenta como «ficción» es puro absurdo, un disparate.
Recuerdo que Juan Benet detestaba los sueños contados, sobre todo en las novelas (y es un odio que yo comparto). Pero no sólo les tenía aversión, sino que le parecían un tremendo error por parte del novelista, una contravención de sus propósitos. En el momento en que un narrador o un personaje, comentaba Benet, empieza a contar un sueño y además lo advierte (con fórmulas como «Anoche soñé…» o «Te voy a contar lo que he soñado…»), el interés del lector se desvanece al instante, es como si se le abriera un paréntesis de algo que, por así decir, «no cuenta», no tiene la menor importancia. La propia irrealidad anunciada y confesa, el arbitrario carácter de lo onírico, venía a decir Benet, invalidaba el contenido de las páginas de sueño, provocaba una inmediata indiferencia en el ánimo del lector, o en el de un lector como él (y pocos he conocido mejores o más atentos). Lo curioso del caso es esto: el anuncio o etiqueta de «ficción» (o «ficción a partir de este momento»), ¿no resulta muy parecido a la etiqueta «sueño» o al anuncio, dentro de la ficción, de «aquí comienza un sueño»? ¿No sería natural que no se leyesen novelas por lo mismo que nos podríamos saltar los sueños relatados por los personajes o el narrador de una obra de ficción? Y sin embargo no es así, pese a que el carácter de lo ficticio es tan arbitrario como el de lo onírico. O puede que no lo sea tanto. Puede que una de las tareas del novelista sea vencer su propia confesión de irrealidad, y fingir que no es arbitrario lo que sí lo es, y que no es azaroso lo que sí lo es. Tal vez sea esta la palabra clave: fingir. En un sueño uno puede afirmar: «Vi a mi madre al final de la escalera. Era un hombre con barba, pero era mi madre…». Eso no puede decirlo nadie en una ficción a menos que se trate de un personaje o narrador loco, o borracho, o alucinado, cuya credibilidad es nula y cuyo relato, por tanto, no interesa más que a título de curiosidad episódica. La ficción, como es lógico, debe saber fingir.
Pero quizá no sea sólo esto. Quizá es precisamente el envoltorio, la certeza de que lo que leemos lo ha escrito «otro» como nosotros (el autor con su nombre y su cara bien visibles en ese envoltorio), lo que nos permite interesarnos por lo que según él no es más que «ficción», invención. A fin de cuentas, sabemos o creemos saber que lo es sólo porque él nos lo presenta como tal. Y aunque lo que nos ofrezca sea una novela histórica en la que no haya ninguna posibilidad de confusión o identificación entre el autor y los personajes o el narrador (si lo hay), los lectores podemos tener siempre la sospecha —puesto que detrás de la ficción hay siempre alguien «real» y eso no se nos oculta— de que en todo caso estamos asistiendo a una verdad… cómo llamarla… una verdad transpuesta, una verdad fingida, un informe verdadero en clave, una traducción cuyo original no conocemos porque se borra en el acto de traducir, una analogía de algo que tuvo realidad, una metáfora en la que desconocemos lo metaforizado o comparado, la huella de un animal que se extingue al dejarla y que nunca veremos más que en esa huella, la cristalización de una experiencia que ignoraremos siempre fuera de su cristalización y en la que sin embargo podemos reconocernos. No conocernos, sino reconocernos. El lector está siempre obligado a ser un espía, y seguramente lo es por partida triple: espía lo que se le cuenta y lo que no se le cuenta, y también se espía a sí mismo mientras espía ambas cosas. Aunque sepa que está leyendo «ficción», sabe asimismo que en ella hay inevitablemente atisbos de verdad. Puede incluso sospechar que ciertas verdades no hay forma de conocerlas si no es a través de su fingimiento, de su metáfora, de su traducción, de su disimulo, de su presentación como ficción o invención, de su mera huella. Que sólo se manifiestan de este modo. El lector sabe, además, que en ningún caso se le está «mintiendo», palabra que debería ser desterrada del campo de la literatura, pues ésta no la admite en su seno en contra de lo que creen tantos escritores que incomprensiblemente la confunden con la invención o la ficción y hablan del novelista como de un «mentiroso», justamente lo que está imposibilitado para ser por la propia naturaleza de su trabajo, que nunca intenta hacer pasar por «crónica» o «hechos» aunque en su origen proceda, como sucede a veces, de unos hechos que él conoce. Dicho de otro modo, nunca intenta hacer pasar la huella del animal por el animal mismo.
El lector asiste a una historia, la escruta y la espía; pero además asiste a la narración de esa historia, es decir, a la actividad relatora del autor; por último, asiste asimismo a su propia actividad lectora, a su propio padecimiento o diversión o ilustración o deducción, y a su reconocimiento. En realidad podría decirse que admite ver y saber de manera no muy distinta de como ve y sabe en su propia vida, en su propia experiencia: parcial, fragmentaria, esquinada, subjetivamente, sólo que participando y adoptando aquí la esquina o subjetividad de otro, sufriéndola y aprovechándola, las dos cosas a la vez. Cuando nos asomamos a la ventana y miramos por ella disponemos de un campo visual limitado, estamos a expensas de lo que se ofrece a nuestra vista, como el personaje del relato de Cornell Woolrich que inspiró La ventana indiscreta de Hitchcock, que sin embargo se vio obligado a «perseverar en su mirada», como hace cualquier novelista. Nos conformamos con eso de la misma manera en que nos conformamos con lo que nos relata una ficción, en la que el autor decide cuál es nuestro campo visual y a través de él nos permite descifrar una verdad que de otro modo sería indescifrable. O quizá sería más propio decir que el autor decide cuál es nuestro campo de entendimiento, el campo de nuestra información. Y, en ese sentido, el escritor espía también al lector futuro: lo acota, lo administra, lo manipula, lo guía.
Hay una novela reciente, La soledad era esto de Juan José Millás, en la que se plantea y describe con nitidez este mutuo espionaje. Una mujer encarga a un detective que la siga y vigile y le pase informes no sólo descriptivos, sino interpretativos, sobre ella misma. El detective desconoce que la persona espiada y su cliente son la misma, y va cumpliendo su tarea, primero como buenamente se le ocurre, luego según las indicaciones de la mujer, instigadora y objeto de la investigación. Ella, al leer esos informes, no sólo se espía a sí misma a través de los ojos del detective, sino que espía al detective en su misión. Se podría decir que esa mujer quiere ser contada, esto es, quiere ser objetivada y subjetivada a la vez y convertirse hasta cierto punto en personaje de ficción, como si sólo mediante ese tránsito o transformación pudiera saber de sí misma o, si se prefiere, pudiera reconocerse. Esto la faculta asimismo para comportarse con el único fin de que ese comportamiento sea percibido y relatado por quien la espía, sólo para eso (como Don Quijote actúa con menor inocencia cuando se entera de que hay alguien contando sus aventuras), creando de este modo un interminable juego de espejos o círculo vicioso que no se diferencia apenas del que se produce entre el lector y el escritor o entre el escritor y su propia ficción, porque el novelista también se espía a sí mismo, mientras escribe. Lo curioso —y ahora hablo de mi propia experiencia— es que se espía eminentemente a posteriori o de forma retrospectiva. Sólo en la escritura descubre que vio cosas que no sabía que vio hasta ese momento, que se fijó en detalles que le pasaron inadvertidos y que recupera o descubre para su escritura, un poco como el personaje del cuento de Cortázar que inspiró Blowup de Antonioni, que al escudriñar y ampliar una fotografía (al perseverar en su mirada) fue viendo en ella lo que siempre estuvo a la vista pero no fue capaz de percibir al hacerla ni al verla por primera vez. Y aún es más, el escritor puede también descubrir que sabe o entendió más de lo que creía saber o entender. El escritor cuenta y explica, y al hacerlo se cuenta y se explica lo que de otra forma no habría llegado a saber ni a entender jamás. Lo mismo que el lector al leer, y tal vez de manera no muy distinta de como un verdadero espía comprende lo que averiguó cuando tiene que ordenar las piezas sueltas de su observación y su escucha y hacer un informe ante sus superiores; cuando tiene que convencerlos de que en efecto ha averiguado algo que vale la pena y que por ello merece seguir en su puesto. Los espías deberían conocer mejor que nadie la etimología de la palabra «inventar», mejor aún que los escritores: viene del latín invenire, que no quiere decir otra cosa que «encontrar», o más bien «descubrir».
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Texto de Javier Marías incluido en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2001; DeBolsillo, 2009).
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