“La vida en Ithaca —y de la gente de todo el mundo, en realidad— seguía una dinámica que al principio parecía absurda y tal vez incluso delirante, pero a medida que los días y las noches se iban juntando para formar meses y años, se acababa por ver que aquella dinámica tenía cierta semblanza de forma y sentido”
En este párrafo está contenida la filosofía de La comedia humana, de William Saroyan (Fresno, California, 1908-1981), el escritor armenio-norteamericano que marcó muchos días y noches de mi juventud lectora. A Saroyan le caracterizó la bonhomía y el sentido del humor que practicó incluso poco antes de su fallecimiento: “Todo el mundo tiene que morir, pero siempre he creído que en mi caso se haría una excepción”.
La comedia humana transcurre en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, en un pueblo de California llamado Ithaca en el que viven con su madre los hermanos Homero y Ulises Macauley, de 14 y 4 años, gracias a la paga de soldado de Marcos, el hijo mayor. Homero, tras salir de la escuela, trabaja como repartidor de telegramas, un oficio que cobrará cierto dramatismo cuando tenga que entregar los anuncios de soldados muertos en combate. La vida será entonces esa comedia humana de la que Homero aprenderá en poco tiempo mucho más que en toda su corta vida. Con todo, la maestría de Saroyan hace que las adversidades las supere con extraordinario optimismo.
La principal riqueza de Fresno, donde nació Saroyan, fueron las uvas. Y lo sigue siendo, ya que la tradición de las uvas pasas de California representa el 50% de todo el mundo. Se cosechan en el clima ideal del Valle de San Joaquín, el valle en que nació nuestro autor, y por eso la uva fue durante toda su vida una manera de tener presente el recuerdo de su pueblo. Fue reclutado a filas a Inglaterra y allí las compraba de invernadero, aunque su precio no fuese barato, precisamente. Hasta tal punto llegó que, tras haber conocido al dramaturgo George Bernard Shaw, un día le llevó uvas de regalo, pero Shaw las rechazó, haciendo gala de su conocido malhumor. Saroyan no se las llevaba, como creyó el dramaturgo, como si fuese “simple comida”: para Saroyan las uvas constituían mucho más que un alimento, eran la unión con su tierra e incluso en sus textos están, de una u otra forma, presentes. La comedia humana y Mi nombre es Aram (ambas en Acantilado) son buena prueba de ello.
La vida de William Saroyan no fue un camino de rosas. Su infancia, paupérrima, estuvo jalonada por la desgracia al tener que vivir en un orfanato durante cinco años porque su madre, Takoohi, a quien le dedica este libro, se había visto obligada a trabajar de asistenta en una casa de San Francisco. Pero las uvas del Valle de San Joaquín consiguieron que volviera a Fresno a trabajar como empleada en una fábrica de pasas. Con solo doce años, el pequeño Saroyan se encarga, al igual que luego lo hiciera el personaje de su libro, de trabajar de mensajero. A medida que va creciendo se ocupa de cuantos trabajos le ofrecen: repartidor de telegramas, vendedor de periódicos… hasta periodista y jefe de una oficina de correos y telégrafos.
La tradición norteamericana de publicar revistas en las que se recogen cuentos de escritores consagrados hace que Saroyan, muy joven aún, envíe sus relatos consiguiendo publicar uno con solo 20 años. A los 26 publica El atrevido muchacho del trapecio, un volumen de veinticinco relatos que en España vio la luz en los años 50 gracias a ese gran editor que se llamó José Janés y que también la editorial Acantilado ha rescatado como El joven audaz sobre el trapecio volante. En Estados Unidos el libro había salido en 1934, y a pesar de ser años de Depresión tuvo un gran éxito, por ser un libro cargado de fe en el ser humano.
Saroyan escribió también teatro, y conoció el éxito con menos de 40 años. The Time of Your Life es una obra que escribió en seis días, con la que ganó el Pulitzer de Drama —que rechazó porque, dijo, “no es más grande ni mejor que otra de mis obras”—. No hay que olvidar que sus contemporáneos de las tablas de Broadway eran tres gigantes de la dramaturgia: Eugene O’Neill, Arthur Miller y Tennesse Williams. La obra la estrenó en 1939 en The Booth Theatre de Broadway y también fue premiado por el Círculo de Críticos de Drama de Nueva York.
William Saroyan publicó La comedia humana en 1943, y ese mismo año fue llevada al cine producida por la Metro-Goldwyn-Mayer, que encargó la dirección al exitoso Clarence Brown, con un reparto entre los que están Mickey Rooney, Frank Morgan, James Craig y Robert Mitchum. La cinta ganó un Oscar y el Círculo de críticos de Nueva York la nominó a mejor película.
Homero Macauley, el adolescente mensajero de telégrafos de Ithaca (el Fresno natal de Saroyan), conoce, en ese pequeño pueblo californiano, lo ancho y ajeno que es el mundo fuera de sus contornos geográficos. Su universidad es la vida cotidiana y junto a su hermano pequeño, Ulises, va conociendo lo mejor y lo peor de esa vida que suele traer en sus telegramas la desgracia a las familias que lloran la muerte de sus hijos a causa de la guerra. Pero William Saroyan no se deja vencer por el desánimo y arma una novela existencial y brillante en la que queda en el recuerdo el buen humor y la alegría de vivir, la candidez y la vitalidad contra lo absurdo de la guerra.
En La comedia humana William Saroyan escribió esta delicada dedicatoria a su madre:
«Esta novela está dedicada a Takoohi Saroyan. He pasado los últimos tiempos escribiendo una novela especial para ti, porque he querido que fuese una buena novela, la mejor que yo haya podido escribir nunca, y al final, aunque un poco apremiado por el tiempo, lo he logrado. Hubiera podido esperar más, pero como no hay nada escrito sobre el futuro ni sobre qué labor o afición sobrevivirá a cualquier otra, me he apresurado y he probado suerte. Pronto, espero, alguien admirable traducirá esta novela al armenio, de manera que pueda imprimirse en los caracteres que tú conoces. Traducida, es posible que la novela se lea mejor que en inglés y, como has hecho otras veces, quizá quieras leerme algún trozo de ella, a pesar de que primero la haya escrito yo. Si esto sucede, te prometo escuchar atentamente y maravillarme de la belleza de nuestra lengua, tan poco conocida y aún menos apreciada por alguien que no seas tú. Ya que no puedes gozar del inglés tan bien como lees y gozas del armenio, y ya que yo no puedo leer ni escribir el armenio, ni bien ni mal, hemos de confiar únicamente en un buen traductor. De todas maneras esta novela es para ti. Espero que te guste. La he escrito en la forma más sencilla posible, con esa combinación de seriedad y de alegría que es característica en ti y en nuestra familia. La novela no es bastante buena, lo sé; pero, ¿qué importa? Seguramente a ti te lo parecerá, ya que tu hijo la escribió con esta intención”. W. S.
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