Otro 14 de junio, el de 1966, hace hoy 57 años, pierde su vigencia una de las primeras listas de libros prohibidos, de todas las que se han elaborado desde que mediado el siglo XV (circa 1450) el orfebre alemán Johannes Gutenberg puso en circulación su Biblia. Fue aquélla una edición de la Vulgata que hizo historia como el primer texto impreso con una prensa moderna de tipos móviles, un invento que dio origen a una nueva época en la historia de la humanidad: la imprenta.
Pero como nunca, nadie, jamás, en ningún lugar del mundo, ha podido prohibir la impresión de un texto si frente a la interdicción se ha alzado un insumiso, un desobediente dispuesto a dar esas mismas páginas a la estampación, el 24 de marzo de 1564, a petición del Concilio de Trento, el papa Pío IV promulgó el Index librorum prohibitorum (Índice de libros prohibidos) para toda la cristiandad católica. Unos años antes, en 1559, su predecesor, Paulo IV, había hecho otro tanto respecto a la cristiandad romana. Pero es el 24 de marzo de 1564, al tener esta segunda prohibición un carácter más universal, cuando puede datarse la primera nómina de escritores malditos.
En efecto, malditos por los mismos que condenaron al Ángel Caído, expulsado del Cielo por rebelarse al mandato de Dios, y al pobre Rutebeuf (¿1250? – ¿1285?), quien bien puede ser considerado el patriarca de los poetas de la miseria: deforme, borracho y tan desdichado en amores como en el juego —según se define él mismo en sus versos—; aquellos que castigaron con el infierno la lectura de François Villon (1431-1463), poeta, pendenciero y ladrón; a los goliardos en bloque por ser clérigos vagabundos y literatos, mujeriegos y borrachos… Pero ante el nuevo papel que comienza a jugar la literatura —que al cabo no es otra cosa que una difusión insospechada de las ideas—, la prohibición de los nuevos malditos requiere un auténtico catálogo.
La primera edición del Index librorum prohibitorum se lleva a cabo en una imprenta veneciana antes de que acabe 1564. Entre los autores incluidos —bien para la prohibición, bien para la enmienda— destaca el filósofo neerlandés Erasmo de Róterdam, cuya obra está interdicha en su totalidad. Bien es cierto que aquellos que por motivos de estudio necesiten leer a Erasmo, o a cualquier otro de los malditos, pueden pedir el permiso correspondiente y, una vez estudiado su caso, a menudo se concede.
Desde sus primeras prohibiciones, la empresa se sabía quimérica. Ello no quitó para que, tras su creación en 1571, la Sagrada Congregación del Índice dedicase todos sus esfuerzos a preservar a los buenos fieles de todas las lecturas perniciosas para la fe. Con el correr de los siglos, en el Índice de Libros Prohibidos figurarán autores como Descartes —Los libros filosóficos (1663)—, Montaigne —Ensayos (1676)— o Jean-Jacques Rousseau —El contrato social (1762)—.
Tampoco faltarán novelistas. No extraña que entre ellos se encuentre Sade. Encarcelado por sus perversiones, por el Antiguo Régimen y mantenido entre rejas por la Revolución, a los inquisidores de la Congregación del Índice les bastó con leer sus títulos —Justine o los infortunios de la virtud (1791), Juliette o las prosperidades del vicio (1796)— para prohibir sus obras. Con los años, y las sucesivas ediciones del cada vez más célebre Índice de libros prohibidos, entre los autores incluidos en sus páginas se encontrarán Victor Hugo, Honoré de Balzac, Gustave Flaubert o Gabrielle D’ Annunzio. Pero invariablemente las prohibiciones, amén de inútiles, llamarán la atención de los textos censurados sobre nuevos lectores.
Hubo otras interdicciones sistemáticas de libros. ¡Claro que sí! La inquisición española publicó su propio Índice, al cuidado del inquisidor general, Fernando de Valdés y Salas, en 1551. En sus distintas ediciones, algunas de las cuales solo obligaban a la expurgación de las obras incluidas, se prohibió la lectura de El lazarillo de Tormes (1554). En todos los países se venían proscribiendo libros desde que la imprenta abrió esa nueva era para la humanidad. Allí donde no había un organismo censor para la infausta tarea, dictaba la prohibición un juez.
Pero en mayor o menor medida, los libros prohibidos, bien por la iglesia, bien por el estado, siempre han estado al alcance de quien los ha sabido buscar. Así, en las dictaduras comunistas, donde aquel día como hoy de 1966 se perseguían novelas como Doctor Zhivago (1957), esta obra de Boris Pasternak puede leerse en ediciones samizdat. Es así como llaman a impresiones de distribución clandestina, realizadas en multicopista.
En el Madrid de la España franquista, que un día como hoy recibió la buena nueva llegada de Roma, casi cualquier texto prohibido puede conseguirse en ediciones argentinas o mejicanas, vendidas discretamente en librerías como Fuentetaja, en la calle de San Bernardo.
Sí señor. Desde los albores de la imprenta es imposible prohibir la distribución de un libro. Mientras haya alguien dispuesto a comprarlo, siempre habrá alguien dispuesto a imprimirlo. Es ésta una regla no escrita que reza para todo el comercio ilegal. Pero un día igual que hoy, de hace 57 años, una vez concluido el Concilio Vaticano II y la reorganización del Santo Oficio en la Congregación de la Doctrina de la Fe, una comunicación de esta última, hecha pública aquel 14 de junio de 1966, anuncia que ya no habrá más ediciones del Índice, como lo conocían familiarmente quienes le prestaban atención.
Ray Bradbury, que en 1953 había publicado su distopía sobre la persecución de los libros llevada hasta sus últimas consecuencias, debió de sentirse muy feliz. Así se escribe la historia.
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