(Fotografía: Kobal/Rex/Shutterstock)
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El pasado 8 de mayo, a la edad de 92 años, murió Anne V. Coates. Seguramente este nombre no les suene; hasta hace pocos días a mí tampoco. Se trata una de las más reconocidas montadoras de cine que la industria del séptimo arte ha dado, con títulos en su haber como El hombre elefante, Becket (por ambos estuvo nominada al Oscar), Asesinato en el Orient Express o Erin Brockovich. Pero quizá su más prodigioso montaje fue el de una de mis cintas favoritas, Lawrence de Arabia (por la que recibiría el Oscar en 1963).
Por muchas razones me interesa la figura de ese arqueólogo, escritor y anómalo militar británico que fue Thomas Edward Lawrence. Una de ellas responde a esa idea tan occidental de la persona —casi siempre varón— que a fin de expiar alguna oscura y vergonzosa acción que en realidad sólo a él le importa, se autoflagela y humilla a sí mismo. Y otra más general: el ansia —también tan occidental— de viajar a lugares y culturas que no son nuestras a en vano intentar comprenderlas, y, ya que estamos, con una contradictoria mezcla de cristiana culpa y dionisíaca euforia colonizarlas. Una vez hubo terminada la Primera Guerra Mundial, y tras el reparto de Oriente Medio llevado a cabo por los países europeos, todas aquellas contradicciones llevarían a Lawrence, para entonces convertido en mito que hoy alcanzaría cotas de pop-star, idolatrado tanto por británicos como por árabes, a, por voluntad propia, degradarse a soldado raso y alistarse con nombre falso en la Royal Air Force. Desaparecer.
Pero a lo que iba: si Thomas Edward Lawrence quiso desaparecer, hablemos ahora de lo contrario; una aparición. Con ocasión de la muerte de Coates, hace un par de viernes he vuelto a ver Lawrence de Arabia, y he vuelto a disfrutar de sus cielos como mares, de sus soles totalitarios, de sus metafísicos desiertos y de esos granos de arena que, incrustados en el rostro de Peter O´Toole —y como un siglo atrás ya había dicho William Blake— cada uno de ellos contiene el Mundo al completo. Una de sus escenas más memorables, que todos alguna vez hemos visto, y que no me canso de mirar, es cuando Lawrence y su guía, sedientos, se detienen en un pozo que milagrosamente encuentran. La cámara nos enseña entonces el horizonte, planísimo, asfixiante y brumoso, hacia el que viajan estos dos hombres. Tras unos segundos en los que nada ocurre, y como si alguien hubiera apretado un interruptor, en la última lejanía, allí donde cielo y arena se confunden, aparece un punto negro, que, en una de las escenas más demoradas e hipnóticas de la Historia del cine, va creciendo con esa ambigüedad que los espejismos comparten con lo real, la realidad virtual con la materia y la humedad con la absoluta sequedad. El punto no tarda en agigantarse en el horizonte, se diría que el horizonte avanza con él, y dos minutos más tarde distinguimos ya a un jinete árabe (interpretado por Omar Sharif), quien vestido de riguroso negro, a lomos de su caballo ocupa toda la pantalla y dispara un rifle que sin obstáculo resuena en el desierto.
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A lo largo de años he visto esta secuencia muchas veces, y el otro día por primera vez reparé en algo. No sé si ustedes alguna vez han revelado y positivado en su casa fotografías, yo solía hacerlo en la bañera hasta que alguien me dijo que incluso en la cocina apestaba a químicos. El caso es que toda esa escena en la que el jinete árabe es un punto que como de la nada va materializándose en la pantalla, me provocó la misma sensación que cuando tienes el papel fotográfico en blanco, sumergido en el líquido de la cubeta, y las siluetas de la imagen comienzan a emerger muy poco a poco, como el cuerpo de un muerto que regresara a la vida, la aparición un legítimo fantasma. Es por ello que la formación de la imagen fotográfica en papel es una de las sensaciones más intensas que recuerdo haber experimentado nunca; aún hoy si ocasionalmente asisto a un positivado me produce la misma excitación; química y alquimia, precisión y milagro. Y es aquí a donde quería llegar, a la idea de que en toda fotografía hay oculta una película. No me refiero a que tras toda escena fotografiada siempre haya una historia, sino a que para que una fotografía llegue a ser lo que es —una imagen detenida—, ha de pasar antes en una cubeta de líquidos por un proceso que es una verdadera imagen en movimiento, una verdadera y primitiva película que se crea antes tus ojos, como ese jinete que en la pantalla llegó de la ausencia, de la aparente nada.
Y ni ese personal hallazgo ni ninguna de esas emociones hubieran tenido lugar hace dos viernes sin la mano, casi anónima y oculta al espectador, de Anne V. Coates, sin su montaje. Larga vida a su memoria, que poco a poco debería también emerger, positivarse.
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