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La importancia de ser un dandy

La importancia de ser un dandy

In memoriam Josep Miquel Pérez Fracés

De todos los dandys que en el mundo han sido, por ninguno siento mayor devoción que por Oscar Wilde. Como a tantas cosas buenas de la vida, llegué a él por casualidad. Una noche de mis quince años, buscando un libro que llevarme a la cama, exploré los volúmenes de la colección Tus libros de Anaya, que mi hermana tenía al completo. De todos ellos, me decidí por uno titulado El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, tal vez atraído por la musicalidad de los nombres del personaje y del autor.

Yo no tenía ni idea de quién era Oscar Wilde, pero me sonaba por una escena de Cuatro bodas y un funeral en la que a un hombre, guasón y homosexual, una mujer le pregunta:

—Y dígame, ¿conoce usted a Oscar Wilde?

Y él le responde:

—Personalmente no, pero conozco a alguien que puede proporcionarle su número de fax.

"El retrato de Dorian Gray no es mi libro favorito, pero no es exagerado afirmar que ha sido el más importante de mi vida"

Tomé, pues, aquella novela (con la traducción de Gabriela Bustelo, que siempre será para mí la canónica), y me la llevé a mi habitación con la intención de pillar el sueño con ella. El libro, sin embargo, operó el efecto contrario y me desveló por completo. Leí con fruición el prefacio, donde se escanciaba una sentencia tras otra (la primera de ellas: “El artista es el creador de cosas hermosas”) y después toda la novela, que me deslumbró no por la historia en sí, sino por las disquisiciones de Lord Henry Wotton. Creo que en Wilde el argumento siempre es secundario porque su verdadero género es el epigrama, y por ello sus mejores obras son sus comedias, donde se dispara una frase ingeniosa tras otra a ritmo de ametralladora.

El retrato de Dorian Gray no es mi libro favorito, pero no es exagerado afirmar que ha sido el más importante de mi vida, porque por primera vez se evidenciaron de forma inapelable muchas certezas que intuía, pero que jamás había sido capaz de formular. El destino del artista se me apareció entonces como la forma más elevada de existencia, y la contemplación de la belleza como la máxima aspiración vital. Durante semanas releí aquella novela de Wilde como si contuviese la Verdad revelada, y después devoré la totalidad de sus obras en busca de más alimento espiritual.

Oscar Wilde es el único escritor al que he venerado hasta el punto de rendir culto a su personalidad. Cualquier cosa que dijera me parecía de una brillantez irrefutable, y en mi afán por saberlo todo sobre él me leí varias biografías suyas. Todavía hoy siento un nulo interés por la obra de Henry James porque no he podido perdonarle que, según cuenta Frank Harris en Vida y confesiones de Oscar Wilde, se negara a firmar una carta para solicitar su excarcelación.

"Wilde se piensa que en un tribunal victoriano le valdrán las mismas boutades con las que epataba a los burgueses en los salones londinenses"

Leí también las actas de los tres juicios a los que se enfrentó. En el primero actuó como demandante y en los dos siguientes ya estaba sentado en el banquillo de los acusados. Estas actas (publicadas por Valdemar en Los procesos contra Oscar Wilde) son una delicia por todo el ingenio que despliega Wilde en sus respuestas, si bien sorprende la candidez con la que afronta los interrogatorios. Wilde se piensa que en un tribunal victoriano le valdrán las mismas boutades con las que epataba a los burgueses en los salones londinenses. Ya en su primera intervención da una muestra de coquetería al presentarse, pues afirma tener 39 años en vez de 40. Ahí te comprendo perfectamente, Oscar. A mí los 40 también me cayeron como una losa.

Cuatrocientas páginas después, la última intervención de Wilde que aparece registrada en las actas es su reacción ante la pena que le impone el juez de dos años de trabajos forzados. En medio de los gritos del público (“¡Oh, oh!”, “¡Qué vergüenza!”), Wilde replica: “¿Y yo? ¿No puedo decir nada, señoría?”. Hasta el final creyó que podría salvarse con una frase brillante.

De los tres juicios, el de mayor interés para todo amante de la literatura es el primero, pues en él el fiscal lee pasajes de El retrato de Dorian Gray para tratar de mostrar con ellos el carácter inmoral de su autor, a lo que Wilde responde con una fervorosa defensa de la libertad del artista. En realidad, la contestación a estos ataques ya se encontraba en el prefacio de El retrato de Dorian Gray, donde Wilde había declarado: “No hay libros morales o inmorales. Los libros están bien escritos o mal escritos. Eso es todo”.

Hay que grabar en mármol esta máxima y repetirla cada día. Más aún en estos tiempos de neopuritanismo que nos ha tocado vivir, donde una policía de la moral recorre con la porra librerías, museos y cinematecas y, ante el silencio cobarde de muchos, manda a la hoguera no solo a los autores, sino también a los personajes de ficción que no sean un modelo inmaculado de virtud. Esta gentuza nos tendrá a Wilde y a mí siempre enfrente. Y vestidos los dos de puta madre.

"En esta serie de fotos, Wilde aparece ataviado con chaqueta y chaleco de terciopelo ribeteados, calzón corto y medias de seda"

Digo esto último porque, si me siento tan hermanado con Oscar Wilde es, entre otras cosas, porque extendió su amor a la belleza a todos los aspectos de la vida, y muy en concreto a la vestimenta, de la que supo hacer una forma de arte. Por eso en Wilde me hechiza no solo el escritor, sino también la persona, o más bien el personaje (pues Wilde concebía el mundo como una representación). Tengo montones de fotografías suyas con diferentes atuendos, y el que más me impresiona —no solo de él, sino de todos lo que he visto en mi vida— es el que se creó en 1882, el año en que se fue a Estados Unidos a impartir conferencias. En esta serie de fotos, Wilde aparece ataviado con chaqueta y chaleco de terciopelo ribeteados, calzón corto y medias de seda, y corona el conjunto majestuosamente calzado con unos opera pumps. Es fascinante lo sencillo y armonioso que parece este atuendo, y al mismo tiempo lo osado que resulta con la recuperación del calzón corto.

Este calzón —o culotte— era un símbolo de la aristocracia, y precisamente por ello, en la Revolución francesa, los rebeldes populares, que llevaban pantalones, se hacían llamar orgullosamente sans-culottes (como muchos pretenden ver hoy en la corbata un símbolo de la opresión burguesa). Por este motivo, me divierte considerar los calzones de Wilde como la proclamación de una nueva aristocracia: la del talento al servicio del buen gusto. La aristocracia de los dandys.

Cuentan que en una de las conferencias de la gira americana de Wilde, en Boston, cincuenta estudiantes de Harvard acudieron con calzón, peluca y un girasol en la mano para burlarse de él. Wilde se presentó con pantalón largo e impartió su charla como si no se diese cuenta de nada. En una de sus obras escribió que “Una verdad deja de serlo cuando más de una persona cree en ella”. En esta ocasión podría haber dicho: “Unos calzones dejan de ser estilosos cuando más de una persona los lleva”.

"Así, mis compañeros llevaban boina del Che Guevara y camisetas con eslóganes, y yo soñaba con un traje de tres piezas y una flor en el ojal"

Con mi descubrimiento de Wilde, se reafirmó el gusto que siempre había tenido por la elegancia indumentaria, pero había un problema y es que tan solo tenía 15 años. A esa edad no puedes ejercer de dandy. Primero, porque no tienes los medios. Y segundo, porque aunque los tuvieras, tu integridad podría correr un serio peligro en el instituto. Fui por tanto un dandy en estado larvario, un dandy camuflado, un dandy clandestino. Tendrían que pasar varios años hasta que pudiera revelarme (y rebelarme) ante el mundo. Mientras tanto, trataría de sobrevivir en un medio hostil, en territorio comanche, sin descubrir mi verdadera identidad.

Así, mis compañeros llevaban boina del Che Guevara y camisetas con eslóganes, y yo soñaba con un traje de tres piezas y una flor en el ojal. Su idea de diversión era hacer pintadas, correr ante la policía, drogarse en una rave, y yo ambicionaba que me invitase a cenar una dama de la alta sociedad y deslumbrar a todos los presentes con mis chispazos de ingenio. Una gente a la que despreciaría, pero a la que querría cautivar porque, como dijo Wilde: “Pertenecer a la sociedad es un aburrimiento, pero estar fuera de ella es simplemente una tragedia”.

Cuando comparaba mis aspiraciones con las de mis compañeros, siempre pensé que el verdadero antisistema era yo, porque en un mundo que glorifica lo feo y lo vulgar, es mucho más rompedor un dandy que un hippie.

En este estado de wildeanismo desmedido, llegué al 30 de noviembre del año 2000, fecha en que se conmemoraba el centenario de la muerte de Oscar Wilde (que se produjo, como la de Beau Brummell, en Francia y en la ruina). Aquel día, me senté frente al televisor dispuesto a no levantarme hasta bien entrada la noche. El centenario de la muerte de Wilde era un acontecimiento planetario, y sin duda las emisoras iban a encadenar un programa especial tras otro. Fui pasando durante horas de un canal a otro y de Wilde no se dijo ni media palabra. Si alguna vez tuve fe en la televisión, la perdí ese día.

"Ya sabía que la tumba de Wilde estaba cubierta de besos, pero aun así me emocionó comprobarlo al natural porque nunca había visto una tumba que estuviese tan viva"

Años después, cuando fui a visitar a mi amigo Enrique a París, lo primero que hice al llegar fue dirigirme al cementerio de Père Lachaise para visitar la tumba del hombre de mi vida. Fui pasando sin detenerme por los sepulcros de diferentes personalidades (Molière, Balzac, Edith Piaf, Chopin…) hasta que llegué al que albergaba los restos de Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde. Nuestro Wilde. Mi Oscar.

Ya sabía que la tumba de Wilde estaba cubierta de besos, pero aun así me emocionó comprobarlo al natural porque nunca había visto una tumba que estuviese tan viva. Fueron poco a poco llegando visitantes y todos permanecimos en silencio, meditando —o así al menos lo hice yo— sobre lo que Wilde había significado en nuestra vida. Este recogimiento se quebró cuando se nos acercó una pareja de españoles y, al cabo de unos segundos, el hombre, un gañán de primera, exclamó: “¡Pero este…! ¿Este quién es?”. Y la mujer le respondió: “Un escritor, cariño”, con un tono que parecía implorar: “Por favor, no me dejes en ridículo delante de toda esta gente”.

Esperé a que toda la gente se marchara y, cuando me quedé a solas frente a Wilde, deposité un beso en su tumba y le susurré:

—Gracias, Oscar. Porque por ti me di cuenta, por primera vez en mi vida, de la vital importancia de ser un dandy.

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