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La impunidad en cada esquina

La impunidad en cada esquina

Resulta imposible desligar el arte de Colson Whitehead (Nueva York, 1969) a la condición de su estirpe convertida en esclavos precipitados en el légamo del bienintencionado presente. Se haría necesario ponerle una banda sonora que ilustrara aquel legado que persiste con demasiada impunidad en nuestros días, “como si ante ellos [ante sus antepasados] la resaca de todo lo vivido / se empozara en el alma”, que acertaba a expresar César Vallejo en Los heraldos negros. A pesar de que el segundo premio Pulitzer le cayó a Whitehead antes de que explotasen los disturbios por el asesinato de George Floyd, lo que se cuenta en su séptima obra de ficción tras el díptico que forma con la igualmente galardonada El ferrocarril subterráneo (2017) está demasiado cerca de lo que viene ocurriendo con su comunidad desde que a algún europeo se le ocurriese que el trabajo forzado que generaba un cuerpo negro —o mulato, o mestizo, o trigueño, o indígena…— sólo iba a ser medido en calorías y que, como sucedía con las civilizaciones antiguas (las mismas que imaginaron la democracia), esos cuerpos no tenían los mismos derechos que quienes disponían de ellos, cuanto menos sus almas. Estamos pues ante una novela política, como político es el rap de N.W.A, Public Enemy o Ice T (hoy ni el más concienciado Kendrick Lamar llega al nivel de fricción social que atesoraba la ingenuidad del rap ochentero, y así les fue, claro), y ya valdrían como manto sonoro a los lamentos de esta ficción basada en hechos reales que Oprah Winfrey y Barack Obama saludaron con vítores por su excelencia y oportunismo.

Los chicos de la Nickel parte de un suceso que vio la luz en 2014, cuando saltó la noticia de que en un reformatorio de Florida conocido como Dozier School —activo durante más de un siglo, de 1900 a 2011— se estaban exhumando los restos de algunos de los desdichados que pasaron sus días en esa institución de Florida, que contaba con un cementerio clandestino intramuros. Corrían las jornadas de las revueltas en Ferguson, y los informativos hablaban del descubrimiento de lo que quedaba de los cuerpos de cincuenta y cinco internos, la mayoría de ellos de ascendencia afroamericana. Que en esos mismos informativos se obviara que los muertos eran en su mayoría negros como el Michael Brown de Ferguson añadió leña a la germinación rápida del movimiento Black Lives Matter y sembró la semilla que ha dado pie a la novela de Whitehead. Decenios de abusos, maltratos y muertes, en parte conocidos en el ámbito local, supusieron el deseo de trascendencia de los acontecimientos como un acto de justicia postmortem y fueron el motor para una historia que cambia el nombre de Dozier por el de Nickel, pero que en su esencia no dista demasiado de los horrores nefandos de lo allí ocurrido. Algo semejante ha llevado a cabo Melina Matsoukas el el film Queen & Slim (2019), su balada de amantes fugados y falso culpable que busca demostrar su inocencia. Cuando la realidad es tan evidente, decir que la cosa acaba mal no es destripar la película, es poner en evidencia la cotidianeidad del día a día de muchos estadounidenses de segunda, extranjeros en su propio país, que alimentan el sistema carcelario de la primera potencia de Occidente.

"La verdadera inspiración reside en el devenir cotidiano del propio autor, que siente sin duda alguna que el racismo continúa vivo e impune"

En la novela de Colson Whitehead el relato empieza por el final. Empieza mal, con el descubrimiento de aquel lugar abyecto en el que acababan los sueños de muchos chicos que, como los protagonistas de esta historia, dieron entre sus muros por motivos harto discutibles, si no ridículos para la mirada contemporánea. En la vejez, uno de los protagonistas toma la decisión de abordar de una vez por todas las emociones que todavía laten en su interior tras su paso por la Nickel. Pero todavía estamos en la América de 1963, a punto de que las leyes segregacionistas de Jim Crow cesaran sobre el papel, sustituidas por la Ley de Derechos Civiles y la Ley del derecho de voto para los negros. De hecho, estamos en la Navidad de 1962, que es cuando Elwood Curtis recibe un regalo envenenado, un vinilo con los discursos grabados de Martin Luther King at Zion Hill. Desde ese momento, la voz del activista no dejaría de sonar en el tocadiscos del muchacho de Talahassee y reverberaría en todo su ser con la potencia profunda de las frecuencias más bajas, que son las que se absorben en el estómago y se impregnan en el alma. De ahí a su ingreso en la Nickel había un paso, un mal paso de quien parecía destinado a labrarse un futuro prometedor al amparo de los nuevos vientos de cambio social, “buscar su hueco en la cola de jóvenes soñadores entregados al enaltecimiento de la raza negra”.

Ya en el reformatorio, el optimista Elwood entablará amistad con el joven y más pragmático Jack Turner, en tiempos en los que ser pesimista no era otra cosa que ser realista. Ambos se enfrentarán al sistema de perversiones instalado en el reformatorio sureño con la intención de salvar la vida y, en el camino, la dignidad. En el fondo, Whitehead ha declarado que esa mirada bifronte a un mismo destino, la de Elwood y la de Turner, es un desdoblamiento de su propia personalidad. La conclusión a la que llega, la que le hace levantarse cada mañana, es la misma que la que Rust Cohle le ofrece a su amigo Martin Hart al final de la primera temporada de True Detective al salir del hospital: “la luz va ganando a la oscuridad”. Esperanza. Esperanza. Esperanza. A pesar de la brutalidad del reformatorio bajo el lema asumido de que “la violencia es la única palanca lo bastante grande como para mover el mundo”.

"Estamos ante una novela política además de ante una pieza que explota con poderosa eficacia los resortes narrativos del buen contar"

Una mirada a las fuentes inspiradoras de Los chicos de la Nickel debe recalar en las ficciones de Denis Johnson, Mohsin Hamid y Julie Otsuka, en particular en lo referente a la consecución de la voz narrativa y a la de la arquitectura estructural. Pero la verdadera inspiración reside en el devenir cotidiano del propio autor, que siente sin duda alguna que el racismo continúa vivo e impune, como demuestra el reciente asesinato de George Floyd a manos de la policía y la persistente cultura de la impunidad amparada por un sistema todavía perverso, cuyo máximo representante de extraña tez anaranjada alienta y potencia sin complejos ni tapujos. “A veces tienes que sentarte a escribir el libro que tiene más sentido escribir”, ha confesado Whitehead. Es la confirmación de que estamos ante una novela política además de ante una pieza que explota con poderosa eficacia los resortes narrativos del buen contar. Uno quiere saber, seguir las desventuras de los infelices internos, no por anzuelos morbosos de la escritura sino por la energía expositiva de lo narrado. Un prólogo, un epílogo y tres partes diferenciadas que coinciden con la clásica distribución escolar de introducción, nudo, desenlace. Y menudo desenlace. En medio, mucho pop, expresión sencilla, conciencia racial, huidas y evocación de una violencia que dista mucho de encontrar su fin. Mientras, Whitehead debe sonreír para sus adentros recordando que tiene en su poder dos Pulitzer como William Faulkner. Nadie dijo que fuera perfecto.

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Autor: Colson Whitehead. Título: Los chicos de la Nickel. Traductor: Luis Murillo Fort. Editorial: Peguin Random House. Venta: Todostuslibros y Amazon

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