Sucede en diversos momentos a lo largo del año (el día del Carmen, el de San Roque, en la fiesta del 15 de agosto), pero sucede sobre todo en la noche de San Juan, cuando marcan los relojes la hora bruja y se encienden las hogueras y los vecinos las rodean para purificar las maldades de los doce meses precedentes en un ritual pagano que persigue la sonrisa de la buena ventura. Sucede en muchas partes de Asturias (en Llanes, en Oviedo, en Gijón), pero sucede sobre todo en la villa de Mieres, anclada al corazón de la cuenca minera del Caudal y a la que se apellida «del Camino» porque por ella pasa un ramal secundario de los itinerarios jacobeos que conecta el hospital de San Marcos de León con las reliquias de la catedral de Oviedo. Hasta esa ciudad, que lleva décadas sufriendo los rigores de la reconversión carbonífera, se desplazó Ramón Menéndez Pidal en el verano de 1930 para asistir a uno de los espectáculos más peculiares que vio desfilar ante sus ojos. Tan impresionado quedó el erudito que ese domingo 3 de agosto, tras participar como testigo en un ritual sustentado en épocas pretéritas y renovado de manera cíclica por las sucesivas generaciones, escribió en su diario: «En esta atmósfera de Mieres, agrisada por el humo carboniento de cien maquinarias creadoras, los jóvenes entonan la canción más arcaica que puede resonar hoy en España: ¡Ay!, un galán d’esta villa».
No fue Menéndez Pidal el único que se dejó subyugar por la interpretación ni por toda la parafernalia que la acompaña. «Estas danzas no son menos sencillas y agradables que los demás regocijos del día», había escrito Gaspar Melchor de Jovellanos, poco más de un siglo antes, en su octava misiva a Antonio Ponz, dentro del ciclo que se ha dado en llamar Cartas del viaje de Asturias. «Cada sexo forma las suyas separadamente, sin que haya ejemplar de que el desarreglo o la licencia las hayan confundido jamás. El filósofo ve brillar en todas partes la inocencia de las antiguas costumbres, y nunca esta virtud es más grata a sus ojos que cuando la ve unida a cierta especie de placeres, que la corrupción ha hecho en otras partes incompatibles con ella». Más adelante, especifica que «su poesía se reduce a un solo cuarteto o copla de ocho sílabas, alternado con un largo estrambote, o sea estribillo, en el mismo género de verso, que se repite a ciertas y determinadas pausas. Del primer verso de este estrambote que empieza: «Hay un galán de esta villa» [sic], vino el nombre con que se distinguen estas danzas.» El testimonio del ilustrado es importante por dos razones: él es el primero que describe la organización de esos bailes, conocidos como danzas primas a lo largo y ancho de todo el territorio asturiano, y suya es también la primera referencia a ese romance del galán de la villa que, al parecer, se usaba en el siglo XVIII como mero complemento a otras composiciones de tipo bucólico o sarcástico, pero que no tardaría demasiado en convertirse en el protagonista absoluto de las coreografías que lo acompañaban.
¿Es realmente ese romance «la canción más arcaica» que pueda resonar en España, según dijo Menéndez Pidal? Se trata de una afirmación bastante hiperbólica. Aunque es posible que el texto hunda sus raíces en los tiempos medievales, parece bastante claro que se fue modificando y rehaciendo a medida que pasaban los siglos, hasta el punto de conformar un batiburrillo narrativo en el que lo más fácil es perderse, como enseguida veremos. Eduardo Martínez Torner —que fue quien organizó, en colaboración con el Orfeón de Mieres, aquel baile veraniego y multitudinario en el patio del Grupo Escolar Aniceto Sela con motivo de la visita del filólogo— lo recogió en su cancionero, y el propio Menéndez Pidal lo incluyó en su Flor nueva de romances viejos. Lo presentaba allí, de manera un tanto sorprendente, como uno más de los textos que glosaban la vida y las andanzas de Bernardo del Carpio, y en la anotación preliminar señalaba: «Este romance es un verdadero canto nacional para los asturianos; es el más sabido por ellos; es el más generalmente usado en esa danza prima, famosa desde que la escribieron Jovellanos y Durán. Las versiones que de él se han publicado no nos ofrecen sino una enorme serie incoherente de versos». Hay que señalar que, tal y como bien se apunta en esta observación, aunque en muchos casos se identifique la Danza Prima con el romance —cosa comprensible, dado que se unieron ya hace mucho en el imaginario sentimental de quienes los invocan con escrupulosa periodicidad—, no son en absoluto la misma cosa. La Danza Prima, como tal, es el baile en el que los intervinientes se unen engarzando los meñiques de sus manos, formando en unos casos círculos cerrados y en otros hileras abiertas. El primer modelo es el que acompaña las hogueras de San Juan. El segundo se lleva a cabo, por ejemplo, en la festividad de Begoña, en Gijón, cuando la danza se interpreta de cara al mar, a lo largo de la playa y el Muro de San Lorenzo, como un homenaje a los emigrantes que tuvieron que abandonar su tierra. Resulta complicado definir unos orígenes concretos para la Danza Prima. Hay quienes han querido ver raíces celtas en sus estructuras circulares y quienes sitúan su nacimiento en algún momento indeterminado del Medievo. Con todo, es el famoso romance lo que más curiosidad despierta, sobre todo por ese enrevesamiento argumental que se acentúa cada vez que se canta, ya que tras el tercer y cuarto versos de cada tirada de cuatro se intercalan dos estribillos («¡La molinera trillará!» y «¡Qué bien trilladito está!» en la versión mierense, la más conocida, aunque varían en función del lugar donde se lleve a cabo el ritual). Menéndez Pidal consideraba la composición como «una reliquia, aunque muy destrozada, de los antiguos cantos que en versos paralelísticos componían los juglares galaicoportugueses del siglo XIII, y propagaban en sus viajes, no sólo por León y Castilla, sino hasta Navarra y Valencia.»
Veamos hasta dónde llegan la complicación o el destrozo, debidos a buen seguro a las muchas manos (o voces) que debieron de intervenir en sus múltiples reescrituras. El romance del galán de la villa, escrito en una mezcla de asturiano y castellano, comienza describiendo una escena nada habitual en las composiciones líricas de aquel tiempo: el caballero que llega a una ciudad en busca de su dama.
¡Ay!, un galán d’esta villa,
¡ay!, un galán d’esta casa,
¡ay!, él por aquí venía,
¡ay!, él por aquí llegaba.—¡Ay!, diga lo qu’él quería,
¡ay!, diga lo qu’él buscaba.
—¡Ay!, buscó la blanca niña,
¡ay!, buscó la niña blanca
que tiene voz delgadina,
que tiene la voz delgada,
la que el cabello tejía,
la que el cabello trenzaba.—¡Ay!, trenzadicos traía,
¡ay!, trenzadicos llevaba,
¡ay!, que non la hay nesta villa,
¡ay!, que non la hay nesta casa,
si nun yera una mio prima,
si nun yera una mio hermana,
¡ay!, de marido pedida,
¡ay!, de marido velada…
¡Ay!, bien qu’ora la castiga,
¡ay!, bien que la castigaba,
¡ay!, con vares les d’oliva,
¡ay!, con vares les de malva.
Ye la causa otra su amiga,ye la causa otra su amada,
que la tien allá en Sevilla,que la tien allá en Granada…
Tenemos, pues, el planteamiento: el galán va a buscar a su amada, pregunta por ella y una prima o una hermana de la aludida le informa de que la muchacha en cuestión está casada con un hombre que la maltrata, al parecer porque tiene en tierras andaluzas una amante que es en esos momentos la destinataria única de sus quereres. El galán, lejos de arredrarse, toma la palabra para conminar al objeto de sus amores a un encuentro clandestino:
—¡Ay!, diga a la blanca niña,
¡ay!, diga a la niña blanca,
¡ay!, que su amante la espera,
¡ay!, que su amante la aguarda
al pie d’una fuente fría,
al pie d’una fuente clara
que por el oro corría,
que por el oro manaba,
donde canta la culebra,
donde la culebra canta.
Por arriba d’una peña,
por arriba d’una mata;donde canta la culebra,
donde la culebra canta,
vi venir una doncella,
es hija del Rey d’Arabia.¡Ay!, llegó a la fuente fría,
¡ay!, llegó a la fuente clara.
Así, el galán aguarda al pie de esa fuente en cuyas proximidades cantan las culebras y ve venir a su enamorada. De la belleza de ésta da fe la alusión al rey de Arabia con la que el anónimo autor debió de querer subrayar su sensualidad o su exotismo. El romance hace a continuación un pequeño flashback para repetir esa última escena y añadir una pincelada, cuando menos, curiosa:
Ya’l so buen amor venía,
ya’l so buen amor llegaba
por sobre la verde oliva,
por sobre la verde rama;
por donde ora’l sol salía,
por donde ora’l sol rayaba,
¡ay!, mañana la tan fría,
¡ay!, mañana la tan clara.
¡Ay!, Antonio se decía,
¡ay!, Antonio se llamaba;
a su cuello una medida,
a su cuello una esmeralda.
Perdiérala entre la yerba,
perdiérala entre la rama.
Hallárala una doncella,
hallárala una zagala,
la que’l cabello tejía,
la que’l cabello trenzaba.
Sabemos que el galán se llama Antonio, se nos dice que el encuentro tiene lugar a una hora temprana del día y se nos informa, además, de que en algún momento el protagonista ha perdido una medalla o una joya. Ahora bien, ¿encuentra esa alhaja la chica al acudir a su encuentro o fue justamente al perderla, y al conocer que una muchacha la había encontrado por casualidad, cuando el tal Antonio decidió ir en su búsqueda? La cuestión no sólo no se aclara, sino que pronto se enredará aún más:
¡Ay!, agua le depedía,
¡ay!, agua le demandaba,
¡ay!, agua de fuente fría,
¡ay!, agua de fuente clara.
¡Ay!, lo que allí le decía,
¡ay!, lo que allí le falaba
y celos le depedía,
y celos le demandaba:
—¡Ay!, la vinaja dorida,
¡ay!, la vinaja dorada!—¡Ay!, trájola de Sevilla,
¡ay!, trájola de Granada,
¡ay!, de mano de su amiga,
¡ay!, de mano de su amada.
—¡Ay!, yo te la mercaría,
¡ay!, que yo te la mercaba,
¡ay!, más galana y pulida,
¡ay!, más pulida y galana,
¡ay!, si quies mio compañía,
¡ay!, si quies la mio compaña.—¡Ay!, sí, por el alma mía,
¡ay!, sí, por la vuestra alma;
¡ay!, que’l que me dio la cinta,
¡ay!, que’l que me dio la saya,
¡ay!, non quiere que la vista,
¡ay!, non quiere que la traiga,
¡ay!, quier que la ponga en rima,
¡ay!, quier que la ponga en vara;
la quier para otra su amiga,
la quier para otra su amada
que la tien allá en Sevilla,
que la tien allá en Granada.
Empieza, como se ve, la confusión. No entendemos bien si la joya que pertenece al galán fue hallada por la dama entre la hierba o si se la requisó a su marido, quien a su vez la habría hurtado en Sevilla o Granada. Cuesta entender, de elegir esta última opción, las razones que llevan a Antonio a pretender comprarla, en vez de tomar directamente aquello que le pertenece. Luego sale a colación una cinta o una saya que tampoco sabemos bien de dónde procede, pero cuya posesión también estaría vinculada a esos amores clandestinos. Este giro argumental, pese a todo, no es nada si lo comparamos con lo que vendrá después:
¡Ay!, cantaba la culebra,
¡ay!, la culebra cantaba,
¡ay!, voz tiene de doncella,
¡ay!, voz tiene de galana.
—¡Ay!, padre, le tengo en vida,
¡ay!, padre, le tengo en casa.
Únvieme a la romería,
únvieme a la Roma santa
con el que yo más quería,
con el que yo más amaba.
¡Ay!, Antonio se decía,
¡ay!, Antonio se llamaba;
aquél qu’andaba en la guerra,
aquél qu’en la guerra andaba
con espada y con rodela,
con rodela y con espada.
Él se fuera y non venía,
él se fuera y non tornaba;
muy tiernas cartas me envía,
tiernas cartas m’enviaba:
«Non te me cases, mio vida,
non te me cases, mio alma;
presto será mio venida,
presto será mio tornada.»
Canta de repente, una culebra. Era una posibilidad de la que ya se nos había hablado unos versos atrás. Ahora bien, ¿habla la joven por su boca en una especie de premonición kafkiana? ¿Qué es exactamente lo que tiene en casa? Lo único que parece claro es que el tal Antonio se va a la guerra. La cuestión es: ¿se va tras el encuentro al pie de la fuente o estamos ante un nuevo retroceso en el tiempo? En principio cabría decantarse por esta última opción si se piensa que, a tenor de las cartas que envía a su novia, insiste en pedirle que no contraiga matrimonio, algo que no tendría sentido si la narración fuera lineal, ya que sabemos desde el principio que la muchacha está emparejada, y además con un marido maltratador. Tampoco la alusión a «la Roma santa» queda del todo clara, por más que enseguida se insista en el particular:
¡Ay!, fuese a la romería,
¡ay!, fuese a la Roma santa,
¡ay!, col qu’ella más quería,
¡ay!, col qu’ella más amaba.
¿Estaba el galán Antonio guerreando en Roma? ¿Lo encuentra y finalmente la acompaña hasta la ciudad eterna? Es difícil dilucidar ese extremo, por no decir imposible. Ese hilo, en cualquier caso, se pierde, porque en el último tramo del romance desaparecen por completo las alusiones al protagonista masculino y una nueva escena nos sitúa en lo que sí puede tratarse de una romería —es decir, una peregrinación de carácter más bien campestre hacia una ermita o santuario—, imprimiendo así una nueva vuelta de tuerca a la cuestión:
¡Ay!, la niña estaba encinta,
¡ay!, la niña encinta estaba.
¡Ay!, llegáronse a la ermita,
¡ay!, llegáronse a la sala,
¡ay!, donde l’abad diz misa,
¡ay!, donde l’abad misaba;
¡ay!, misa en la montiña,
¡ay!, misa en la montaña,
¡ay!, el molacín l’audiba,
¡ay!, el molacín l’audaba.
Sorpresivamente, se nos cuenta que la muchacha está embarazada. ¿Del galán Antonio? ¿De su marido?. Nada se dice al respecto y pobre de quien intente averiguarlo, pues sólo obtendrá nuevos dolores de cabeza. Si nos ceñimos al primer caso y damos por buena la teoría del flashback, habría que dilucidar dónde empieza éste exactamente. ¿No se nos había dicho que era una «doncella» la que se aproximaba a la fuente de agua clara? ¿La dejó el galán embarazada allí mismo? ¿Y entonces por qué luego le envía cartas pidiéndole que no se case, si ya estaba casada?. Al autor, o a los autores, debió de parecerles todo eso una cuestión menor, porque lo que les importa a partir de este momento es abrir las puertas a una súbita intercesión de la divinidad.
¡Ay!, vueltas las que darían,
¡ay!, vueltas las que le daban
alrredores de la ermita,
alrredores de la sala;
¡ay!, que el parto le venía,
¡ay!, que el parto le llegaba
—¡Santa María es mi madrina!
¡Santa María es mi abogada!—.
Un niño en brazos traía,
un niño en brazos llevaba,
Jesucristo le decía,
Jesucristo le llamaba.
El niño rosas traía,
el niño rosas llevaba,
cuatro o cinco en una piña,
cuatro o cinco en una caña.
—De la caña más florida,
de la caña más granada,
¡ay!, dale a la blanca niña,
¡ay!, dale a la niña blanca;
¡ay!, pues ella estaba encina,
¡ay!, pues ella encinta estaba
Es decir, la mismísima Virgen hace irrupción en la ermita donde se hacinan los romeros para asistir a misa. Su aparición tendría como fin facilitar el parto de la joven, que siente las contracciones en plena ceremonia. Es el niño Jesús el encargado de ofrecerle a la protagonista un puñado de rosas que parecen actuar a modo de talismán, a tenor del nombre que elige la madre primeriza para bautizar a su criatura.
¡Ay!, parió una blanca niña,
¡ay!, parió una niña blanca;bautizóla en agua fría,
bautizóla en agua clara;
púnxo-y de nombre Rosina,
púnxo-y de nombre Rosaura;que’l niño rosas traía,
que’l niño rosas llevaba.
Así termina el romance del galán de la villa. O de ese modo concluye, al menos, su versión más extendida en las noches de San Juan, en las que el fuego y el agua juegan un papel primordial. Como se ve, y pese a las alusiones a las fuentes de agua clara, en él todo es más bien oscuro: no sabemos si el galán Antonio volvió sano y salvo de la guerra porque su rastro se extravía cuando el poema alcanza sus dos tercios; tampoco conocemos la historia del marido infiel y su amante andaluza, y mucho menos se nos informa del paradero final de la joven protagonista y la pequeña Rosaura. Todo se va esfumando en un laberinto narrativo forjado con el transcurrir del tiempo —cómo no sospechar que el romance es en realidad la suma de otras muchas composiciones transmitidas por vía oral que, debido a los azares del destino, se terminaron agrupando— y la lógica argumental se desvanece mecida por la música repetitiva y hasta cierto punto hipnótica que envuelve estos versos tan encantadores como enigmáticos. No debe uno irritarse por la incoherencia de la narración, porque quizá se cumpla en esto aquello sobre lo que mucho tiempo después advertiría McLuhan al sostener que el medio es, en ocasiones, el mensaje. El propio Jovellanos, que se mostró maravillado en sus escritos por la Danza Prima y sus particularidades, no tuvo el menor empacho en reconocerlo: «Yo nunca he podido entender esta historia».
No es ni bucólico ni sarcástico ni ninguna de esos » penseyoques» que tanto gustan hacerse los egos narcisistas a los que les gusta pontificar de lo que desconocen, O cambiarlo a su gusto, No debe ser tocado, deconstruido ( más de lo que está) o modificado,Ni con las mejores intenciones. Es una reliquia sagrada de tiempos que muchos ni siquiera imaginan…y dice EXACTAMENTE lo que debe decir. Una forma de verla vida, el mundo, la religión. Habla de la base de la vida y del ciclo anual tal como lo entendían nuestros antepasados. Ni la » Niña» es por completo y simplemente una niña, ni lo demás es tan sencillo de entender como parece. Respeto, por favor.