El otro día, volviendo de Barcelona, iba sentado a mi lado un tipo con el que estuve hablando casi todo el trayecto. Solo diré que era madrileño, pero residente en la ciudad condal, y que solía hacer el mismo trayecto que hago yo semanalmente, pero a la inversa. Yo por trabajo y él por familia. Sus dos hijas viven en Madrid con su exmujer. Pero esto no es lo importante, lo que lo hacía diferente es que había pasado varios años en prisión. No diré el crimen. Solo que no fue por delito de sangre. Podría escribir, creo, un libro con todo lo que me contó en las apenas tres horas del viaje, pero hay algo que me dejó especialmente descolocado y que, desde el encuentro, me acompaña. Comentaba que cuando estaba dentro de la cárcel solo era feliz cuando dormía, porque era la única forma en la que conseguía salir de allí. Tenía unos sueños plácidos y liberadores. Siempre transcurrían en espacios abiertos: el mar, el bosque, un parque. Sin embargo, siguió, cuando por fin salió de prisión, justo lo que no quería era dormir, y de hecho llegó a desarrollar problemas graves, primero con el insomnio y después con el alcohol y ciertos medicamentos, porque soñaba siempre siempre con la prisión.
«Qué hijo de la gran puta que es el subconsciente, ¿que no?». Me dijo.
«Un poquito cabrón sí que es», pensé.
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No lo puedo evitar, me gusta la lluvia. Me gusta estar bajo ella, caminar mientras me empapa, pararme y dejar que cale mi ropa y notar sus gotas cayendo por mi cara. Cuando no me afeitaba la cabeza y mi pelo era mojado por la lluvia disfrutaba sintiendo la humedad y el frío. La gente me mira extrañada cuando pasa bajo sus paraguas o con bolsas de plástico protegiendo sus cabezas a toda prisa. Deben de pensar que estoy loco o que soy gilipollas, pero me da igual. Yo siento que ese agua que cae sobre mí es el planeta entero que se vierte sobre mi cuerpo. Quizá, fantaseo, sea agua evaporada de un charco del Machu Picchu que las corrientes aéreas han traído hasta Madrid, que quizá haya alguna partícula de arena del desierto del Sahara, algo de pis de gorila del Congo o de gacela que escapa de un leopardo, sangre de una herida de un niño de la India, agua del Arno, o del puto Mississippi. La gente piensa que soy casi imbécil, o que sufro de catatonia, pero yo dejo que me empape dulcemente el hielo que se deshace en Kamchatka, aguas del mundo que la Tierra, como un regalo, extiende como un barniz en mí y me fertiliza. La gente pasa corriendo, buscando los soportales, la protección exigua de los balcones… pareciera que la lluvia quemara, coño. Yo me quedo quieto y me mojo tranquilo. Paseo libre. Solo. Me meto en el coche y dejo esa parte líquida del mundo en la tapicería para tener así todos los días algo del planeta en donde reposar mi cuerpo. Voy a casa. Y me quedo quieto, mojo el parqué y me seco lentamente.
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En mi biografía hay un itinerario trazado con fuerza, un viaje marcado y repasado sobre el mapa de España que heredé de mis padres: el que conecta Madrid con Valencia. Primero en la N-III y después en la A3.
Siempre he pensado que no vivimos una sola vida, sino que la existencia se divide en diferentes vidas. La infantil. La adulta. La madura… Así lo percibo. Como si hubiera tajos profundos en las edades de los hombres y muriéramos y naciéramos varias veces.
En mi vida infantil está, fundamentalmente, el trazo profundo de la N-III, las paradas en Honrrubia, el calor o el frío, el humo del tabaco en el Opel Kadett, la incomodidad de seis personas y un perro en un solo coche.
En mi vida adulta, poco a poco, voy repasando otro itinerario repetido, que va calando como una rozadura y marcando la superficie sobre la que ocurre mi vida. Va hacia el mar también, pero más al norte. Madrid y Barcelona. Ya no hay coches, ni carreteras nacionales. No hay paradas en ventas, ni estaciones de servicio. Ni humo de tabaco. Hay un AVE, un control de seguridad, textos que editar en la bandeja del respaldo del asiento de delante y auriculares inalámbricos. Un origen, Atocha, y un destino, Sants. Camp de Tarragona, Lleida Pirineus, Zaragoza Delicias, Calatayud, Guadalajara Yebes. Es mi mantra. Voy y vengo. Vengo y voy. Como una pelota de ping pong. Y el surco bajo el papel se va haciendo más y más evidente. Es ese tatuaje invisible que profundiza el rostro. Y la cicatriz, extrañamente, más y más suave. El viaje de la infancia respondía la llamada del origen y de la sangre. Atendía al pasado. Este viaje adulto, en el día, de ida y vuelta, apunta hacia el futuro.
Poco a poco dibujo un triángulo de dos lenguas, dos paisajes. Cuyo vértice no existe.
De València y Barcelona, Teodor Llorente hizo un poema: «I així units romanen d’una i altra germana,
de la Ciutat comtessa i la Ciutat sultana».*
El poema de Madrid, quizá lo esté escribiendo yo con mi existencia.
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