Cuentan que fue el propio Siddhārtha Gautama ―más conocido como Buda― quien anticipó una de las frases que, milenios después, más se escucharían en centros psicológicos de todo el planeta: «el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional». En suma, no podemos escapar de las experiencias negativas asociadas al primer golpe ―y es bueno que así sea―, pero sí podemos elegir qué sentiremos al recordarlo. Al margen de cuánta verdad percibamos en las palabras del sabio, ¿qué pensaríamos si nos dijeran que también el dolor es evitable? El transhumanismo, con David Pearce a la cabeza, predica bondades tecnológicas que prometen desterrar males físicos y psíquicos por igual; no hace falta, sin embargo, transformarse en un cíborg ni llamarse Roy Batty para advertir que ya hoy, en el siglo XXI, libramos una cruzada contra la tristeza, la enfermedad y la propia parca. Contra lo malo de ser humano.
Así, parte del concepto de la algofobia o miedo atroz al dolor que impera en nuestros días, y se sirve de once capítulos breves para describir cómo sus ramificaciones alcanzan una profundidad insospechada: la sacralización de la propia salud —de la supervivencia— por encima de todo y de todos termina por anestesiarnos frente al hecho mismo de vivir. No es casual que este mandamiento venga de la mano de otro aún más inflexible; la obligación de sonreír, de ser feliz, articula una sociedad del «me gusta» que no tolera los sentimientos adversos y que cosifica cuanto encuentra, llámese arte, espiritualidad o política. Porque todo —¡sorpresa!— se supedita a los designios de un dios que no es otro que el del rendimiento sin pausa, un dios voraz al que no le gustan las trabas, la demora, los noes. Y, ay, qué mayor afrenta para el crecimiento ilimitado que un cuerpo que se queja, se rompe, se cansa y se deprime, que grita de rabia y de pena, que llora y que muere.
Igual que el israelí Yuval Noah Harari (1976), otro habitual en los estantes de divulgación, el surcoreano suele dedicar parte de sus tesis al dataísmo, que empequeñece al ser humano a la escala de unos y ceros hasta privarlo de sentido. Han, no obstante, se nutre de conceptos extraídos de su obra previa ―la (auto)explotación capitalista como sinónimo de autorrealización, o la total abolición de la intimidad gracias a ese Hermano Mayor digital, amigable y seductor, que no necesita violentarnos para conseguir sus objetivos― y de citas de sus pensadores de cabecera ―viejos conocidos como Heidegger, Jünger o Nietzsche, e incluso literatos como Kafka y Proust― para meter el dedo en la llaga: si reducimos el dolor a una circunstancia médica y privativa de cada individuo, a una molestia sin sentido que debe solucionarse igual que quien cambia un neumático, estaremos olvidando su alta transmisibilidad anímica y su potencial para reflejar problemas socioeconómicos. Y lo que es peor: lo ahogaremos hasta hacer imposible su crítica —e incluso su pensamiento.
Hablando de críticas, se suele objetar el argumentario dicotómico de Han, su carencia de respuestas a las preguntas que plantea —aunque no sea esta tarea del filósofo, sino, más bien, del sacerdote y el coach motivacional— o la pasividad a la que parece incitar su filosofía. Pero el de Seúl, afincado en Alemania desde hace décadas, no glorifica al homo doloris ni evoca el tiempo de los mártires; le basta con recordar que estamos ante una fuerza elemental transformadora que —por ahora— no desaparece, y ante la lente más clara a través de la que observar cuanto nos rodea. También hay sitio para la pandemia, que no ha hecho sino intensificar la histeria algofóbica, aislarnos y posibilitar un «régimen biopolítico de control policial» de tintes globales. ¿Preferimos un confort insustancial a una libertad con espinas?
La clave de este pequeño ensayo es que renunciar al dolor nos iguala en el mal sentido, nos convierte en meros receptáculos del monstruoso caudal mediático, nos amansa para amoldarnos a la maquinaria del consumo y, en última instancia, nos hace mucho más susceptibles de control. Porque la verdadera felicidad, si es que tal cosa existe, tiene la misma textura que las lágrimas resbalando por el rostro del replicante de pelo platino para luego perderse en la lluvia —y las lágrimas siempre duelen.
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Autor: Byung-Chul Han. Traductor: Alberto Ciria. Título: La sociedad paliativa. Editorial: Herder. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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