En las solapas, así como en las primeras páginas de esta obra, ya se aprecia, con contundencia, el deseo del autor por poner en manos del lector una obra que no le deje indiferente, que marque diferencias con lo que hasta ahora se viene publicando. Imaginamos, pues, que es el propio Veredas quien deja bien claro, con letra realmente superlativa, que nació en Madrid en 1970, que dedica su vida a gestionar un bufete, cuidar de su hija y de su gata, además de escribir, actividades muy nobles todas ellas. Ha publicado 11 libros —confieso que el presente es el primero que llega a mis manos, pero que, a partir de ahora, no va a ser el último—, entre novelas, poemarios, crónicas y ensayos. Y añade, para concluir, que “le fascinan los personajes complejos, las buenas historias, las familias disfuncionales, los claroscuros de la política y los rincones ocultos de la psique”, con lo que, se da por hecho, no le va a faltar nunca trabajo ni fuentes de inspiración para sus próximas entregas.
Se compone el libro de cinco partes bien definidas, perfectamente diferenciadas, y de unos agradecimientos. De las tres citas iniciales, una de las cuales es de Alejandra Pizarnik —¿quién es el valiente que, en estos últimos años, se atreve a no citar a la argentina Pizarnik?—, me quedo, por muy clásica que nos pueda parecer, con la del grandísimo y siempre agradecido Séneca, en la que deja patente que “la esclavitud más denigrante es la de ser esclavo de uno mismo”. Y es la elegida porque en la novela de Veredas lo que en verdad se analiza, con una claridad y una soltura dignas de todo elogio, es ese tejemaneje, tan al orden del día entre los políticos, entre gente famosa o en vías de serlo, sea de la profesión que fuere, que no sabe vivir sin recoger la cosecha diaria del triunfo, que viene a ser como una soberana inyección de adrenalina en vena que los mantiene con los ojos abiertos las veinticuatro horas del día y, como decía un buen amigo de un servidor, parte de la noche.
Este vendaval de datos que nos llega en cada página hace que el lector tenga que permanecer, como el personaje principal, con los ojos abiertos de par en par para no perderse detalle. El protagonista, Sebastián López de Lucena, podría pasar por un prototipo de lo que hoy en día se lleva: un tipo que considera que la novela es un género menor, adecuado para las tardes de verano, con una casa repleta de fotos en donde aparece rodeado de gente importante, al margen de participar, cuando se tercia, en manifestaciones contra el franquismo, más como un alarde de progresía mal entendida —siempre se las compone para escapar del alcance de las porras de los grises— que como una convicción personal. Por eso, para terminar de rizar el rizo y acercarse unos cuantos metros a la famosa y ya histórica gauche divine, es simpatizante del Partido Comunista, aunque no afiliado. Hasta ahí podíamos llegar.
Su obsesión, sin embargo, que le conduce inexorablemente hasta la soberbia, es conseguir el Premio Nobel de Medicina, que cree estar al alcance de su mano, después de llevar a cabo unos experimentos que dejan perplejos a todo el mundo. Tanto éxito que cosecha y tanta fatiga propiciada por el éxito no tiene otra recompensa que el premio más importante que existe en su profesión. Sin embargo, no conviene olvidar que la soberbia, que en el fondo es lo mismo que la vanidad o que el orgullo, aunque haya matices que los distingan, está considerada como el pecado fundamental; dicho de otra manera: la madre de todos los vicios. Un excelente escritor del siglo XVII, del que ya nadie se acuerda ni se lee siquiera en su propia tierra murciana, don Diego Saavedra Fajardo, dejó dicho que “más reinos derribó la soberbia que la misma espada”.
Para darle brillo al personaje, Recaredo Veredas oscurece conscientemente a quienes hay a su alrededor: a su esposa, Blanca Samaniego, a la que se quita de en medio en cuanto tiene ocasión, y a sus dos hijos. El varón, Jacobo, se convierte en su ojito derecho, el ídolo de la familia, admirado por su papá, por los vecinos y por las niñas pijas que estrenan sus primeros sujetadores; en tanto que Ángela, su poco agraciada hija, la inútil de la familia, ante el continuo desprecio que recibe de su progenitor, encuentra refugio en la poesía y, de vez en cuando, escribe versos, sin que sepamos de su calidad ni de su naturaleza.
En la segunda parte de la obra, acaso más centrada en lo que en verdad se propone el autor, más reposada, escrita con más naturalidad y algo menos de pasión, asistimos al declive del personaje principal, que va recogiendo los frutos amargos de su desatada soberbia. Se aprecian, sin embargo, en él ciertas virtudes que edulcoran sus muchos defectos, como su especial atención y su demostrada humanidad dirigida a sus pacientes.
Veredas capta a la perfección, con unas cuantas y certeras pinceladas, el ambiente en el que se mueven sus personajes. Y retrata los últimos coletazos del franquismo, así como la ansiedad de quienes se preguntan sobre lo que pueda suceder tras la muerte del dictador. La alta sociedad, así como los que han hecho fortuna durante este tiempo oscuro, tampoco salen demasiado bien parados cuando se hace referencia a los pocos escrúpulos que atesoran a la hora de enriquecerse. La moral, después de todo, no deja de ser un privilegio de los débiles y, en todo caso, de la clase media.
Soberbia es una novela que posee la cualidad de lo inaudito. Un relato que prescinde por completo del paisaje, de las largas descripciones, de las peroratas inútiles, del raciocinio filosófico, y se centra en lo fundamental, como si el mecanismo narrativo, una vez puesto en marcha, se hubiera convertido en una pesada y veloz locomotora a la que nadie es capaz de ponerle freno.
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Autor: Recaredo Veredas. Título: Soberbia. Editorial: De Conatus. Venta: Todos tus libros.
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