En 2019 viajé a Berlín, invitado por la embajada de Alemania en México, para cubrir los treinta años de la caída del Muro.
En el Ministerio de Asuntos Exteriores —por entonces gestión Merkel—, los periodistas compartimos un almuerzo, en off, con funcionarios especializados, quizás una de las clases de política internacional más fructíferas de las que he podido participar.
Uno de los académicos, por supuesto de manera anónima, me comprobó que, a diferencia de lo que yo creía, China sí ejecutaba una política activa de influencia en el Occidente liberal, a través incluso de sus estudiantes universitarios. Mis lecturas de Kissinger me habían convencido de lo contrario.
El edificio y la vista eran majestuosos sin ser monumentales.
Unos extraños y a la vez rudimentarios ascensores mecánicos de madera, sin puertas, subían y bajaban en movimiento continuo (me privé de abordar por temor a ser guillotinado por el propio artefacto). El mismo funcionario que me había revelado las ambiciones chinas, un instante previo a marcharse en una de esas cajas de funambulista, me comentó de un anciano argentino, en las afueras de Berlín, con una historia para contarme.
Al día siguiente, pidiendo permiso al guía, viajé en el exacto cronograma de metros y trenes de Berlín al sitio en cuestión. Por una de esas paradojas inexplicables del destino, esa ciudad de cuyas entrañas habían surgido los verdugos de mis ancestros, era a la vez una de las pocas en las que no me perdía. El anciano que me recibió, nonagenario, con un castellano apenas pasteurizado por más de cinco décadas en Alemania, vivía con un mono. El animal nos observaba con curiosidad, como si su dueño también fuera un intruso. Cada tanto, se perdía en la cocina y regresaba con dos galletas, que ni siquiera mordisqueaba.
Durante toda su infancia, hasta los albores de la adolescencia, la jaula de los monos en el zoológico porteño había sido el sitio de encuentro entre mi anfitrión, a quien llamaremos Tito, y su padre. No es que vivieran separados, pero Alberto Spato, abogado y comprometido militante comunista, contaba con poco tiempo para la familia y la paternidad. La fe comunista organizada era problemática en Argentina, como en cualquier otro país, incluyendo la Unión Soviética; condicionaba las existencias de sus acólitos: los riesgos, los tiempos, subterfugios. Y aún no había arribado el peronismo a la escena…
Tito evocaba con alegre nostalgia las visitas al zoológico con su padre alrededor de 1939. Un año antes, el embajador de Alemania había donado un par de animales al zoológico porteño, había leído Tito en el diario, en una de sus primeras incursiones en las noticias, como niño interesado.
Los paseos por el zoológico, no necesariamente de la mano de su padre, pero al lado, eran el solaz de Tito, su momento de la semana. Visitaban el palacio de los elefantes, el foso de los leones, la casona de los leopardos y las chozas de los ciervos. De la variedad y exotismo de los distintos edificios para animales, suponía Tito, devenía su vocación de arquitecto, que por una de esas paradojas del destino —la frase original es del propio Tito— lo había llevado finalmente, cincuenta años atrás, a vivir en Berlín. Pero su sitio favorito del zoológico porteño era la jaula de los monos.
Su padre compraba las galletas para animales en la ventanilla respectiva, en la entrada. Al llegar a la jaula de los monos, dispensaba graciosamente una: Tito creía que siempre al mismo mono. Un mono favorito, a quien Tito, por influencia de las lecturas de su padre, llamaba en su fuero interno Manifiesto, el mono Manifiesto.
Durante dos años, Tito celebró cada sábado, no de la mano pero junto a su padre, en el zoológico porteño.
—¿Y qué sintió cuando lo desarmaron? —lo interrumpí, estúpidamente.
—Un inconmensurable alivio —me desconcertó Tito, con su acento entre porteño, alemán y neutro. Pero afortunadamente continuó con su historia.
En una de las visitas de los sábados, quizás porque nunca le daba la mano, Tito se perdió (como a mí me ocurría en casi todas las demás metrópolis). Pero apenas estuvo unos diez minutos extraviado, cuando un señor, que le llamó poderosamente la atención, lo rescató; él sí tomándolo de la mano, y acercándolo nuevamente a su padre. El caballero de marras, descubrió Tito, era el embajador de Alemania.
En alguna otra ocasión, porque ese suceso de algún modo, no del todo racional, lo había alertado; dentro del zoológico, tras ellos, Tito intuyó que algún otro individuo, por el aspecto, pudiera ser funcionario de la Embajada alemana, tan anónimos como los que me habían recibido hospitalariamente en el almuerzo en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
Las visitas al zoológico, juntos pero no de la mano de su padre, menos duraderas que el ovillo de la experiencia, se extendieron a lo largo de casi dos años. En un junio frío como si el Infierno fuera helado, rumbo a la salida, pasando por la misma jaula de los monos que habían visitado al entrar, Tito divisó al mono Manifiesto exánime, extendido en el suelo de la jaula, rodeado por sus congéneres, espantados o perplejos como si desconocieran el fenómeno de la muerte. Nunca más visitó con su padre el zoológico; y la relación entre padre e hijo siguió tan fría, mucho más que si el Infierno fuera helado, más fría que la Guerra Fría, hasta que Alberto, centenario, cantó las hurras y se mandó a mudar a la quinta del ñato, en otro invierno porteño, en el barrio de Belgrano. Con ese gélido tono me describió Tito la apacible muerte de su padre.
—Entre 1939 y 1941 —me explicó Tito—. Mi padre le dejaba mensajes secretos a los alemanes, en la jaula de los monos, por el Tratado Ribbentrop-Molotov. Manifiesto era un mono amaestrado, donado por los alemanes al zoológico porteño. Mi padre le entregaba una galleta y el mensaje secreto; detrás venía el funcionario alemán, retiraba el papel de la mano de Manifiesto y transmitía el mensaje a sus superiores en Alemania.
“El día en que me perdí, un mensaje especialmente importante, recibido por el propio embajador. Una vuelta del destino. En junio del 41, cuando Hitler invadió Rusia, todo terminó y el Partido ordenó a mi padre asesinar a Manifiesto. Una galleta envenenada, sin ningún mensaje. O quizás la galleta envenenada era el mensaje. Nunca se lo perdoné”.
Mi interlocutor y yo permanecimos durante uno segundos en silencio, observando a su mono, que no dejaba de traernos galletas, a las que yo había dejado acumular sin tocar, sobre un pequeño plato con una estampa de Patoruzú y el año 1978 con la bandera argentina. Tito me hizo de un gesto de que probara al menos una de las galletas, pero preferí negarme.
—Le puse Manifiesto —me dijo, refiriéndose a su mascota—.
—¿Necesitás alguna indicación para volver a tu hotel? —me ofreció, dando por terminada, con exactitud alemana, nuestra entrevista.
—Es una de las pocas ciudades en las que no me pierdo —respondí.
Sin embargo, en ese regreso en particular, me perdí monumentalmente y olvidé el nombre de mi hotel. Pero esa es otra historia de las que nunca termino de desovillar.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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