El origen de esta novela está en otra que terminé en 2013 y que no publiqué hasta 2015. En ella hay una primera parte con una importante dosis de intriga y algún lector me sugirió que continuase por ese camino. A ello me puse en el otoño de 2014 pero entonces, en diciembre, nació mi hija y hubo que parar máquinas. Pasado un tiempo comprendí que no podría retomarla hasta que ella comenzase en el colegio. Bueno, ella y él, porque en 2016 nació su hermano. Así pues, el horizonte para ponerse a escribirla se situaba ya a finales de 2019, cuando ambos estuviesen plenamente escolarizados. Recuerdo que se lo comenté un día de julio de 2016 a Miguel Munárriz y Palmira Márquez, mientras conversábamos y tomábamos algo muy cerca de la librería Paradiso de Gijón. Su gesto fue como de echarse las manos a la cabeza, y entonces comprendí que debía ponerme a ello cuanto antes. Lo hice a finales de 2017, cuando mi hija entró en la escuela. Aún quedaba otro por colocar, pero algún día ya podía escaparme a la biblioteca del barrio. Recuerdo que antes de sacar el portátil del maletín debía extraer sus guantes, su bufanda y algún juguete que no había podido pasar de la puerta de clase. Recuerdo también lo que me costaba concentrarme, porque hasta unos minutos antes de ponerme a escribir había estado lidiando con quehaceres domésticos que nada tenían que ver con la escritura. Me ayudaba, eso sí, algún volumen de Benjamin Black que en aquella época comencé a leer con devoción. Me interesaba mucho Quirke, un investigador que no era un policía, porque yo había decidido que el mío tampoco lo fuera.
No tenía el más mínimo interés en aprender sobre procedimientos policiales y sí llevaba un tiempo reseñando nature writing para Zenda. De manera que, en algún momento de aquella época, concebí que tal vez un agente del medio natural podría llegar a ser el investigador adecuado. Me interesaba, por supuesto, su desempeño profesional en plena naturaleza, porque así de alguna manera podría aprovechar las lecturas que hacía para Zenda y porque, además, no tenía ningún interés en situar mi historia en una ciudad. Tampoco podría porque si, tal y como dejó escrito Hemingway, uno debe escribir de lo que conoce, yo no he vivido en una hasta tiempos muy recientes. Pero también me resultó interesante la figura del agente del medio natural, por su naturaleza fronteriza. El guarda rural es una especie de agente policial, pero no va armado. También es alguien que investiga, aunque sean otros cuerpos —SEPRONA, bomberos— los que acaben liderando las investigaciones y, por lo tanto, colgándose las medallas. En todo eso me recordaba mucho al detective norteamericano de novela negra.
Así pues, ya tenía el investigador, un agente del medio natural, y, siguiendo el consejo de Hemingway, el lugar, la montaña suroccidental asturiana donde nací. Solo me faltaba el crimen. Recordé entonces un brutal suceso acaecido allí durante la reciente crisis económica: el linchamiento del gerente de una empresa minera en el contexto de un crudo conflicto laboral. Me pareció muy metafórico. El territorio escogido para ambientar mi novela lleva décadas tratando de dejar atrás su pasado industrial minero, o mejor diríamos que ese pasado industrial minero lleva tiempo queriendo dejar atrás a ese territorio, sin que este acabe de creérselo del todo. Que se llegase a los extremos mencionados dejaba bien a las claras lo desesperada que había llegado a ser la situación allí. Así pues, lo que hice fue llevar aquel suceso real al límite: al principio de la novela aparece en el monte el cadáver calcinado del último empresario minero. Todo apunta, en un primer momento, a su entorno laboral más inmediato. Pero poco a poco se irá viendo que el muerto tenía muchos más enemigos. Su empresa, para empezar, pretendía invadir nuevos terrenos, algunos protegidos como parques naturales. Otros acotados como reserva regional de caza. Y otros más que, simplemente, tenían otros dueños, ya bastante cabreados por formar parte sus tierras de los distintos espacios protegidos que, a lo largo de los años, les habían ido cayendo encima. El muerto, además, tenía también su conflictiva historia personal, que hundía sus raíces en la conflictiva historia de España.
Me parecía que el investigador debía tener también una conflictiva historia personal, y como lo más conflictivo en lo personal que yo conocía en aquel momento era todo lo relacionado con la crianza, se me ocurrió que debía ser alguien que, después de haberse dedicado toda su vida a esa labor, no había obtenido el más mínimo fruto positivo. Porque, para entonces, ya me daba cuenta yo de que esa tal vez sea una de las labores más infructuosas que seguramente puedan existir. Porque yo aquí puedo teclear unas líneas y ello producirá sin duda un texto más o menos presentable. Pero con un hijo nunca se sabe. Sin embargo, para que tal conflicto resultase realista debía, por razones socioculturales, cambiar el género del investigador, y así lo hice, con toda la incertidumbre que ello iba a deparar a quien, como yo, se ha criado entre hermanos.
Con estos mimbres me puse a escribir, siempre que el curso escolar me lo permitía. El curso escolar y una ludoteca en la otra punta del barrio en la que, sobre todo en la primavera de 2018, dejaba a mi hijo durante una hora mientras yo intentaba escribir en el piso de arriba, en una biblioteca plagada de estudiantes y opositores, cansado y sudoroso por la intensa caminata mañanera empujando el carrito con el sol de frente después de dejar a su hermana en el colegio. Como al sentarme tenía la mente ocupada aún por los sucesos domésticos acontecidos hasta un minuto antes, leía para motivarme los Making of de Zenda. También unas páginas de Benjamin Black y, de vez en cuando, de Henning Mankell, que también me sirvió de guía en algunos momentos. De hecho, alternaba los libros de ambos: cuando terminaba uno de Mankell leía uno de Black, y así sucesivamente. Desde luego, el texto cogió una velocidad importante cuando mi hijo pequeño cruzó por primera vez el umbral de su clase al asomar el otoño de 2019. En diciembre terminé mi texto. Mi idea era presentarlo a concursos a lo largo de todo 2020 y, después, buscar editoriales. Por suerte, en pleno confinamiento, llegó el Bellvei Negre. Y, con él, la oportunidad de escribir este Making of, que espero sirva a otros una cuarta parte de lo que a mí me ha servido. Gracias, Zenda.
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Autor: Cristóbal Ruitiña. Título: Rececho. Editorial: Célebre. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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