Lim Chul-Woo llegó a la escritura por desesperación, el camino definitivo para forjar una vocación. Nació en 1954, después del fin de la guerra de Corea, y publicó su primer libro, La tierra de mi padre, en 1984, poco antes de las primeras elecciones democráticas de Corea del Sur. Creció en un país agraviado por la invasión japonesa, el prólogo a la división de la península y contienda tras la que se parapetaron la Unión Soviética y Estados Unidos para marcar posición en el Pacífico. De aquel episodio surgió un cisma militar y político aún vigente. Ante un auditorio repleto durante el festival Internacional de Escritores de Seúl, Lim explica hasta qué punto él nunca volvió ni volverá a ser quien fue. Nadie puede reparar lo que ocurrió.
Vivió la masacre de Gwangju, el levantamiento ciudadano contra la dictadura de Chun Doo-hwan en la que fueron asesinadas más de mil personas. La mayoría de sus libros transcurren durante ese episodio histórico. Debutó con el relato «El ladrón del perro» en 1981. En 1985 ganó el Premio de Literatura Creativa de Corea por La tierra de mi padre y en 1988 el Premio Yi Sang de literatura por La habitación roja (Bulgeun bang), una de sus obras más conocidas, la única traducida al español.
Esta tarde de septiembre, en Seúl, La habitación roja sirve de puente para que este hombre de 63 años nacido en Corea del Sur y yo, una mujer de 40, nacida en Caracas, Venezuela, en 1982, nos sentemos a hablar de lo mismo: el valle de la memoria y la literatura como ejercicio político. La larga noche que atraviesan los individuos cuando no pueden elegir su propio destino. Yo he leído su libro, él ha leído el mío, La hija de la española, traducida al coreano y publicada por el sello EunHaeng NaMu.
«DESDE MUCHO ANTES DE CONOCERNOS»
Ninguno de los dos se considera a sí mismo un activista. Escribir para ambos supone una forma de resistir al desánimo y la culpa por haber sobrevivido a lo que otros no consiguieron. «Muchos de mis amigos murieron torturados o en la cárcel», dice Lim. Las cinco historias de La habitación roja proponen variaciones sobre la tortura, la violencia y la vejación a manos de un aparato represor. «Una persona que sufre la tortura deja de ser humana, pero el verdugo también deja de serlo», explica Lim ante un auditorio formado en su mayoría por estudiantes.
Casi ninguno de los asistentes sobrepasa la veintena. Todos tiene la piel tersa, blanca e inédita de los muy jóvenes. Están por estrenar, como si el pasado fuese algo prescrito, algo muy remoto que nada tiene que ver con su tiempo. Algunos ven a Kim Jong-un como un ser extravagante y risible —independientemente de que dispare misiles hacia sus costas y el mar de Japón, o ejecute adolescentes por difundir episodios de series surcoreanas— y ven la zona desmilitarizada como el lugar de conciertos y no como el icónico paralelo 38. Son la generación del K-pop.
En los relatos de La habitación roja, Chul-Woo describe una sociedad donde no es posible decir lo que se piensa. En «Los días primaverales» da cuenta de unas conciencias atormentadas por la culpa y en «Mar del lobo» así como en «Línea recta y gas tóxico» propone la violencia como herencia y condición ante cualquier amputación, sobre todo la que afecta la verdad. Filólogo, profesor de escritura creativa y enamorado de las costas de Málaga, Lim Chul-Woo levanta su obra en el pasado, por eso representa en la literatura coreana una de las referencias imprescindibles de la memoria.
Escribir sobre experiencias totalitarias conduce a pasillos y corredores muy parecidos de la experiencia humana, lugares donde los hombres y mujeres experimentan la vejación al ser relevados de sus elecciones, desde las más elementales hasta aquellas que acaban convirtiéndolos en supervivientes, la versión más retorcida de una víctima: alguien que se ha salvado para contar lo ocurrido. El relato de lo visto encierra al testigo en e tiempo de su dolor. Por eso Lim Chul-Woo cree que «somos amigos desde hace mucho tiempo, incluso antes de conocernos», porque en décadas distintas, nuestros personajes sueñan la misma pesadilla, en la misma habitación. Siempre es de noche en nuestras historias.
«LA LARGA NOCHE COREANA»
Entre las avenidas Yangha-Ro y Donggyo-ro apenas se demora diez minutos andando. Es el distrito comercial, emplazado en el perímetro que cubre la plaza del ayuntamiento y las principales universidades, por lo que las calles están sembradas de edificios cubiertos por pantallas publicitarias, animaciones y vídeos. También por muñecos gigantes, tiendas para hacerse selfis que abren las 24 horas, cadenas de Starbucks, asadores, whiskerías, karaokes y grandes cadenas de ropa. Todo se puede vender y comprar. Todo brilla y emite sonidos. Todo parece comestible.
Sentados a una mesa para 40 comensales, Kwak Hyo Hwan, director del Instituto de Traducción de Literatura Surcoreana y Lim Chul-Woo cortan con unas tijeras un trozo de Kimchi. Ambos estudiaron juntos filología. Recuerdan los peores años de una Corea del Sur autoritaria y miserable que apenas soñaba con tener el parque tecnológico actual y que miraba al mundo occidental como un asunto lejano. Pensaron que la democracia que tanto se empeñaban por conseguir acabaría derribándolos en el intento antes de alcanzarla.
A la pregunta sobre qué opinan de ese país en el que todo reluce como el celofán de una mercancía, al que apenas lo separan 70 kilómetros del comunismo más jurásico y en el que las generaciones más recientes apenas conocen su historia, ellos ven más futuro que pasado. En los años más amargos de la vida política de su país, dice Kwak Hyo Hwan, la sociedad coreana hizo suya aquella frase según la cual, cuanto más oscura la noche, más cercana la llegada del amanecer. Hoy, convertidas en una de las naciones con una de las infraestructuras tecnológicas más avanzadas del mundo y entre las veinte economías con mayor solidez a escala global, los surcoreanos entienden que buena parte de su resurgimiento reside en el relato.
Lo que ya ha ocurrido con el fenómeno del K-Pop o con El juego del calamar en lo que a la producción audiovisual respecta, quieren conseguirlo en la literatura por la vía de la traducción, de ahí su política expansiva de alianzas con distintas instituciones, universidades, editoriales o eventos como la Feria del Libro de Buenos Aires o la Bogotá. Hang Kan y su libro La vegetariana (ganadora del Man Booker International) puede ser a la literatura lo que en su momento el Gangnam Style a la cultura de masas. Así lo explicó el ministro de Cultura en la Inauguración del Festival Internacional de Escritores de Seúl y así lo confirma Hyo Hwan esta noche.
Acabada la cena con más de 40 escritores procedentes de Europa, Estados Unidos, América Latina, Japón y África invitados por el gobierno surcoreano, por el hecho de haber sido traducidos en su idioma y para propiciar el intercambio con otros poetas, novelistas, traductores, intérpretes y periodistas —muchos de ellos formados en Estados Unidos y Europa, y que han regresado a Corea del Sur para hacer de ella un epicentro cultural— aportan unas coordenadas muy claras sobre cuán oscura ha de ser una noche para que el sol se empeñe en brillar con tanta fuerza.
El paraíso socialista tras el telón de acero es una tontería comparado con los comunisnos asiáticos. En la Europa del Este hubo cristianismo y algo quedó. En Asia, no. No hay totalitarismo más infernal.