Una de las supersticiones más bobas de nuestra época es la que sostiene que nunca se debe contar el desenlace de un relato a quien no lo ha leído. A esto le llaman las almas plebeyas, con su afición habitual a incrustar palabras inglesas en la noble lengua castellana, “hacer spoiler”.
Viene esto a cuento de que voy a contar el argumento, incluido el desenlace, de un relato que se titula La lección del maestro, escrito, como es sabido, por Henry James (de los libros suyos que conozco casi diría que es el que más me gusta. Y el “casi” se refiere a esa otra novelita insuperable que se llama Los papeles de Aspern y que me parece incluso mejor, e incluso más cruel).
La historia que cuenta La lección del maestro (si no la recuerdo mal, hace años que la leí) es la de la relación entre un joven aprendiz de escritor, Paul Overt, fascinado por su maestro —un autor consagrado que se llama Henry St. George—, y que comparte la pasión literaria con su otro enamoramiento, el que siente por una atractiva mujer, Miss Fancourt.
A lo largo del relato, St. George convence a Paul de que la dedicación literaria ha de ser absoluta, que un auténtico escritor no puede estar pendiente de ganar dinero, de sostener una familia, de cumplir un horario laboral… Todo su tiempo, toda su energía y todo su interés debe estar focalizado de forma exclusiva en la obra que realiza; toda su vida ha de ser una recolección de vivencias cuyo único sentido sea enriquecer y alimentar la creación literaria.
Convencido por su maestro, Paul renuncia al amor de Miss Fancourt y emprende un largo viaje de aprendizaje, de perfeccionamiento existencial y literario. Años después vuelve a la ciudad de origen… y descubre que St. George ha aprovechado su ausencia para seducir a Miss Fancourt y casarse con ella.
La lección del maestro está clara: el hombre es un lobo para el hombre y el maestro que quiera realmente grabar a fuego esa cruel verdad en el alma de su discípulo, lo que tiene que hacer es precisamente actuar como un lobo contra él. Así este aprenderá la gran lección de la existencia humana, que es la ley de la selva: o devoras al que es más débil que tú o serás devorado por el que es más fuerte que tú. El que piense que “en el fondo todo el mundo es bueno” va a pasarlo muy mal cuando descubra que “el infierno son los otros”.
Cristina Sánchez-Andrade suele impartir habitualmente talleres literarios. Cuando hace algunos años asistí a uno de ellos, pensé que aquellas lecciones no debían quedar reducidas a los que podíamos escucharlas presencialmente sino que deberían tener también una versión escrita que llegara a los que, por razones geográficas o de cualquier otro tipo, no pudieran hacerlo. Por eso le sugerí a la Editorial Triacastela que encargase a Sánchez-Andrade una versión escrita en forma de diálogo de esos seminarios que ella suele desarrollar en sus talleres.
La lección de Cristina, la lección de la maestra, es precisamente la contraria de la que nos narraba la breve novela de Henry James. Lo que ella consigue en sus cursos ahora lo ha plasmado en este libro que deslumbra desde el propio título; un título que, por cierto, no es nada fácil de recordar: Escribir un árbol, tener un libro, plantar un hijo; o quizá Plantar un libro, escribir un hijo, tener un árbol; o más bien Escribir un hijo, tener un árbol, plantar un libro…
En cualquier caso, el título es desde luego un excelente ejemplo de creatividad literaria. Y la lección de la maestra —en diálogo con su exalumno Alberto Echavarría, ahora multipremiado autor de cuentos— es precisamente esa: transmitir de forma cordial el arte de escribir, la experiencia íntima que supone imaginar un argumento, encontrarle un título, encerrarse en la soledad de un estudio o una biblioteca para ir dando forma a esa enorme y caótica masa de palabras que te vienen a la cabeza y que tienen que acabar transformándose en un discurso bello, personal, coherente, significativo… El enigma eterno, fascinante e insondable, de la creatividad que no sabemos de dónde viene, que no sabemos cómo ni cuándo empieza a arrastrarnos, pero que de repente produce en nuestro interior ocurrencias brillantes, iluminaciones, hallazgos inesperados que nos sorprenden y nos hacen preguntarnos: «Pero esto que se me acaba de ocurrir, ¿de dónde ha salido?».
A lo largo de 300 páginas, maestra y discípulo van dialogando sobre ese tema esencial y a la vez explorando sus ramificaciones: desde los más concretos trucos del oficio, el manejo de los personajes, las voces narrativas y técnicas literarias, hasta disertaciones sobre múltiples cuentos, novelas y películas, e incluso reflexiones sobre el sentido profundo de la literatura, que es una de esas actividades que convierten al humano en un animal verdaderamente peculiar.
Mi lectura de este libro fue seguida, casualmente, por la de una de esas obras imprescindibles que tarde o temprano acaban en nuestras manos (o, en este caso, más bien en nuestro atril): Guerra y paz. La experiencia no podría haber sido más chocante. Las 1.500 páginas de Tolstoi son apasionantes, llenas de momentos conmovedores y episodios deslumbrantes. No hay serie de Netflix que pueda comparársele ni de lejos. Pero lo que hace Tolstoi en esa obra (como, unos años después, en Anna Karénina) es exactamente lo que Sánchez-Andrade, como el 99% de los autores actuales, dicen que no se puede hacer: un narrador omnisciente que pasa sin transición del salón imperial a la batalla de Borodinó, que unas veces describe a los personajes y otras se mete en su cabeza para contarnos lo que piensan, y que incluso se permite el lujo de interrumpir la narración para dedicar varios capítulos a explicársela al lector, aprovechando para hacer filosofía de la historia en zapatillas y para colocarnos virtuosos sermones sobre la naturaleza humana… Una obra, como otras muchas del siglo XIX, que choca frontalmente con todos los consejos de Sánchez-Andrade y Echavarría, excepto el de la última página, titulada “Y ahora, olvídate de todo esto”. Sin llegar a ser una enmienda a la totalidad de las anteriores, esa página contiene una advertencia fundamental: a la hora de alcanzar una escritura auténtica no hay reglas que valgan: cada uno debe hacer lo que le dé la gana. El problema es que sea capaz de hacerlo bien.
Pero lo más atractivo de este libro no está en su contenido sino en su forma: al fin y al cabo, es literatura. Es el haber conseguido plasmar por escrito un estilo creativo de reflexión interpersonal sobre el propio proceso de crear. Y lo ha hecho de una manera que en su origen era solo verbal, aunque desde los tiempos de Platón haya producido todo un género literario: el diálogo. Un diálogo entre maestra y discípulo que ha sido felizmente transformado por ambos en un libro. Un libro, por cierto, que en realidad se llama Escribir un árbol, plantar un hijo y tener un libro: Un diálogo sobre escritura creativa.
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(Palabras de presentación en el acto organizado por la librería La Central de Callao del libro de Cristina Sánchez-Andrade y Alberto Echavarría Escribir un árbol, plantar un hijo y tener un libro: Un diálogo sobre escritura creativa, Madrid, Editorial Triacastela, 2020).
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