He llegado demasiado tarde a Las aguas esmaltadas, novela de 1989 que recuperó en 2015 la editorial Delirio dentro de su colección Íria de narrativa. Su selección de monstruos se parece mucho a la que tenía a mano durante mi infancia imantada a la referencia vital del pueblo. Las historias que sitúa Manuel Díaz Luis en las Quilamas salmantinas tienen cosas en común con los chascarrillos que mis dos abuelos usaban para entretenernos a los nietos en Montoro. O en el caso de los asuntos más escabrosos, que escuchábamos pegando la oreja a la conversación de los mayores.
Cada lugar tiene una constelación de motes, leyendas, fantasmas y oscuridades que se puede recorrer oralmente de puerta en puerta, como un free tour que explica exactamente la humanidad, su consistencia, el fondo de las relaciones, por qué nos movemos en una dirección u otra. El hombre está compuesto, entre otras cosas, de las historias que les suceden a los demás. En esas pequeñas épicas se pierde, está enganchado a los instantes. La vida es exactamente eso: sólo instantes que se magnifican.
Seguir las aventuras de los personajes por el mapa que traza Manuel Díaz Luis revitaliza. Asistir a la muerte del Puspús o al despertar sexual del Naza y el Zaca es furtiveo. No importa. El autor narra a un ritmo trepidante utilizando la forma de hablar del lugar, subiendo las colinas, visitando chozos, andando callejones, encerrándose con el Juanjeta en casa de la del estanco, siguiendo el humo de los cigarros de moreras desde su perspectiva de monaguillo que apenas alcanza la barra del bar. No se pierde pie en el río de palabras, a pesar de los localismos. Díaz Luis reconoce que tardó varios años en completarla. Alguna brecha se intuye, las historias aparecen casi como relatos sueltos fijados por el entorno. No es perfecta, y quizá por eso sea redonda. Las aguas esmaltadas mantiene el rumor de fondo de lo genuino.
Llegué a ella por una recomendación que escuché en la radio hace un par de años a Rodrigo Cortés, que insistía en la descripción de los personajes. Iba a decir que me había gustado más cómo se presenta el paisaje. Y en realidad es el único personaje que se mantiene siempre igual; el decorado respira, por allí muere, folla, bebe y vive el resto. Me sentí atrapado en el sabinar. Tuve el cosquilleo de la soledad del campo, cuando hueles la fechoría, el presentimiento del hideputa en la barriga. «En San Andrés era palabra maldita, que no se sacaba nunca a mentación, porque aquí, que se supiese, no había ninguno. Los hideputa no son de ninguna parte». Las supersticiones son la sala de trofeos de cualquier lugar. La abuela Ramona tenía tanta fe en ellas que mis primeras uñas las tiró a un pozo para que fuese flamenco y ya ven este compás desarmado.
Decía que llegaba tarde: Las aguas esmaltadas es mi lectura favorita del año. Manuel Díaz Luis murió en el 96 a los 40 años por culpa de un cáncer de pulmón. Dejó algunos trabajos a medias. Apenas he encontrado algo escrito sobre él en internet, reseñas cortas, algún recordatorio en librerías online, un párrafo el día de su muerte en El País. Parece poco para el autor que estrujó nuestro realismo mágico.
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Autor: Manuel Díaz Luis. Título: Las aguas esmaltadas. Editorial: Delirio. Venta: Amazon
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