Todavía llegan de vez en cuando a Compostela peregrinos que, una vez cumplidas las obligaciones que exige la visita al apóstol, emplean unos minutos en rastrear por los pies de la nave mayor de la catedral, a espaldas del Pórtico de la Gloria, el lugar donde pudiera estar la tumba del enigmático Gaiferos de Mormaltán. Es un pasatiempo infructuoso, porque si nadie consiguió dar con ella hasta ahora sería muy raro que fuese a lograrlo alguien ya, pero que tiene sus adeptos entre quienes procuran permanecer al tanto de los imaginarios jacobeos. De este don Gaiferos conocemos muy pocas cosas y todas se mueven por los terrenos de la conjetura. Sabemos de él por un romance escrito en gallego cuya primera estrofa da buena cuenta de las incertidumbres que orientaban los pasos de aquellos caminantes que, en los remotos siglos del medievo, abandonaban su hogar para poner rumbo a la tumba de Santiago.
I onde vai aquil romeiro,
meu romeiro a donde irá,
camiño de Compostela,
non sei se alí chegará.
El texto describe los avatares del protagonista, que tenía una edad provecta. Su peripecia debió de resultar penosa («Os pés leva cheos de sangue, / xa non pode máis andar, / malpocado, probe vello, non sei se alí chegará»), y habría resultado aún peor de no haberse tropezado con otro peregrino que le ofreció su ayuda desinteresada («—Cóllase a min, meu velliño, / vamos xuntos camiñar (…)») y gracias al cual consiguió su objetivo. Don Gaiferos, al fin, llegó a la catedral compostelana y allí mismo, tras orar en agradecimiento al apóstol, cayó muerto ante el altar mayor. El romance concluye contando cómo el obispo, al presenciar la escena, interpretó que aquel fallecimiento tan adecuado al guión sólo podía deberse a las buenas artes del patrón de la ciudad y, en consecuencia, ordenó que le dieran sepultura en la propia catedral. «Iste é un dos moitos miragres / que Santiago Apóstol fai», sentencian los últimos versos.
La cuestión es que, salvo el mencionado texto, por ninguna otra parte ha quedado constancia del paso de don Gaiferos por el mundo. Los historiadores actuales tienden a pensar que tras el personaje ficticio de Gaiferos de Mormaltán se esconde la figura real de Guillermo X, duque de Aquitania, quien habría muerto en el año 1137, precisamente en el transcurso de una peregrinación a Compostela. Los primeros cronistas que contaron su historia aseveraban que había exhalado su último suspiro antes de entrar en Galicia, pero versiones posteriores —se supone que por aquello de rematar la historia debidamente— empezaron a asentar la idea de que había fallecido una vez concluido el viaje al sepulcro apostólico. Este Guillermo X era, según parece, muy amigo del obispo Diego Xelmírez, que fue quien impulsó tanto el Liber Sancti Iacobi (lo que se suele conocer en nuestros días como Codex Calixtinus) como la propia catedral que recibe hoy a las miles de personas que, año tras año, desembocan en la plaza del Obradoiro. No hubiera sido raro, pues, que en el caso de despedirse de este mundo dentro de la basílica compostelana, Xelmírez realizara las gestiones necesarias para garantizarle a su amigo el reposo eterno entre sus naves. El nombre Gaiferos sería, según estas hipótesis, una deformación del término Waltharius, lo que permitiría equiparar a Guillermo X con el Valtario que protagonizó el poema latino inspirado en las hazañas de Walter de Aquitania. La atribución «de Mormaltán» con que se presenta en el romance podría relacionarse con una peculiar galleguización del topónimo Mont-de-Marsan. Era ésta una ciudad de la Gascuña, también en la Aquitania, por cuyas calles discurría la vía Lemovicensis, que era uno de los cuatro itinerarios que desde Francia partían hacia la tumba de Santiago.
Ahora bien, el romance de don Gaiferos tiene un enigma añadido: el del propio origen del poema. El primero que lo transcribió fue Manuel Murguía, en 1888, dentro del ensayo Galicia. Murguía (Arteixo, 1833-1923) fue historiador, escritor, creador de la Real Academia Galega y uno de los impulsores más destacados del Rexurdimento. En su libro, aseguraba que por las seis puertas de la catedral compostelana se desperdigaban antiguamente ciegos y juglares que interpretaban canciones en las que se declaraban «los milagros del Apóstol, los sucesos trágicos del tiempo o los hitos en que una fe sencilla se recreaba». El romance de don Gaiferos sería, pues, una de esas piezas que se interpretaban para solaz de los romeros que, tras muchos días o semanas de esfuerzo y penuria, arribaban a su destino. Sin embargo, no aportaba demasiada información acerca del lugar en el que él había localizado el romance ni de las investigaciones que lo condujeron hasta sus versos. Tampoco otros investigadores lograron dar con versiones de esa misma historia. De ahí que poco a poco se afianzara una corriente crítica que consideraba el poema de don Gaiferos una mera invención de Murguía, elaborada a partir de la leyenda de Guillermo X de Aquitania con resonancias del ya mencionado Waltharius. «El romance», escribió Forneiro Pérez, «no sólo es falso, sino que además se inspira en la muy dudosa muerte de Guillermo X de Aquitania ante la tumba del apóstol Santiago». Tampoco la música que ha llegado hasta nosotros es la que supuestamente, y siguiendo a Murguía, habrían compuesto sus artífices medievales. La versión que conocemos debe su partitura al gaitero y zanfonista Faustino Santalices, que la interpretó por vez primera en 1954, con motivo de un homenaje al filólogo Ramón Menéndez Pidal, y la acabaría popularizando definitivamente el grupo Luar na Lubre, que grabó una versión que obtuvo bastante resonancia en su disco Solsticio.
De ser así, de tratarse el romance de don Gaiferos de una invención de Manuel Murguía a la que el paso del tiempo acabó por conferir un marchamo de venerabilidad, tampoco habría por qué rasgarse las vestiduras. No es menos descabellado creer en la existencia de Gaiferos de Mormaltán que pensar que una vez, hace muchos siglos, una barca de piedra zarpó desde Tierra Santa para llevar los huesos de un apóstol, en sólo siete días, hasta el mismísimo fin del mundo. Cualquiera que visite Santiago de Compostela con cierta frecuencia sabe bien que allí las cosas casi nunca son lo que parecen, y con la peripecia de don Gaiferos, igual que con muchas otras cosas de cuantas suceden por aquellos pagos, sólo cabe extraer la célebre sentencia en la que se sustancia la propia razón de ser de la literatura: si non è vero, è ben trovato.
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