La venganza, agridulce regalo que dejó escapar Pandora cuando por una curiosidad bienintencionada abrió su caja. La venganza, amarga para quien la recibe, dulce para quien la pergeña. Durante años he llenado esta copa de venganza con el licor del rencor, hasta que la última gota —su último agravio— hizo que se desbordara, y ahora, por fin, me he liberado de ella. Soy libre de los sueños repetitivos, de la rabia contenida, de la traición, de los celos, del abandono y del enojo. Hoy ha muerto el causante de todo ello, y yo me proclamo con orgullo como su verdugo, la asesina de mi esposo, Agamenón. Os preguntáis por qué, qué ha llevado a una mujer a cometer tal crimen…
Fue la muerte la causa de nuestra unión. Sí, habéis oído bien, la muerte, el asesinato, la sangre y, por supuesto, la venganza. Él mató a mi marido y a mi hijo recién nacido. Después de tantos años siguen apareciendo en mis sueños: Tántalo, el hijo de Tiestes, rey de Micenas, un hombre robusto y valeroso, y mi pequeño, al que aún no le habíamos puesto nombre, pues no habían pasado los días oportunos para ser aceptado por su padre. Fue él, Agamenón, quien sin misericordia los asesinó a sangre fría, clavó su espada en las entrañas del padre y partió en dos el cuerpo de mi niño, todo fruto de una venganza atávica y familiar.
Cómo borrar de mi mente aquella matanza de la que fui testigo, cómo olvidar lo que luego pasó, cuando mi padre, Tindáreo, me obligó a casarme con el heredero del trono de Micenas y asesino del que había sido mi primer marido. Agamenón, que se jactaba ahora de ser el primero entre los caudillos aqueos, el que se creía más valeroso que ninguno, cómo corrió entonces, amedrentado por la furia de mis hermanos. Por fin lograron darle caza junto a mi padre, que le había dado cobijo. Y, a regañadientes y haciendo lo que se supone que una mujer debe hacer, acepté aquel matrimonio maldito y odioso. Nunca le amé, siempre he odiado su tacto, su trato, su aliento, pero no me quedaba otra que obedecer, y obedecí dándole tres hermosas hijas y un hijo.
Mis hijos, mis pobres hijos, fruto de una unión condenada y detestable. No creo que haya sido buena madre para ellos. Han sido, sin duda, víctimas del rencor que albergaba contra su padre. Una vez creí reconocer la felicidad, esa que ofrecen los niños con su sonrisa y su inocencia, una vez pensé que podría tolerar la presencia de mi marido, pero no, fue solamente un espejismo en una vida larga. La mayor de mis hijos, Ifigenia, había alcanzado la edad del matrimonio, y su padre —según me contó con palabras falaces— había conseguido un hombre digno para su lecho, nada más y nada menos que a Aquiles. Yo estaba dichosa con tal unión, y mis hijos pequeños, Electra, Crisótemis y Orestes, me adoraban tanto como a su padre. Era feliz.
Pero todo era un burdo ardid. Con aquel pretexto nos hizo partir hacia Aúlide. No, no era el matrimonio lo que esperaba a Ifigenia, sino el sacrificio y la muerte. Otra vez las imágenes, dibujadas en la sangre que aún caliente emana del cuerpo exánime de Agamenón: mi hija, altiva y decidida ante el altar del sacrificio, digna heredera del valor de su madre, inmolándose por su pueblo. El sacerdote sacando el cuchillo de la cesta de cebada y clavándoselo en su costado, la sangre y luego nada, nada más que el dolor, la desesperación y el abandono profundo en el que me vi sumida.
Agamenón partió rumbo a las costas de Troya, empujado por vientos que la muerte de nuestra hija le había proporcionado. Me quedé sola en aquel palacio y vagué como diente de león suspendido en el aire movido por un tornado de ira. Tuve que hacer frente a las malas lenguas y me hice fuerte a base de llanto. Aparté lo que más quería de mí, me volví fría y distante con mis hijos, no solo porque eran la viva imagen de su padre, sino porque consideré que era mejor no sentir nada por ellos, pues no era la primera vez que me arrebataban un hijo y quería proteger mi maltrecho corazón. Y no lo conseguí, conseguí que me odiaran a fuerza de indiferencia.
Pasaron los años y la soledad se adueñó de mi vida. Mi marido me dejó bien vigilada, pues Demódoco, el aedo de su confianza, no me quitaba ojo de encima. Las noticias de Troya eran contradictorias: unas veces vencían los nuestros, otras los troyanos, pero lo que no cambiaba nunca era que Agamenón había tomado por concubina a tal o cual noble troyana. No me molestaba. Es más, al contrario, consideraba que me liberaba de mis cadenas conyugales…Y llegó él, el hombre que hizo caer mis murallas, Egisto.
Egisto, un hombre que, como yo, había sufrido la maldición de la casa de Atreo, un hombre apuesto y galante, con una lengua dulce como la ambrosía y que entendía muy bien mis sufrimientos. Durante años hemos convivido bajo este techo llamándonos marido y mujer, durante años hemos sentido la libertad del concubinato y la felicidad del amor. Pero hace unas lunas llegó un mensajero portando una funesta noticia: la guerra ha terminado, hemos vencido.
Y entonces comenzaron nuestras tribulaciones: qué hacer, cómo comportarnos, cómo acallar las lenguas que gritaban nuestro adulterio. Debíamos matarlo.
Y al final las trompetas de palacio anunciaron su llegada. No venía solo, una muchacha de piel aceitunada, ojos verdes y pelo oscuro lo acompañaba. Casandra es su nombre y tiene un don. Nos mira con ojos acusadores, advirtió a Agamenón de su destino, pero quisieron los dioses que nadie le haga caso. Yo aún sentí cómo aquel acto pisoteaba mi orgullo: al hombre se le permite rechazar la cama que tiene en casa, y a las mujeres que, a imitación de sus maridos, se buscan un nuevo amante se nos condena. Aquello acabó de firmar su sentencia.
Hoy, mientras se daba un baño, he tomado su túnica limpia y he cosido las mangas y el cuello, para dificultar sus movimientos. Cuando ha terminado sus abluciones y se ha puesto la túnica, impedido por esta ha caído al suelo, momento que ha aprovechado Egisto para asestarle una puñalada mortal. He visto impertérrita cómo se retorcía de dolor, cómo gritaba, cómo la sangre caliente manaba la túnica impoluta y cómo convulsionaba, dejando el suelo manchado con las imágenes cruentas de nuestro pasado. He tomado la sangre entre mis manos y le he quitado la túnica para poder mirarlo a los ojos…
Ahora, manchadas ya nuestras manos con la sangre del culpable, tomemos a los testigos de nuestro crimen. Casandra es la siguiente. Cargarán nuestras conciencias con estos crímenes, pero ¿quién quedará para reprocharnos nada…? Mis hijos no osarán levantarse contra su madre, encontraremos el camino, seré libre, libre de un matrimonio infeliz, libre de una vida infame, libre del yugo que soportamos las mujeres, libre de vivir el amor, libre de reinar sobre mi pueblo como mujer sin un marido al que obedecer.
Absolutamente maravilloso