Con motivo de la XXVª edición del Premio Primavera, la editorial Espasa creó, con carácter excepcional, el Premio 25 Primaveras con el objetivo de encontrar nuevas voces de autores menores de 30 años. Este premio ha recaído en el poeta y novelista Dimas Prychyslyy, quien escribe para Zenda un relato excepcional sobre la creación de No hay gacelas en Finlandia, la novela ganadora.
Busco en las estanterías del salón, en la torre del dormitorio que amenaza la humedad, en la cartera del ordenador, en las cajas de los papeles, en la bandolera de cuero que me acompaña desde el bachillerato, en las cajas sin deshacer de la mudanza (ya van seis meses) lanzadas con rabia bajo la cama y apiladas al fondo del armario, del mío no, del otro. No aparece. El maldito cuaderno no aparece. Me siento como Olvido. La vida oculta de los papeles. Con esa intermitencia sagitariana. La libertad de los escritos. Allí estaba todo.
El cuaderno fue un regalo, o una petición que se satisfizo por parte de una amiga con una sonrisa traviesa y una advertencia: «Esto es serio, ¿sabes?, cuando empiezas un cuaderno nuevo, es muy serio». Garabateé el título. Regalado también, robado. Como todas las cosas buenas. Lo de los demás siempre es mejor que lo de uno. No hay gacelas en Finlandia. Cuando escribo tengo la sensación de que lo hace otro, mi abuela, o mi bisabuela, con una especie de temblor que emborrona las cursivas. Estábamos recostados en los sofás, uno frente al otro. Ya hacía buen tiempo, yo aún iba a la universidad y no me habían retirado el carné joven del metro. Era poeta. Y discutía (en la primera acepción según la RAE) mucho con mi novio. Creo que esas conversaciones aún nos mantienen a salvo. Él soltó la fórmula. La idea tomó nombre.
Al poco de comenzar el libro me despidieron. Del mismo modo que al protagonista. Sentí la necesidad de emplearme en algo, lejos de la circular de Mario, opté por bares y parques, siempre de mañana. Ya era agosto. Me compré un ventilador y me recluí en el apartamento. Siempre me ha aterrado esa potencialidad profética de lo que se escribe. En mi cama tampoco había nadie, ni en la casa, ni en la ciudad, como mucho en el Retiro. Era agosto. Yo era Mario y buscaba algo para convertirlo en novela.
Junto al Palacio de Cristal se ponía una chica (su nombre y su Instagram estaban apuntados en el cuaderno que no aparece) con una máquina de escribir, turquesa creo, con la que componía poemas a la carta. Me dijo que si no tenía suelto aceptaba Bizum. Yo que me actualizo con la misma rapidez que la Academia, rezagado y sin saber a qué se refería, opté por sonreír y darle una moneda de dos euros. «Dime un tema y te escribo un poema». Mal empezamos. Mi hermano observaba divertido la escenita. Pronuncié el título. Ella me miró por encima de unas gafas inexistentes, como diciéndome «ya has vuelto a beber a escondidas, maricón». Yo volví a sonreír. Ella se repuso retirándose la melena sudada del cuello, se puso un poco rígida y comenzó a teclear con la profesionalidad y la indiferencia de una masajista o una vendedora de collares de playa. Algunas letras quedaban descolgadas. Aquello habría que podarlo, pero ya tenía el manuscrito encontrado, el manuscrito encargado a cambio de una limosna que no llegaba ni para una botella de agua con gas en el bar junto al estanque. Sobre papel amarillo. Ya tenía el fragmento del Informe Alfa, n.º47. Dimas Prychyslyy: autor en busca de personaje.
Según el ordenador el documento fue creado el 15 de septiembre de 2018. Yo juraría que fue antes, a finales de junio. Me viene a la mente la asignatura de Crítica textual, los problemas materiales y textuales, el acto de la copia, el problema de la transmisión textual digital como capítulo a añadir. Anaya sí que era una fiesta. Haciendo un cálculo rápido, esto me ha llevado poco menos de dos años. Qué lentitud, madre. ¿En cuántos trabajos no me han renovado? ¿A cuántas librerías he dejado de ir por no toparme con antiguos jefes y compañeros? Dos años de darse cabezazos contra la pantalla y luego, en cosa de un mes, sucede el milagro. Esto tiene que ver con la incubación. Me siento como esos pingüinos de la 2 azotados por el viento antártico. Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó. Ya pasó. Parezco Misha.
Las visitas a la oficina del paro me obligaban a pasar por los contrafuertes que apuntalan la parte final de Atocha. Allí estaban ellos, los mendigos. Cuando cobraba me iba a la plaza de la Paja, la mía era una especie de mendicidad de lujo que daba para alguna cerveza y vida contemplativa. Más arriba estaban los amigos de Isolina, las personas insatisfechas recubiertas de estrellas Michelín y platos mínimal sobrecargados de esnobismo. Mi pasión por la cocina no entiende de esas sutilezas. Bocadillos de pringá tras el cocido que desafía el primer calor de mayo. Coquinas ahogadas en olorosos que se escatiman por no desaprovechar las trompetas de la cogorza injustificada. El pastel ruso de Ascaso y una botella de malvasía del Gourmet como colmo del lujo del parado. ¿Pero a quién no le gustaría ser un Ganvell? ¿A quién no le gustaría ir con resignación a Zalacaín? Mascar con desaprobación los manjares del imperio caído. Tan próximo al barullo de Castelar, tan próximo al retiro de la Residencia de Estudiantes. Donde la catástrofe nos pillaría —al que me dio el título y a mí— en una despedida apresurada, «como mucho dos semanas o tres, cariño», y yo que sí, que sí, que he conseguido el trabajo de mi vida. Busco piso mientras das las clases. Y luego la catástrofe. Y Zalacaín cerrado.
Pero siempre hay refugios y personas que al contarte su pasado te desvelan tu futuro. Personas que te tienden una mano, y un Dry Martini, o un copazo de Bombay a palo seco para ahogar las penas y ahuyentar las precariedades, los abandonos, los amores de lejos, los confinados. Mar vive en el barrio de Salamanca, acaso no muy lejos de Isolina, y tiene la templanza y la solera del Jerez más british. De ella las hermanas de la Cuesta, las fantasías sobre Tórtola Valencia, las piedras de colores y el papel de las damajuanas. La jefa que llevaba al jefe al Rocío.
Antes del batacazo yo tenía prisa. Una prisa inventada que hacía esquivar a los que bajaban Montera, zigzaguear por Fuencarral o atajar por Valverde, donde las barandas del jefe aún esperan, donde corrí con tanta prisa, casi en Colón, junto a la plaza donde Damián le regala un anillo de coco a su amor truncado. Tenía prisas y proyectos. Pero jamás la necesidad de compartir ninguna de las dos cosas. No soporto al que corre en el súper, ni al moderno de turno con deportivas como trasatlánticos y auriculares que pregona su superioridad de urbanita a los que somos provincianos. Yo tenía una prisa que tiene que ver con la sed y los amores en mudanza, pero no ese afán de saberse importante, imprescindible y vocearlo en la plaza claustrofóbica de las redes sociales. De eso va la Oku, un personaje que solo sale al inicio y al final de la novela. Muy ocupada ella, muy supersticiosa, con mucha intuición para los proyectos y un máster en horóscopo. Con demasiado lío como para prodigarse mucho por mi novela. Muy de ahora ella, muy nosotros.
En algún momento se puso de moda lo de los impostores, en Página Dos, si mal no recuerdo, incluso hubo una sección con ese nombre. Todos los que escribíamos teníamos que sentirnos de ese modo, era algo que daba cierto caché y redefinía las inseguridades y los temores de una generación sobrecualificada. Yo, Claudia. Yo, que tanto he manoseado el manido tema de la identidad, de pronto tuve la necesidad de desmontar esa identidad. De hablar de máscaras y prostituciones, mostrar que el estilo está por encima de la imagen, todo depende de cómo lo vendas, cómo lo digas, cómo lo escribas. El exhibicionismo anterior enfrentado a la máscara y a la comodidad del anonimato. Sustituto en plaza ajena. Cuadro escocés y pelo verde. Ladrón de lo que Vicente Luis Mora ya había robado.
Acabé la novela —tras hurgar en una historia sórdida protagonizada por dos hombre de belleza apabullante— coincidiendo con el galernazo que hasta hoy nos sacude. Y el extraño y recluido Zhora, con su Hikikomori de Moraleja, cobró sentido. Cobró sentido ante el miedo a la hora de hacer la compra, la vía punitiva y súbita de abandonar los bares, la mano aferrada al tique de compra por si te lo piden los nacionales, el balconcito reconvertido en terraza. Y la satisfacción extraña de la inevitable ruina, una ruina que atañe a todos, la más democrática de las calamidades. Y luego la felicidad ante el abismo. Con El silencio y los crujidos de Jon Bilbao en la mano, estilita desde mi tambaleante alquiler en la Plaza del Ángel. Y la cola de las monjas que repartían comida junto a los cines Ideal cada vez más larga. Y una mendiga con su carrito lleno de mierda llorando en Benavente todas las noches.
Durante el galernazo publiqué dos libros. No hubo presentaciones, solo una firma, acojonado, de Con la frente marchita. Me convencí que esas historias no podrían existir si las protagonistas vivieran ahora. Tampoco Ástrid. Y sentí que la novela se tambaleaba. Era el momento de acabar de corregir y enviarla a donde fuese, eso o mandarlo todo a la mierda. La columna de alquiler ya desmoronada, quedaba el salto al vacío y una amiga que me traía de beber de vez en cuando. Pillaron a varios de Glovo transportando coca, los mendigos fueron invitados a abandonar la intemperie, yo me dediqué a la jardinería y al aplauso gilipollas de las ocho. Hay que socializar, me dijo hace años una desconocida en un autobús en Tenerife. ¿Qué sería de Bea y Antonio? ¿Cómo follaría la gente ahora? Estuve tentado a descargarme una app para ver lo que se cocía. No, muy altermoderno hacer eso, altermodernísimo teniendo además pareja. Me llamó un viejo amigo y me preguntó que si con mascarilla o sin mascarilla. No entendí mucho aquello. Me dijo que con el VIH se tumbaban en la cama y cada uno a lo suyo. Y a mí me entró como una oleada de batido de fresa por todo el cuerpo y no supe qué decirle. Solo pensé en Antonio y Bea metidos en una casa. La de parejas que no superaron el galernazo, ahora que lo pienso. El amor cautivo no nos pega. Yo en esto soy muy vainilla, que dicen ahora las modernas, no entiendo el sexo como producto. Contra mah, mejón, me dijo uno. Es como lo de los youtubers estos de la comida y la bebida que lo quieren probar todo. Maricón, el arte está en saber elegir, no en atocinarte a golpe de empachos porque nada sabe el que no se lo mamó todo. Mi amigo Alejandro Narden, al que no solo envidio como escritor, me envía esta mañana un fragmento de La vida agria, de Bianciardi, al respecto de esto, con el que no puedo estar más de acuerdo:
Pero entretanto el coito se ha reducido, para la enorme mayoría de los usuarios, a pura representación mímica, a la repetición abyecta y mecánica de posturas, gestos, actitudes, acometidas, en pos de la evacuación seminal, que ya es la única finalidad reconocible y legalmente exigible. Lo demás no importa, lo demás es puro símbolo que sólo sirve para empujarte al activismo vacuo.
Esto es lo que quiere la clase dirigente, esto es lo que quieren alcaldes, obispos y empresarios, policías, sociólogos y diputados; no quieren una vida sexual vivida, sino en continuo estímulo del símbolo sexual que induzca a la gente a moverse ad infinitum.
Y es ese continuo estímulo ante lo que me rebelo. Prefiero a Misha en estas cuestiones que a su madre y sus títeres amantes. El estilita célibe, no por romántico ni por enamorado, sino porque puede, porque lo ha decidido y confía en sus elecciones.
Supongo que no dejamos de ser atravesados por tipos y tópicos. Yo intenté huir de ellos y tejer una red en la que los cruces y los choques redondearan a los protagonistas. Y a la vez hacer un retrato conductivista de los nuevos usos sociales y amorosos. Luego está el aguijón de la fe y sus peligros. Y una isla rara, naufragio de los setenta. Y la única salvación posible que nada tiene que ver con la Salvación, sino con cómo uno decide salvarse, normalmente por escrito. Porque aquí está lo realmente violento, lo agresivo y lo poderoso, en este silencio futuro cuando me leas, en este silencio presente mientras te escribo.
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Autor: Dimas Prychyslyy. Título: No hay gacelas en Finlandia. Editorial: Espasa. Venta: Todostuslibros y Amazon
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