Según los defensores de la teoría de la Tierra hueca, el mundo es un espacio interior rodeado por la Tierra, de forma que “toda la vida está en su superficie interior cóncava” (p. 26). Peter Bender, piloto de reconocimiento durante la Gran Guerra, escritor y conferenciante —cuya curiosa y singular trayectoria investigó Clemens J. Setz durante doce años para reconstruirla en esta gran novela, Las lunas antes del aterrizaje (H&O editorial, 2025)—, se proclamó también “el segundo descubridor alemán independiente del cosmos del mundo interior” (p. 294) y, como tal, dedicó su vida a divulgar esas ideas y defenderlas a través de publicaciones y conferencias (con títulos como: “¿Vivimos sobre la esfera terrestre o dentro de ella?”, p. 248) formando una comunidad de la que él y su mujer, Charlotte, judía de origen polaco, eran la pareja sacerdotal. Comprender que, a principios del siglo XX, se pueda sostener con absoluto convencimiento y honestidad algo así no sólo a pesar de todas las evidencias científicas, sino incluso sirviéndose de ellas como argumentos a favor, lo que se llama una disonancia cognoscitiva, es el fascinante ejercicio que nos propone Setz en estas páginas.
Desde la curiosidad de la infancia, narrada con pinceladas sueltas y vibrantes: “una pata de palo empieza a sonar por la casa” (p. 33), “entretanto, el viejo siglo termina como una uva pasa y otro comienza” (p. 32); “en primavera cumplirá catorce años; el flequillo le cae sobre la cara y la voz comienza a hacerse grave” (p. 36); “Al llegar a casa, mete la cabeza bajo el agua y la vida es bella y justa” (p.38); “Al tunante incluso se le da bien escribir versos: con rima o libres ¡lo que se quiera!” (p. 39). A la locura desatada de la primera guerra en la que Bender combate como piloto de reconocimiento hasta caer herido y que Setz describe como si estuviéramos ante un cuadro de Kirchner: “Llegó la última noche. Un estampido y acto seguido, el rugir de motores y explosiones. Sonnleithner pegó un grito: lo alcanzaron estando dormido, pero despertó lo suficiente como para llamar antes de morir; ahora era un cadáver caído en el suelo con dos hombres forcejeando a su lado por un fusil: habían agarrado el mismo porque no veían nada. A Sonnleithner, la bala le hizo trizas el cuello y la barbilla y alguien, un buen amigo suyo quizás, le aplastó el cráneo de un pisotón en mitad del caos” (p. 88). Pasando por los difíciles y disparatados años de la inflación durante los que, para poder sobrevivir, Charlotte y Bender entran en contacto con redes de contrabando y asistimos a escenas que recuerdan al mejor Döblin (“cuanto más muerto llegues al lugar acordado, más valor se dará a la mercancía. Sólo te harás de fiar con la prueba visible de lo que te han hecho” p. 201); hasta la llegada y el triunfo del nazismo —que el propio Setz calificó recientemente en una entrevista como la “teoría de la conspiración más exitosa de la historia” (El País, Babelia, 8 marzo 2025)—, recorremos con los Bender los acontecimientos más desquiciantes de la Europa de principios del siglo XX.
Setz traza pequeñas llamadas de atención que nos van desvelando la dureza del momento a través del sutil juego de dos miradas: la de Charlotte, realista, y la de su marido, eterno soñador encerrado en sus teorías y proyectos. El contraste entre ambos genera una visión doble, especular, como la que padece en ocasiones el propio Bender a causa de sus secuelas de la guerra y como la que se genera en un mundo cóncavo, que así es el interior de una Tierra hueca, que nos permite transitar por dos locuras: la interior (de la mente de Bender) y la exterior (del mundo de principios del siglo XX), cada una de ellas convencida de su racionalidad y de la irracionalidad de su oponente. Así, por ejemplo, cuando acude a un congreso de astrólogos en Stuttgart: “No es que fueran todos lunáticos ni malvados, pero era como si algunas palabras alemanas hubieran enloquecido y en cambio los jóvenes las siguieran usando según las viejas reglas, con lo que se hacían más incomprensibles cada vez, poco a poco y nunca de golpe, por desgracia” (p. 253); o cuando los alumnos empiezan a fallar: “Charlotte acudió al rato para decirle que dos alumnas más dejaban las clases y ya solo le quedaban cuatro. ‘Ah, sí —masculló Bender pensando en otra cosa—, gracias’ (…) Bender miró hacia el techo. Ella volvió a decírselo. ‘Sí, vaya, es un fastidio —dijo Bender— pero si no quieren seguir estudiando, ¿qué se le va a hacer?’. Charlotte pareció dolida. ‘¿Eran buenas estudiantes? —preguntó Bender y por fin cayó en la cuenta de lo que le decía su esposa— Oh, no. Por favor, no le des vueltas. Ni siquiera saben que eres…No’.” (p. 266); o el magistral capítulo en el que Charlotte va a la peluquería, aquí Setz maneja el diálogo y los tiempos para hacernos vivir el terror que atenaza a Charlotte al convertir todos los gestos, movimientos o conversaciones aparentemente normales en una amenaza asfixiante que la paraliza no sólo a ella, sino al propio lector: “Mientras duró el corte, Charlotte mantuvo los ojos cerrados y Annika Bell se acercó varias veces a la ventana: primero la cerró, luego abrió una rendija y al final la volvió a cerrar. Las cortinas siguieron corridas. Al terminar, Annika Bell le preguntó a Charlotte si le gustaba cómo había quedado.
—Mucho. Gracias, señora Bell.
—Pero ¡abre antes los ojos, cariño!” (p. 418).
La reclusión en el manicomio con amenaza de esterilización, la marcha a Fráncfort, la correspondencia con la congregación Koresh en Altona, los informes médicos, las teorías sobre el dinero y la inflación, la desaparición de la señora Blun, las amantes, el desfile de personajes como Johannes Lang o Karl Neupert… Mueve Setz varios planos con una maestría que imanta al lector para trazar un cuadro sobrecogedor del género humano.
Y, después de todo, si el mundo está en el interior de la Tierra “de modo que el pasado y el futuro no sucedían en una línea recta, sino en espirales eternas” (p. 65), resultará que ante tanto dolor y atrocidad, ante tanto sin sentido desatado por personas consideradas cuerdas sea posible que prefiramos quedamos con una idea poética y esperanzadora lanzada por el loco Bender: “nada es tan libre como las lunas antes del aterrizaje” (p. 389).
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Autor: Clemens J. Setz. Título: Las lunas antes del aterrizaje. Traducción: Virginia Maza. Editorial: H&O. Venta: Todos tus libros.
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