Mi hermano y yo tuvimos secuestrado durante meses el pedido quincenal del Círculo de Lectores con una colección de tebeos de Mortadelo y Filemón un poco interminable. Mortadelo nos viene de herencia paterna. Zipi y Zape quizá también. De Zipi y Zape recordamos sobre todo los castigos físicos (que ahora nadie metería en una historieta) y el afán constante de conseguir una bicicleta. El padre de los niños, don Pantuflo, premiaba el buen comportamiento de los hermanos con vales canjeables por partes de la bicicleta. Este mes el sillín. El mes que viene el manillar. Después de las notas, si son buenas, una rueda. No recuerdo si llegaban a conseguir la bicicleta entera. La gracia, por supuesto, era que eso no pasara nunca.
Me acordé de Zipi y Zape leyendo el último tebeo de Paco Roca, Regreso al Edén. La familia de Paco comió poco en la posguerra, como casi todas las familias de entonces, y se encomendó a una aspiración minúscula y al mismo tiempo gigantesca: conseguir una taza para cada uno de los nueve habitantes de la casa. Era como amueblar la miseria por la vía del desayuno. Ignoro si Paco inventó este episodio para el tebeo o forma parte de la cosecha de pasajes y batallas que le ha contado su madre, Antonia, todavía viva y con ganas de hablar, no tanto para hacer un cómic sino sobre todo para que su memoria quede a salvo. Para ella, el mundo entero está en una foto pequeña que guarda bajo el cristal de su mesita de noche, como las mujeres de la calle Feria guardan una estampita de la Macarena lo más cerca posible de donde posan la cabeza todas las noches. La foto de Antonia es de una mañana de playa con su madre y sus hermanos en la que hubo pelea. Fue un día nefasto que ella, a sabiendas, ha idealizado. Porque no tiene otra foto parecida. Y porque hacemos de los recuerdos lo que nos conviene.
Hasta los 30 años no he sentido el impulso de tener en casa ninguna foto. No es culpa de ningún trauma, de ningún problema, aunque sí de un cierto deshielo. La familia debe ser algo parecido a la salud, se da por hecha, por eso requiere un poco de tiempo (o algún disgusto) colocarla en su sitio. En la foto, enmarcada en blanco roto, salimos el mayor, el mediano y el pequeño cuando éramos bastante niños. Una foto así de remota recuerda sin herir y no tiene la vulgaridad del presente, de lo cercano. Por alguna razón, la familia es el asunto universal más antiguo, el más mundano y recurrente, pero al mismo tiempo el más íntimo, el más arcano para los demás mientras no transpiren sus misterios concretos y su mal olor. Si las familias de Tolstoi son infelices cada una a su manera pero las felices se parecen siempre, enmarcadas, desde luego, todas parecen la misma.
Hay un momento muy recordado de la serie Mad Men, la secuencia del carrusel de Kodak, en el que Don Draper le vende a la empresa de fotografía el concepto publicitario para un nuevo sistema rotatorio de diapositivas. La exposición, a oscuras, es brillante. Draper convierte el artilugio en una bomba de nostalgia familiar, haciendo de la oscuridad una parte importante del ritual. Esta dramaturgia de luces y sombras es una buena metáfora de los sentimientos que, en realidad, nos produce la familia, por lo menos en retrospectiva: la fascinación de una linterna mágica (antecedente del cinematógrafo) iluminando una pared en la penumbra. O en palabras de Louise Glück (le robo la cita a Rosa Belmonte): “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.
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