Ya sabéis que este rincón de Zenda me sirve a veces para contar batallitas. Hoy os voy a contar la batallita de Gagarin o la triste certeza de viajar solo, libro de cuentos de José Moreno que ha publicado La Navaja Suiza. Pido perdón por la inmodestia que ocupará el siguiente párrafo.
Fin de la inmodestia.
Porque lo que me dejaron esas primeras horas de marea comercial fue también interesante. De pronto, pensé que me había pasado, calificando el libro como “extraordinario”. ¿Tan extraordinario como 9 cuentos, de Salinger, o un poco menos extraordinario? Como suelo aborrecer todo lo que escribís, cuando algo me parece bueno de verdad yo creo que subo el octanaje del halago (sea lo que sea el octanaje) y salen las críticas más entusiastas de lo que deberían. Con todo, seguí considerando qué tecla, qué tono, qué cojones había dicho yo para que (perdón por la inmodestia) un libro destinado a vender 400 ejemplares probablemente vendiera esos 400 ejemplares el primer día y medio de su existencia (me lo invento, no tengo datos ciertos). El caso es que la editorial anunció una segunda edición, pues “en las librerías de siempre también voló, voló rapidísimo”, según la propia nota de prensa que se difundió.
No leas este libro extraordinario, mejor compra el premio Planeta https://t.co/fVcPl75qsS
[He disfrutado mucho de este libro. Joyita.]— Alberto Olmos (@alb_olmos) October 21, 2024
Una teoría que paladeo es que la reseña daba a entender a sus lectores que no eran lo suficientemente inteligentes para leer este libro, pues, ya desde el titular, se les conminaba a comprar el premio Planeta. Así, aguijoneados en su propia estupidez, se dijeron: “¡Pues lo voy a comprar, gilipollas!”. También es posible que la primera frase, “lo tiene todo este libro para que no lo lea nadie”, despertara en ellos una piedad puntual, como el mendigo que un día aparece al doblar una esquina y al que le das un euro que nunca antes le dabas a los mendigos, un día tonto, en fin.
Fuera de todo esto sólo había un análisis, dentro de la medida en que yo puedo hacer análisis literario, y alguna cita y alguna referencia.
El caso es que esta prescripción exitosa me asomó de nuevo al vértigo de tener razón. Para mí es esencial no tener razón, y que la razón la tenga el premio Nacional. Entonces puedo criticar el premio Nacional y considerar a todo el mundo imbécil, muy plácidamente. Pero, pensé, pienso, si yo fuera el dictador literario de España, si yo pudiera decir qué libros son premiados, qué autores se incluyen en los manuales de literatura, qué novedades salen en portada de Babelia, dudaría de mis propios conocimientos, cosa que ahora mismo estoy muy lejos de padecer, esa duda.
Así, fue, como digo, muy interesante cuando Juan Marqués, en The Objective, publicó una reseña similar a la mía. También flipaba con el librito de cuentos y también citaba a Jon Bilbao y reconocía casi punto por punto las cosas que yo había reconocido en mi reseña. Como no tengo el placer de su amistad, sino todo lo contrario muy exactamente, y como es un crítico válido y con puntas de agresividad, no podía considerar yo que había tomado mi reseña y hecho una derivado, siguiendo su curso. Quiero decir que si su reseña la hubiera firmado P. T. (iniciales inventadas), sospecharía yo de alguna miseria intelectual, puro plagio, subirse a la ola, copiar y pegar.
Como no era así, lo que me complació no fue sólo coincidir con otro lector remunerado, sino que la literatura de pronto pareciera una ciencia. Esto, que la literatura fuera medible, es muy peligroso para todos los críticos literarios, desde luego. Muy peligroso para las editoriales, sin duda. Imaginad que de un libro bueno, y por supuesto de uno malo, se pudiera calibrar su bondad o maldad científicamente, sin lugar a dudas, como se mide el peso del cuerpo o la cantidad de alcohol en sangre. En plan «está usted ebrio o no, lo dice este medidor y no se hable más».
Porque en esto de opinar sobre libros, y no digamos sobre películas o discos, resulta desesperante que haya como una manga ancha infinita de subjetividad, según la cual puedes decir que es gran literatura la guía telefónica, y mala una novela excepcional. Salvo en casos de experimentación divisoria, o géneros populares, o dados unos prejuicios propios insalvables (alguien inventa una expresión literaria que no entiendes; la novela de zombies, que te genera rechazo; las novelas con palabrotas, que, por ejemplo, nunca gustaron —ninguna— a un Javier Marías), salvo estos casos, digo, todo libro debería recibir un trato homogéneo, calibrado, neutral y justo a nada que el crítico hubiera leído mil libros en toda su vida. A nada, además, que se leyera el libro que reseña, también.
Sin embargo, esto sería triste, me vais a decir. En efecto, como en aquella escena de El club de los poetas muertos, sería triste que una obra de arte pudiera ver computada su calidad milimétricamente y que no generara debate y que no plasmara en su recepción la sana variedad del gusto humano. Pero es que tenéis muy mal gusto, amigos.
Con todo, no leí Gagarin con escuadra y cartabón, sino sólo con un lápiz, con el que subrayo frases y de vez en cuando anoto un eco, Sam Sheppard, Raymond Carver, o una impresión superficial, buenos diálogos, sin epifanías. Es decir, la lectura es bastante pura, bastante egoísta. Quiero que me guste el libro y pasar un gran rato y, en fin, hacer lo que se supone que hacía uno cuando empezó a leer novelas adultas con catorce años: tener fe. Es luego, acabado el libro, y viendo que lo voy a reseñar, cuando se pone en marcha la maquinaria retórica, hermenéutica, y tiene uno que dar forma a lo que no es sino una pura impresión en el paladar: me ha gustado. Y a ver cómo explico yo ahora que me ha gustado.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: