Es el de la ficción o la vida uno de los grandes temas que, al menos desde el Quijote, atraviesan la historia de la literatura. Entre nosotros, ha sido tal vez Javier Cercas quien con más lucidez se ha aproximado a esta cuestión, desde El móvil, como mínimo, y con gran intensidad después en La velocidad de la luz para, en realidad, hacerlo a lo largo de toda su obra. Y de qué trata, si no, la serie Mi lucha, de Karl Ove Knausgård: del desgarro que produce tener que elegir entre uno y otro o, en realidad, de la angustia que supone apostar por los dos a la vez como evidencia, sobre todo el que es tal vez el más descarnado de sus seis volúmenes, Un hombre enamorado. Unos, como el hidalgo manchego, apuestan desde el principio por lo primero, por vivir las vidas de otros o, al menos, por imaginarlas; otros, como el noruego, se debaten agónicamente entre las dos a lo largo de miles de páginas que no son sino miles de días de su vida; y otros más, suponemos, porque de ello no queda constancia, optan por lo segundo, por la vida, sabedores de que, como recuerda el poeta Xuan Bello, la realidad es como es, pero es el único sitio donde se puede comer un filete.
Élisabeth Bathori, la protagonista de esta novela, se inclina más por la primera opción: la de quienes optan por la letra, aunque, según Knausgård, la letra sea muerte y las personas vida. Pero es que aquí, en esta subyugante novela de Hélène Gestern, como para impugnar al noruego, la letra es vida porque tal y como anuncia Bathori muy al principio, “en medio del oscuro bosque de mi pena lo único que pude hacer fue leer las cartas de Massis”. Y Massis es Anatole Massis, el símbolo de la renovación de la poesía francesa a principios del siglo XX, que durante la Gran Guerra se cartea con Alban de Willecot, cuyas epístolas caen casualmente en manos de una Élisabeth Bathori, historiadora de la fotografía, que acaba de perder al que probablemente fue el amor de su vida. La reconstrucción de la vida de los Willecot, de la encendida inclinación tanto de Alban como de Anatole por la fotografía, y de los oscuros secretos que pretendían ambos iluminar a través de esa pasión común, llevará a Bathori a, poco a poco, levantarse y emprender una búsqueda que, de la casa de Jaligny que, a tres horas de París, también por esa época ha heredado, la llevará a Madrid, Lisboa y Bruselas.
Asistimos, pues, a una búsqueda intelectual, entreverada de una búsqueda del amor y la pasión renovada, en la propia Bathori, y en las vidas de Willecot y Massis, que se despliega con maestría a lo largo de casi ochocientas páginas, de las cuales no sobra ninguna. De hecho, el mundo de Bathori resulta tan eficazmente construido, con sus lances, sus reposos y sus pasiones, que se diría que Gestern hubiera podido ir mucho más allá en extensión y no terminar nunca esta novela. Porque, después de todo, en el tramposo dilema enunciado al principio, aquí gana la literatura, pero también la vida. Y ello porque, para algunos, después de todo, la vida no es sino la literatura, como acabará reconociéndose el propio Knausgård cuando dé a imprenta la monumental historia de su vida. O, como la propia Bathori se confesará varias veces a lo largo del libro en una reflexión que, como un latido, impulsará toda la narración: “A lo mejor no debería aislarme de este modo, ni alejarme de mis amigos para refugiarme en el pasado. O quizá, por el contrario, sí que es necesario: acaso, a través del enigma de las vidas ajenas, mi esfuerzo minúsculo por aclarar lo que realmente fue la existencia de todos ellos, por recrear algo del tiempo en el que aún podían amar, esperar, abrazarse y emprender, es mi manera de recordar que sigo viva”.
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Autora: Hélène Gestern. Traductora: Laura Salas Rodríguez. Título: El olor del bosque. Editorial: Errata Naturae y Periférica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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